LIBROS

Dickens y la reinvención de la alegre Inglaterra

Los historiadores afirman que la influencia dickensiana tuvo tanto impacto en su país que ocupa un lugar entre las causas de orden moral que han ahorrado a Inglaterra una revolución

Ilustración de una de las primeras ediciones de «Cuento de Navidad»

Ignacio Peyró

La popularidad de Dickens en vida fue tal que las gentes se amontonaban en los puertos de Estados Unidos a esperar los buques con cargamentos repletos de nuevos penares de la pequeña Nell. En su Inglaterra natal iba a ser aún más célebre y más querido , en un raro transversalismo que le hizo ser amado por la gente humilde y por la reina Victoria , por los eruditos exigentes y por todos aquellos que simplemente querían sufrir, reír, entretenerse con un libro. Los historiadores de la literatura afirman que la influencia dickensiana tuvo tanto impacto en su país que ocupa un lugar entre las causas de orden moral que han ahorrado a Inglaterra una revolución. Como atestiguan tantas viejas ediciones de Carlos Dickens en España, sin embargo, pronto iba a ser un escritor global.

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La leyenda dice que, al poner el punto final a Cuento de Navidad , Dickens tuvo que salir a dar saltos de júbilo a las calles de Londres, tan amadas. Era consciente de haber escrito una obra maestra. Antes, el escritor ya había asentado su fama con la gran sonrisa de Los Papeles Póstumos del Club Pickwick , el más inglés y también el más cervantino de sus libros. En su Pickwick y en su Christmas carol , Dickens iba a reenganchar de modo expreso con esa ancestral «alegre Inglaterra» , perdida en la memoria de las gentes dejadas de lado por la Revolución Industrial . Con sus personajes humorísticos, entrañables, sentimentales y un punto bebedores, el novelista asentaba la cualidad más eminente de su literatura: un entendimiento de la vida basado en la piedad. Como dice el anglófilo André Maurois en su biografía del novelista, «se adivinaba que el autor quería a los hombres, y los hombres se lo agradecían».

Educación sentimental

Dickens supo llegar a los ingleses que amaban «esas alegrías sencillas, el placer de las grandes hogueras, el patín sobre la nieve en invierno, buenas comilonas y amores ingenuos». Era la lección ya mencionada de Cervantes , tan leído en Inglaterra. Vitalmente, no era sino la transposición de la propia experiencia biográfica de Dickens, nacido en una familia acosada de perpetuo por las deudas, conocedor del «estigma de la pobreza», según John Bowen . Esta circunstancia le obligó desde niño a trabajar en una sombría fábrica de betunes -¿cabe escenario más dickensiano?-, para con el tiempo asistir en una procuraduría y terminar en esa lucha por la vida que es el periodismo parlamentario. El propio Dickens dejaría dicho que «gastó las rodillas» en su oficio de cronista en los Comunes , y otros han dicho de él que ha sido el más rápido taquígrafo que pasó nunca por Westminster.

Por tipos y caracteres, por experiencia vital, esa educación sentimental era la mejor formación posible para un novelista, y también la mejor fragua para la «dureza atómica» que Henry James atribuye a Dickens a la hora de trabajar. Como fuere, en las páginas de Oliver Twist y en las de David Copperfield está ese hombre «que ha visto mucho, y todo lo ha visto con ojos de niño» . Es la conexión tan natural de Dickens con los débiles y olvidados de este mundo. Quizá hoy esta sensibilidad podría medirse en términos de marca-país: pocos han hecho más para popularizar un aprecio de lo inglés y su sentimentalidad como esa cara amable que siempre presentó Carlos Dickens . Cuando, peregrino dickensiano, Galdós viaja a Inglaterra , busca en cada británico las polainas del buen Pickwick. Y Josep Pla afirma no tener mejor mapa de Londres que sus páginas.

Pasada la fiebre, no son pocos los testimonios altamente literarios que han querido desplazar a Dickens de su gloria. Se le ha achacado esquematismo en sus personajes, improvisación en sus tramas, falta de estética y de ideas, sentimiento por el sentimiento. Ahí figura, por ejemplo, esa necesidad casi continua de concluir sus historias con un final feliz, lo cual -se alega- habla muy bien de Dickens como ser humano, pero quizá no tanto como artista. Wilde se rió de su dramatismo y la Woolf arremetió contra su técnica . Sus libros, claro, se siguieron leyendo por millones.

Escritor pop

Otros denunciaron aún su doble moral, e incluso se han escrito no pocas páginas con Dickens en pose de escritor pop, que hoy quizá se hubiera hecho millonario coordinando tramas para Netflix. El formato del folletín por entregas permitía palpar qué vendía y qué no vendía. Se ha dicho que ahí Dickens tuvo una gran intuición mercadotécnica para saber lo que gustaba a un público objetivo representado por el estamento de los tenderos. Uno cree más atinado subrayar que nunca envileció al lector , del mismo modo que admira y pasma -hombre salido del arroyo- la obediencia debida al trabajo: Dickens escribió su Pickwick en un mes, y desde entonces viviría en perfecto cumplimiento de las fechas de entrega, siempre en el riesgo de la escritura sobre la marcha, sin acomodamientos, sin dandismos, con tanto genio como rigor. Tuvo tiempo no sólo de dirigir, fundar y poseer sus propias cabeceras , sino que -cuando flojeaba una pieza de encargo-, se remangaba para ayudar al mediocre escribidor a culminarla mientras con la otra mano calameaba su Historia de dos ciudades .

Hemos tenido que esperar a nuestros días para que Dickens deje atrás el purgatorio y se le pueda leer sin mala conciencia cultural. Ahí el reproche sería no haberlo hecho desde siempre, no haber devuelto piedad por piedad a un campeón de la sensibilidad humana . Ha sido restituido, en tiempos de iconoclastia, a la consideración de gloria de la nación. No era sino la restauración de lo debido al escritor que nos enseñó la «linterna mágica» de Londres , que nos ha acompañado en el mejor y en el peor de los tiempos; al hombre, en fin, que supo decirnos «de la manera más maravillosa posible, por qué somos como somos».

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