CINE
Documentales viajeros y docuficciones
La no ficción cinematográfica da de sí mucho más que los leones sesteantes que se suelen ver por televisión. «El ejército perdido de la CIA», de David Beriain, es el último ejemplo
Para mucha gente el documental es un género apacible , que se puede ver en la comodidad del salón de casa sin grandes sobresaltos, para apreciar la vida de los animales, la belleza de los corales, el fragor de los volcanes; también para enterarse de cosas útiles sobre culturas exóticas, en un ejercicio de antropología amable; o para observar con emoción historias de superación personal; o quizá algún tipo de reportaje histórico sobrio y documentado. El documental así concebido, como un tipo de programa televisivo, es como la perca del Nilo: sin duda es lo que sustenta la viabilidad de una imagen de lo real en el mercado audiovisual, es lo que alimenta canales especializados y el segmento que los canales generalistas dedican a la (in)formación… Pero esta extendida noción establece una categoría mental (documental = reportaje) que excluye otras especies .
Por ejemplo, el documental de cine, un animal distinto que tradicionalmente ha alimentado festivales especializados pero que en este nuevo milenio ha ido infiltrándose en certámenes de tipo general : el prestigioso Tribeca Film Festival , por ejemplo, animado por un Robert de Niro que ha conseguido robar parte del foco al Sundance de Robert Redford , anunciaba en su edición de 2015 que casi la mitad de su programación estaba constituida por películas documentales. Michael Moore ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes en 2004 con « Fahrenheit 9/11 » y, aun antes, nuestro festival de San Sebastián tuvo la visión de programar y premiar « En construcción », de José Luis Guerín , en el año 2000, posibilitando su notable carrera posterior en cines comerciales.
Variantes heterodoxas
La razón de esta nueva cotización del documental en el mundo festivalero, un ámbito que fomenta una visión artística del cine, está en la expansión que conoce esta forma, mucho más allá del concepto de reportaje, pero también del documental tradicional . Hoy en día un documental puede ser un ensayo, un diario en primera persona, sin pretensiones de objetividad; puede ser una diatriba política, con fines de agitación; puede tener una escritura experimental, limitarse a observar largamente el mundo sin necesidad de decir algo sobre él; puede jugar con nuestras expectativas, como hace el falso documental ; puede ensayar un uso iconoclasta de las imágenes de archivo, más allá de su valor histórico...
En todos estos casos, el cine de no ficción –término que tiene la virtud de abarcar todas estas variantes heterodoxas– se puede describir como aquel que no se ve en televisión. Aunque es cierto que así se contribuye a mantener invisible lo más interesante que está ocurriendo con la imagen en movimiento, esta acusación debe matizarse: el público de un medio de masas no es el de un festival. Hay un pacto previo implícito con el espectador que se sienta a ver una emisión que pertenece a «informativos» (factual) y no a «programas» (ficción), como comprobó Jordi Évole con su episodio de «Salvados» sobre el 23-F que adoptaba la forma de un reportaje histórico «fake». La historia se repetía: Orson Welles había creado el pánico con «La guerra de los mundos» en la radio y treinta años después Peter Watkins vio como la sacrosanta BBC prohibía « The War Game », su ficticia recreación de un ataque nuclear a Inglaterra filmada, con toda intención, con el recuerdo aun vivo de la crisis de los misiles. Más urgencia aún late en las imágenes de « L’Ambassade », otro «fake» lleno de verdad política que rodó Chris Marker sólo meses después del golpe de estado de Pinochet (piénsese que la versión en fición, con estrellas de Hollywood, que rueda Costa-Gavras en «Missing» se hace esperar ocho años más).
Hoy en día el documental puede ser un ensayo, una diatriba, experimental, iconoclasta...
Este carácter de intervención política y de confusión de géneros y fronteras narrativas es lo que cierra el paso del fascinante cine de no ficción expandido por un medio de consenso como es la televisión. Incluso en el cine puede pensarse que un documental debe ser objetivo, ignorando que la práctica creció en los años 30 como una forma de propaganda . Pero ahí está el caso de Michael Moore, el más comercial de los documentalistas: su panfleto contra Bush «Fahrenheit 9/11» sigue ocupando el primer lugar en la taquilla de la historia del género, por encima de retratos de cantantes pop (Justin Bieber, Michael Jackson, Amy Winehouse) y sinfonías pastorales de pinguinos, aves y chimpancés, emanaciones de zoofilia televisiva que se extienden a la gran pantalla. Moore no está solo en el podio de los más taquilleros: su colega, su contrario, Dinesh D’Souza ha subido bien alto con sus cartas de odio a Obama y al progresismo que en su opinión está a punto de hacer desaparecer a América. En otro ejemplo de intervención cronometrada de cara a las elecciones estrena en julio « Hillary’s America »¸ en donde afirma que el partido de la Clinton es el de la segregación, el Klu Klux Klan, el internamiento de japoneses en la guerra mundial…
El documental ha sido, históricamente, una forma de solidarismo internacional de izquierdas : cineastas como Joris Ivens o el propio Chris Marker acudían a los puntos calientes de la guerra fría para tomar partido; «have camera, will travel» podría ser el eslogan de esta figura del documentalista viajero. Fernando León , que acaba de presentar en campaña su crónica del 15-M y la formación de Podemos , también ensayó este registro viajero en « Caminantes », su película sobre Chiapas y el subcomandante Marcos . Pero, ¿qué ocurre cuando el conflicto que se visita no goza de ese tipo de consenso?
En « El ejército perdido de la CIA » David Beriain resucita un trauma olvidado, el de los grupos paramilitares de la tribu hmong entrenados por la CIA para frenar el comunismo del Vietcong y abandonados a su suerte en 1975 cuando acaba la guerra de Vietnam. Beriain se interna en la jungla de Laos en su busca: quedan apenas un centenar vivos de los 50.000 que eran y se enfrentan al exterminio pero su tragedia parece mediatizada por el hecho de que la agencia americana les colocó en el lado equivocado . En similar tesitura se vio Werner Herzog al rodar « La balada del pequeño soldado »: la simpatía que demostraba sentir por los indios misquitos le convirtió –según los comisarios– en un lacayo de la CIA que había financiado a la Contra antisandinista empleando los servicios de dicha tribu. Beriain tiene un estilo un tanto efectista, un diseño sonoro intrusivo y, como Moore o el propio Herzog, una presencia excesiva en su documental ; en general busca una narración compacta, como la de la ficción, siendo este síndrome uno de los más alarmantes del reportaje contemporáneo. Pero su discutible dispositivo queda plenamente justificado en la secuencia, un dilatado clímax realmente, en la que le vemos reunirse en la jungla con el puñado de hmong supervivientes: esos primeros planos que nos interpelan, esos niños que sujetan rifles más grandes que ellos , como los pequeños soldados de Herzog, nos recuerdan que el documental le lleva siempre una vuelta de ventaja a la recreación ficticia.