LIBROS
«Caballo sea la noche», la necesidad de delirio
Tras ganar el premio de Cuento Gabriel García Márquez, llega esta novela en la que la familia se convierte en el escenario perfecto
Algún día tendrá que hacerse una valoración profunda de la importancia del género de novela corta en nuestra narrativa. Si nunca decayó en el siglo XX, lo que llevamos de XXI parece confirmarla. Lo que ya es más raro es que sea un escritor joven quien haya dado un paso de insólita madurez con una novela familiar. Para que una historia familiar pueda dar fruto en un espacio breve, Alejandro Morellón ha tomado dos decisiones a mi juicio acertadas: alejarse del consabido realismo y no limitarla al simple memorialismo solipsista . El primer rasgo estilístico que ya anuncia el título de la novela y sus primeras líneas es la opción por una escritura cuasi poética, en la que las imágenes surrealistas, entreveradas en sensaciones y sueños, se van sucediendo.
Lo importante de la novela no está en lo que pasa sino en lo que es su principal materia: la palabra
La eficacia de una escritura poética obliga sobre todo al ritmo de la prosa, que se vierte en series enumerativas que acumulan densidad en sus imágenes superpuestas, casi como si se tratase de un poema en prosa. Eso al menos en las primeras quince páginas iniciales, en las que la voz narrativa pertenece a un niño, Alan, que como todo niño vive de modo particularmente intenso las sensaciones irracionales en su relación con los padres. Justo cuando el lector venía pensando que sería difícil sostener durante mucho tiempo una tonalidad semejante, la novela da un primer quiebro y aparece la otra voz que será alternante, la de la madre, Rosa, que reduce bastante la irracionalidad casi onírica de Alan, pero no la suprime del todo, y ofrece una perspectiva complementaria y muy diferente de la de Alan. Esta duplicidad de voces y de perspectivas es la que se repetirá dos veces a lo largo de la novela y será el soporte de su estructura narrativa.
Tragedia familiar
Entre las dos perspectivas se va trazando un fondo de tragedia familiar que Alan simplemente atisba, pero que Rosa va formulando con mayor concreción: la muerte de Óscar, el hermano de Alan, en unas circunstancias de enfermedad inesperada y sobrevenida, y la marcha de casa del padre, un intelectual y gran lector que sin embargo tiene en la trama el difuso rol que puede otorgarle la incomprensión del hijo y cierto sentimiento de culpa de la madre . Si esta crítica se ha detenido en contar bastante de lo que ocurre es porque no ocurre casi nada más. Lo importante de la novela no está en lo que realmente pasa, sino en lo que es su principal materia: la palabra. La administración de la culpa y el dolor, una herida que supura en las dos víctimas que han quedado y que hacen inevitable el desenlace (que no revelaré) se convierte antes que nada y sobre todo en lenguaje.
Lo que esta novela ofrece, y es su notoria novedad, es que el lado oscuro y doloroso de una historia personal solo puede decirse eficazmente si se elige bien la forma , o al menos eso es lo que la literatura debería ser, por encima de documentalismo de competencia referencial. Lo específico de la literatura, y ahí no tiene competencia alguna, es que las vivencias íntimas y su radical soporte únicamente pueden reinar si acompaña la palabra y las imágenes concuerdan su expresividad. Morellón, escritor de talento, ha sabido hacerlo evidente.