LIBROS

Claustrofóbica Fleur Jaeggy

Morbosos, turbadores: así son los relatos de Fleur Jaeggy. Una autora a la altura de Clarice Lispector e Ingeborg Bachmann que ofrece lo mejor de su literatura en «El último de la estirpe»

Fleur Jaeggy, autora de «El último de la estirpe»

MERCEDES MONMANY

Brodsky , el gran poeta ruso emigrado a Estados Unidos, dijo en una ocasión sobre la escritora italo-suiza Fleur Jaeggy: «Duración de la lectura: aproximadamente una hora. Duración del recuerdo, y de la autora: el resto de la vida». Se refería a ese libro maravilloso -de los mejores, posiblemente, de las últimas décadas- que es «Los hermosos años del castigo» (Tusquets). Y no le faltaba razón: Jaeggy es un planeta autónomo, no se parece a ningún otro.

Profundamente turbadora, obstinada en sus temas, con personajes que alternan un cruel nihilismo y un falso candor infantil , un instinto de huida de la vida normal y de las reglas asfixiantes de lo cotidiano, así es Fleur Jaeggy, cuyo nombre es comparable a los de la brasileña Clarice Lispector y la alemana Ingeborg Bachmann, las autoras posiblemente con una obra más potente y original de la segunda mitad del pasado siglo.

Aire báltico

Nacida en Zúrich en 1940 y educada desde la infancia en tres lenguas -alemán, italiano y francés- , Jaeggy se instaló en Milán en 1968 al casarse con el editor Roberto Calasso, tras haber vivido en París y Roma. En Milán comenzó su peculiar y exigente carrera literaria, caracterizada por libros escuetos, de escasas páginas, muy distanciados en el tiempo, que serían recibidos en cada ocasión como todo un acontecimiento por grupos de seguidores internacionales cada vez más numerosos.

Tras varias obras iniciales («El dedo en la boca», 1968; «El ángel de la guarda», 1971, y «Las estatuas de agua», 1980), su gran y definitivo éxito llegó con «Los hermosos años del castigo», un auténtico libro de culto en su país. En él, con un estilo seco, lacerante y poético, rememoraba sus años de adolescencia en un internado suizo. Más tarde llegaron el impresionante volumen de relatos «El temor del cielo» y la novela «Proleterka». Traducida invariablemente en la editorial Tusquets, en 2013 aparecerían en Alpha Decay sus microbiografías, «Vidas conjeturales » (De Quincey, Keats, Schwob), y en 2015 la misma editorial rescató «Las estatuas de agua».

En los relatos, de nuevo espléndidos, reunidos en «El último de la estirpe», Joseph Brodsky es retratado por Fleur Jaeggy en una estupenda miniatura titulada «Negde» . El poeta sale de su casa de Brooklyn, sin abrigo, añorando «una calidad de aire báltico», absorto, construyendo exilios y recordando el Nevá y sus inviernos en San Petersburgo: «Cualquier lugar es para él una ciudad mental llamada Negde, que en ruso significa ‘de ninguna parte’».

En el ensayo «Una proposición inmodesta» (incluido en el volumen «Del dolor y la razón»; Siruela), este gran poeta ruso-americano decía que cada generación transporta consigo «una parte del futuro de los que ya han muerto», con los que conforma «una reserva genética, una poesía que precede». En el caso de Jaeggy, a la que Susan Sontag calificó en su día de «brillante y salvaje» , líricos, santos, místicos, visionarios, herméticos o escritores de universos autónomos e inimitables como Kafka o Robert Walser, están atados entre sí, como eslabones inseparables, dentro de su literatura.

En los breves relatos de este volumen, regresamos a su conocido y singular mundo gélido, de terrores contenidos

En el libro ahora aparecido están presentes su admirado Brodsky y su amiga Ingeborg Bachmann , pero también Oliver Sacks , con el que comparte una cena en un restaurante del Bronx, junto a peces dentro de un acuario, señalados por los clientes para ser servidos y comidos instantes después. Del mismo modo, con apenas un susurro, pasan por sus páginas el dominico Maestro Eckhart , la mística franciscana del siglo XIII Ángela Foligno o la monja poeta Sor Juan Inés de la Cruz.

La religión, los ángeles, las visitas al Papa en el Vaticano, los niños predicadores explotados por viejos avariciosos, los severos e inflexibles pastores de almas, las pequeñas iglesias rurales de madera nunca son, en los relatos de Jaeggy, refugios seguros y tranquilizadores; su paz es sin cesar ambigua, los temores ante un inesperado «don del Señor» penden siempre de oscuras maldiciones medievales.

En los breves relatos que componen este volumen, en ocasiones de apenas dos páginas -a excepción de dos más largos, el espléndido «Soy el hermano de XX», de una calidad comparable al «Jakob von Gunten» de Robert Walser, y «El último de la estirpe»-, regresamos a su conocido y singular mundo gélido, de terrores contenidos e impronunciables, de «leves malestares en el aire», de quietudes «impuestas por la violencia». Asesinos casuales, cuyos «trabajos, matanzas e inhumaciones no son premeditados, sino puro instinto», se mezclan con hermanos que se espían y mortifican en morbosas rivalidades, con niños homicidas, con madres que respiran por fin tranquilas tras la muerte de su único hijo, con nazis que regresan tras su periplo por Sudamérica, con niñas de la calle adoptadas por bondadosas y ricas mujeres solteras que sólo esperan el momento de la venganza, o con criados «taciturnos y lunáticos» que nunca se sabe lo que piensan de sus señores, como sucedía en «Las criadas», de Genet.

Cero a la izquierda

Un instinto de locura y muerte, de maldad tenebrosa e inexplicable, de desesperación e «insensibilidad hacia el dolor de los otros», de infelicidad y anhelo por desaparecer y convertirse tan sólo en «un magnífico cero a la izquierda», sin la obligación de triunfar y hacer cosas importantes en la vida, lo impregna todo de nuevo, insistentemente, como sucedía con otros libros de Jaeggy. Los magníficos relatos de «El último de la estirpe» muestran un mundo fieramente polarizado : señores y siervos, dominados y dominantes, hermanos y hermanas, madres e hijos. En él, las víctimas y a la vez verdugos, en muchas ocasiones, son adolescentes en la etapa de formación. O, si no, «pequeños seres delicados, frágiles y tercos», sin una idea clara del bien y del mal , pero con una capacidad de ofensa e instinto de supervivencia a veces mucho más brutales y devastadores que los de los adultos.

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