ARTE

El color eternamente joven de José Guerrero

Fondos del Centro José Guerrero viajan al Patio Herreriano para componer una imagen certera de este pintor

«Negros y ocres» (1950), de José Guerrero

ÓSCAR ALONSO MOLINA

Hay algo en la obra de José Guerrero (1914-1991), que «envejeció» mejor que mucha de toda la pintura triunfante en los cincuenta , puesta bajo la égida del informalismo europeo, y que en nuestro país tuvo un marcado acento sombrío, dominada por el negro, la explotación de la veta hispánica, con ese recrearse en clave dramática sobre los aspectos más ásperos de la existencia .

Ese algo que salvó a Guerrero de caer en los tópicos y que detectamos también en Esteban Vicente . Con él comparte tres aspectos fundamentales: en primer lugar, la intensa experiencia americana, pues ambos residieron en Estados Unidos durante muchos años, en especial los decisivos para la formación de su lenguaje maduro , mientras compartían escenario con los grandes del expresionismo abstracto. Segundo, el tardío descubrimiento aquí, entre nosotros, de ambos, viéndose con cierta frescura, como novedad su (tercer aspecto) dicción más jugosa y alegre de la paleta, la pincelada abierta y sin carga , la mancha que apunta los campos de color y el substrato más erótico de su técnica.

Hilván intergeneracional

Aquello que en Guerrero enganchó con las derivas posteriores de la plástica nacional es algo que se retrasaría en llegar, sobre todo si tenemos en cuenta que fue un artista tardío, pero que alcanzó plena forma allá por los setenta, llevándole a entroncar con naturalidad con corrientes estéticas y personalidades más jóvenes que él . Así, vemos cómo en esa década su nombre sería reivindicado como referente, como un ejemplo lejano y paternal pero que ayudaba a solventar el hilván intergeneracional, por grupos tan distintos como los de la Nueva Figuración Madrileña al tiempo que esos otros modelos abstractos que en torno al Grupo Trama y la exposición «En la pintura» (1977), estaban entonces en boga. Además, su ascendiente puede seguirse ya en los ochenta en nombres como Campano o Navarro Baldeweg .

Esta actualidad de su pintura es algo que parece haber conquistado ya la solidez de lo clásico . Sus series de «Cerillas» y «Fosforescencias», pero sobre todo sus lienzos desde los ochenta, cada vez más aéreos y con menos densidad, más dominados por la experiencia del color que se emancipa de la forma, quedan como auténticos hitos del gusto moderno tardío.

Esta exposición que Francisco Baena ha organizado en Valladolid en un homenaje a todo ello toma como punto de partida un pretexto (la relación entre el artista y el poeta Jorge Guillén ), que se diluye por completo en el recorrido cronológico donde, perfectamente pautadas, quedan las etapas, más o menos afortunadas, que llevaron a Guerrero a ser un gran pintor en su tardía madurez, justo cuando entró en contacto con otros más jóvenes que él. De hecho, si uno escapa de la tentación de las cartelas, lo que triunfa aquí es esa idea suya, mil veces repetida, de que «el color se extiende, no para nunca» . Un color sin fecha de caducidad, eternamente joven.

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