MÚSICA

Coldplay, un tratado de la compasión

La banda de Chris Martin vuelve a comerse el mundo con «Everyday Life», un disco variado, exploratorio, con contenido político y que recupera el nivel de los viejos tiempos

Chris Martin en un concierto en Madrid en 2012 DE SAN BERNARDO

Álvaro Alonso

Fue una imprudencia. Nunca debí hacer la prueba. Pero la hice, y lo que descubrí es algo similar a las prácticas de Alamogordo previas a Hiroshima y Nagasaki. Al abrir el Spotify de Coldplay me topé con una canción que superaba el billón de escuchas (nos referimos al billón anglosajón, es decir, mil millones). Entonces, me pregunté, ¿cómo va esto? ¿Cómo va el mundo real, por más virtual que nos parezca? El mundo está cambiando muy rápido. Y no sabemos a dónde nos lleva. «Música para las masas», rezaba Depeche Mode. Ya les gustaría. Unos tibios ciento ochenta mil oyentes. Camarón, ocho millones. Bueno, no está mal. ¿U2? Trecientos setenta millones. Muy lejos de Alan Walker, el encapuchado que le gusta a mi hijo, que también llega al billón. ¿Será un ejército de niños de todo el mundo los que marcan la tendencia? ¿Habremos infantilizado sin saberlo el mundo de la cultura en lo que a música pop se refiere? Ya uno no sabe qué pensar. Porque, al igual que Kant, partimos de un factum: no se venden discos. Y Coldplay afirma en un comunicado que «no va a dar gira de conciertos, por el momento, para no contaminar el planeta» (sic).

Sin alforjas del pasado

Coldplay es un grupo más de fans que de críticos. Esta es la cuestión a investigar, lo que obliga a revisitar su discografía, que es, como la de tantos artistas descubiertos en el siglo XXI, una obra marcada por la caída de las Torres Gemelas y las crisis globales, en el orden económico, cultural, ecológico y de hegemonía. Porque la marca Coldplay, grupo británico que nace como una banda folk y que realiza una transformación molecular prodigiosa desde su primer a su segundo disco en el arranque del siglo, con una fe, y esto es importante, en sí mismos gigantesca, aparece como banda con estilo definido bien pronto, en el momento en el que sin pretenderlo comienzan a realizar canciones que podemos definir como «globales» y que coagulan en «The Scientist» . A partir de ahí, nada volverá a ser lo mismo.

Imagen de la banda para el nuevo disco «Everyday Life»

Han encontrado la fórmula alquímica, la que los puede llegar a convertirse en los nuevos U2 , con la ventaja de no tener que llevar en sus alforjas nada del carbón postindustrial del siglo XX. Aquel disco del 2002, A Rush of Blood to the Head , incluía su canción más televisada y radiada, un estandarte para el campo de batalla del rock de estadio llamada «Clocks» , reconocible por cualquiera. Aquello parecía írseles de las manos. Chris Martin y compañía comprendieron que esa forma de expresión, fijista, con el piano y el bajo en primer plano, la voz con un don divino para manejar la inteligencia emocional de Martin y la sed de nuevos ídolos operaba, todo ello, como pócima mágica capaz de obrar prodigios.

El bajo del escocés Berryman daba ambiente, cual camarera irlandesa limpiando con ginebra la barra del pub, y la batería fundamentaba el conjunto para elevarlo a universal. El interés intrínseco por el arabesco, ya presente en «Daylight», ofrecía apertura de miras, cosmopolitismo , aunque dejando claro quién es quién en lo que respecta al dominio de este mundo «grande y terrible». La caída en el folk, guitarra en ristre, al desnudo, es otra de las facetas que Coldplay no ha ocultado nunca, más bien explotado, desde su primer disco Parachutes , presente en canciones como las primarias «Don’t Panic» o «Sparks» o la secundaria «Green Eyes». Una costumbre muy británica, anterior al unplugged , la de mostrar las canciones al desnudo, todos absortos por el misterio de Nick Drake.

Guiños a África

Ahora, Coldplay vuelve a comerse el mundo, en este final de año 2019 con un disco variado, exploratorio , donde lo mismo suena un coro góspel en «BrokEn» que un doo-wap en «Cry Cry Cry». El disco se inicia recordando al «My Way» con «Sunrise», y a Eric Satie, nada menos, en «Scrapbook». El contenido político sube enteros en «Guns», un fascinante cruce entre Black Crowes y Lenny Kravitz . «Champion of The World», la otra canción más comercial e indulgente, funciona, aunque bien podía haberla firmado Sting en una de sus partidas de ajedrez legendarias en la Toscana. Luego viene «Daddy», ese momento de «vamos a contar confidencias», seguida de una pieza casera con fondo bucólico de aroma Bob Marley.

Pero la canción que destaca es «Orphans» , un alegato a favor de los refugiados sirios, junto a la muy sentida y creíble «Trouble in Town». «Arabesque» es su particular «Night in Tunisia», un humeante ambiente donde destaca la sección de vientos, un guiño al África francófona y una metáfora del viaje por los polvos del mundo , sus alientos, sus latidos y nuestras puertas cerradas. Y, en fin, «Everyday Life», intentando que se abra alguna grieta en los corazones de hierro. «When I Need a Friend» es una canción navideña de libro, un coro que anuncia la buena nueva. Coldplay, en fin, más allá de su valor artístico, a veces arriesgado, a veces autocomplaciente, ha realizado un admirable ejercicio de responsabilidad desde el inmenso altavoz que supone tener un billón de escuchas. Aleluya cantan Coldplay por todo el orbe. Benditos sean.

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