LIBROS
David Foster Wallace: Letra & Música & Voz
Una larga entrevista y un ensayo sobre el rap nos acercan al particular universo del mítico y suicida autor de «La broma infinita». David Foster Wallace por partida doble
Sin entrar en incómodos valores de juicio o en perturbadoras y odiosas comparaciones, no resulta demasiado arriesgado pensar que David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962-Claremont, California, 2008) fue -junto a Marcel Proust, James Joyce y Vladimir Nabokov-, uno de los autores del siglo XX que más se preocupó por el vertiginoso manejo del idioma y por el modo en que las palabras podían llegar a chocar unas con otras para darse la mano o batirse en duelo. Hijo de estrictos profesores, Wallace a menudo se definió como un implacable y fundamentalista «nazi de la gramática». Para Wallace hablar y escribir mal era pecado imperdonable. De ahí que El Tema de Wallace fuese el lenguaje y, para ello, desarrolló y nos enseñó a entender y a disfrutar de la «franca lingua» conocida como «wallaceano».
No extraña que -entre sus muchos intereses- estuviese el inspirado palabrerío centrífugo del rap y el «hip-hop». Y de esta curiosidad surgió -junto a su gran amigo y también escritor Mark Costello, autor de las novelas «Bag Men» y la muy atendible «El gran si…», en Seix Barral- «Ilustres raperos». Texto temprano de 1990, anterior al Mito Wallace, ya contiene varios de los rasgos distintivos de su no-ficción: por ejemplo, el cómo te va interesando algo que no tiene por qué interesarte.
«Ilustres raperos» ya contiene varios de los rasgos distintivos de su no-ficción
Inevitablemente desactualizado en lo que hace a nombres y obras, el libro tiene el encanto de un artefacto «vintage» que acaba contando una historia graciosa: la de dos jóvenes blancos acomodados intentando pensar y comprender, con jerga académica y actitud casi turística, cómo es que riman y se expresan chicos en sus antípodas -por lo que respecta a educación y color de piel- valiéndose de una forma artística donde se funden la manía referencial y la apropiación sónica, y una forma de expresarse entendida como competitiva, cuestión de vida o muerte.
Un Buda en bandana
En su momento los especialistas consideraron «Ilustres raperos» ingenuo y deficiente, mientras que los estudiosos de ahora lo redimen como «otra de sus notas al pie» . Y el biógrafo de Wallace, D. T. Max, llega a descartarlo como gesto esnob de alguien a quien, en verdad, esa música «nunca lo emocionó» y a quien solo le atraía de forma «teórica, verbal, abstracta». Pero tal vez lo mejor sea entender y disfrutar de «Ilustres raperos» (con sus fragantes omisiones y sus graciosamente acertados errores de juicio) como el monólogo alucinado de alguno de los jóvenes Incandenza de «La broma infinita». Todo potenciado ahora por un brillante y nuevo prólogo de Costello, que reconoce la influencia del intoxicado e intoxicante crítico de «rock» Lester Bangs . Evoca a su socio caído con afecto y precisión.
En cambio, en «Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo» -«best seller» de 2010 surgido a partir de un reportaje de David Lipsky encargado en 1996 pero nunca publicado por la revista «Rolling Stone»-, Wallace es todo un raper. Pero un rapero mucho más preocupado por lo privado que por lo social. Mide y sopesa cada idea hasta encontrar el término justo y justiciero. Un intimista del «hip-hop» de sus días negros y de sus noches en blanco.
Alguien que se resigna y se dispone a hacerle frente a la tormenta perfecta de la fama que se le viene encima durante cinco días del tour promocional de su «magnum opus» novelístico. Wallace es muy consciente de que en el deslumbrado y encandilado Lipsky ha encontrado a un oyente privilegiado con, alternativamente, rasgos y conductas de James Boswell, Sancho Panza, James H. Watson, Robin y Samwise Gamgee. Pero también alguien que, en realidad, solo querría ser nada más y nada menos que el nuevo modelo de Mark Costello: un mejor amigo a ser irradiado por los rayos gamma del genio transformador y mejorador . Aquí y ahora -con la perspectiva de su final infeliz- es fácil entender o preferir a Wallace como una suerte de proto-suicida beatífico, à la Seymour Glass, de J . D. Salinger , y no como el tipo bastante feroz revelado en su biografía: «Todas las historias de amor son historias de fantasmas». El rival de sangre en los varios perfiles que le dedicó Jonathan Franzen, o el novio posesivo y violento en una de las «memoirs» de Mary Karr. La película resultante de todo ello («The end of the tour») no ha hecho más que potenciar ese aspecto de Wallace como encarnación de Buda en bandana. Wallace como alguien demasiado bueno y sabio para este mundo.
Bailar solo
El libro de Lipsky, afortunadamente, no se conforma con eso, y ofrece una persona llena de aristas, más que un personaje redondo. Un gran escritor que en más de un momento, además de muy inteligente, puede resultar un ego-mesiánico «poseur» pasivo-agresivo. Aquí, Wallace -más allá de sus contradicciones y sombras-, no duda en mostrarse tal cual es: alguien seguro de que «el propósito de los libros es combatir la soledad» pero que, a la vez, disfruta de ir a bailar «cursiladas disco de los 70» a las fiestas organizadas por una iglesia baptista donde «cada cual procura dejar a los demás tranquilos, bailas solo». Y así sigue bailando Wallace -más allá de sus parejas circunstanciales, de Costello & Lipsky-, mientras volvemos a mirarlo y leerlo bailar como únicamente baila él: con la soledad bien acompañada de quien se sabe único y le gusta que así sea.