LIBROS

«El camino estrecho al norte profundo», los prisioneros del tren de la muerte

Japón obligó a 13.000 militares australianos a construir el «ferrocarril de la muerte». Lo recrea Richard Flanagan en su novela «El camino estrecho al norte profundo»

Militares utilizados como mano de obra en el ferrocarril de la muerte (Tailandia-Birmania)

RODRIGO FRESÁN

Con los años va quedando más que claro que una de las novelas más admiradas e influyentes del fin de milenio ha sido «El paciente inglés» (1992), de Michael Ondaatje . Allí, fórmula sencilla de entender pero difícil de conseguir: aliento histórico + pasión encendida + lenguaje poético. La jugada se hizo aún más evidente en la modélicamente traicionera adaptación/deconstrucción que hizo del libro Anthony Minghella en 1996. Entonces, el director de cine inglés llevó todo el asunto al terreno del gran David Lean, fusionando la espectacularidad sinfónica de «Doctor Zhivago» con la cadencia de cámara de «Breve encuentro».

Ahora, con «El camino estrecho al norte profundo», su sexta novela, Richard Flanagan (Longford, Tasmania, 1961) remonta el camino y consigue una más que meritoria variante lírica de «El puente sobre el río Kwai». Flanagan -considerado el mejor prosista australiano de su generación- ya había tocado el tema del recluso en el penal de la Tierra de Van Diemen en la laureada y más experimental «El libro de los peces de William Gould» (2001).

Aquí, apoyándose en los atormentados recuerdos de su padre , uno de los trece mil militares australianos prisioneros de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial para trabajar a ritmo forzado en las infernales obras del «ferrocarril de la muerte», Flanagan lleva el asunto a su máxima expresión. Y consigue un espécimen extraño y digno de encomio de «best seller de calidad .

Imposible olvido

Así, amor y batallas y sufrimientos tremendos. Y, por supuesto, un galán de aquellos. El cirujano tasmano Dorrigo Evans, recitador compulsivo de Tennyson y enamorado de Amy, la joven esposa de su tío y proclamado héroe nacional, quien, más allá de las medallas, casi octogenario, no puede olvidar. También, unos malos malísimos -y tal vez un tanto esquemáticos; pero la crueldad no suele ser sutil- como el coronel Kota (siempre c on su catana lista para la decapitación ) y el adicto mayor Nakamura. Y el zen de los haikus de Matsuo Bâsho (a él le debe el título la novela) flotando sobre la selva y el sudor y la sangre y las enfermedades.

Flanagan -como Ondaatje con «El paciente inglés»- se llevó el premio Booker con este libro que funciona como épica clásica y como artefacto muy personal.

En un nuevo giro sobre cadenas y grilletes y últimos suspiros, Flanagan fue «prisionero» de «El camino estrecho…» durante los doce años y cinco versiones que le llevó su escritura. Tiempo en el que en más de una ocasión pensó que le iría mejor dejándolo todo y yéndose a trabajar a las minas. Pero persistió en la empresa conversando una y otra vez con su padre. Hasta que por fin alcanzó la última página y le llamó para comunicárselo. Y esa misma noche Archie Flanagan murió a los noventa y ocho años de edad con la certeza de que su vida había sido bien contada.

Descanse en paz. Se lo merece tanto como se merece este libro.

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