CRÓNICA EN PRIMERA PERSONA

Donald Trump, la diferencia entre realidad y ficción

Ana Merino, último premio Nadal, vive y trabaja en EE.UU. desde hace años. Ha sido testigo del ascenso de Donald Trump y de cómo lo ha vivido la sociedad civil y la cultural

Trump en un mitin reciente

Ana Merino

Cuando en noviembre de 2016 Trump ganó las elecciones, había un gesto de perplejidad en su rostro aliñado de honda satisfacción. No tenía un discurso preparado, todo había sido un juego en el que de pronto se descubría victorioso. Cuentan las malas lenguas que su anhelo por ser presidente lo fraguó su rivalidad personal con Obama y una suma de varios encontronazos con los demócratas. Trump entró en el juego de criticar y cuestionar los orígenes estadounidenses de Obama y su capacidad para ser presidente, y en ese momento se metió al sector ultraconservador en el bolsillo.

Dicen que en realidad Trump solamente buscaba renovar su popularidad para volver a dinamizar sus empresas y que descubrió que su mirada incisiva y su estilo fanfarrón , cuando se politizaba, gustaba mucho más y ampliaba el espectro de su público. Durante década y media había sido el jefazo de un programa de telerrealidad donde el ganador tenía que superar variadas pruebas como aprendiz de empresario. El siglo XXI era un terreno nuevo y este industrial, hijo de un emprendedor del que heredó una gran fortuna, aprendió rápidamente su idioma. Si el espejismo virtual del éxito deslenguado vende, hablaría su lenguaje, por eso interiorizó los mecanismos de las nuevas plataformas y se hizo tuitero en 2009 .

Techo de cristal

A esto, hay que sumarle el debilitamiento de la marca familiar Clinton , y el empecinamiento de la propia Hillary Clinton por romper el techo de cristal convencida de que ella representaba el momento de las mujeres. Pero, desgraciadamente, la campaña demócrata no estuvo bien planeada porque se limitaba a los baños de masas en las grandes ciudades afines , no buscaba dialogar con el voto electoral en los territorios de ideología cambiante. Desde Iowa City yo podía ver los tentáculos de los millennial trumpistas construyendo una sólida plataforma digital y también presencial, su autobús se paseaba por todas las carreteras secundarias, y eso le dio la victoria.

Los republicanos tradicionales, tipo Clint Eastwood , siguieron a Trump con la inercia gruñona del llamado «hombre libre» que vota a los republicanos, aunque sea el mismo demonio, mientras haya nacido en suelo estadounidense. ¿Recuerdan que la película estrella de 2015 fue El francotirador ? Apelaba al patriotismo bélico más conservador, pero también a un grupo de población exhausto, y muy tocado, que cargaba sobre sus hombros un imperio en descomposición . Desde Europa, la intelectualidad mandaba sus mensajes, y un mes antes del triunfo de Trump en 2016, hicieron vencedor moral a Bob Dylan otorgándole el Nobel , como han hecho ahora con el de la poeta Louise Glück. Lástima que entre medias el escándalo del jurado y los delitos de uno de sus miembros desgastaron por un tiempo ese referente cultural tan importante.

Los republicanos le votaron con inercia: da igual que sea el mismo demonio si ha nacido en EE.UU.

Lo mismo le pasó a Hollywood, pues el llamado movimiento Me too arrancó con fuerza y aprovechó para atizar a Trump , pero luego fueron cayendo las personalidades más liberales. El productor y ejecutivo Harvey Weinstein cumpliendo ahora condena por sus delitos sexuales, había sido clave para muchas películas y el intercambio con el cine europeo. Lo mismo con el entrevistador del canal público Charlie Rose, un referente del periodismo que pasará a la Historia por ser un cochino acosador. Mientras tanto, los republicanos se las ingenian para salir de puntillas de los escándalos sexuales y disimular su pasado.

Por otro lado, las universidades en estos cuatro años han sentido el tsunami de una presidencia caprichosa que no valora la idea de que el gran pensamiento es siempre fruto del aprendizaje. La importancia de las universidades grandes generadoras del saber y la investigación ha permitido que Estados Unidos siga siendo, en el fondo, referente mundial de muchísimas cosas. Pero eso a Trump parece darle igual, cuando no critica a los intelectuales anda recortando becas de todo tipo y amenaza con erosionar las infraestructuras que generen pensamiento libre y objetivo. Cuando no está construyendo muros cada vez más altos, o demonizando a las familias migrantes y metiendo a sus hijos en jaulas.

«Great» América

A esta inquietante trama se suma una reciente pandemia que él ha delegado en su gestión a los diferentes estados construyendo un discurso cómodo para una población desesperada que no tiene acceso a una sanidad gratuita y tiene un miedo atroz a perder su trabajo y sus libertades.

Y, por otra parte, el debate social sobre la miserable situación de los afroamericanos y el sistemático abuso policial se lo ventila delegando de nuevo, y responsabilizando a sus predecesores por no haber hecho los deberes. Porque en su discurso se ha convertido en un tipo de personaje que está en la memoria colectiva de un país que ha pasado penurias y siempre sale adelante . Lo único que persigue, dice, apelando al imaginario esperanzado, es volver a esa «great» América. La misma que salió de la recesión donde un capitalista llamado «Daddy« Warbucks acogía a la huerfanita Annie. Sabe que el desaliento de los pobres le dará votos si sigue recorriendo los caminos. Tal vez es ahora el momento de que Joe Biden y Kamala Harris vayan también por esos caminos, y expliquen a los votantes la diferencia entre realidad y ficción.

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