MÚSICA

Boulez, el hombre que contruyó la música

Acaba de fallecer Pierre Boulez, uno de los más activos y carismáticos exponentes de la vanguardia del siglo XX. Su controvertida y polifacética figura ha tenido un impacto fundamental en el panorama musical de nuestro tiempo

Boulez en una imagen de 2009 con la Orquesta de la Academia del Festival de Lucerna Lucerne Festival / Georg Anderhub

STEFANO RUSSOMANNO

Compositor, director de orquesta, ensayista, organizador y programador musical… Todas las facetas en las que Pierre Boulez sobresalió deben verse como las diferentes caras de un mismo prisma. La labor de Boulez fue el esfuerzo metódico e inusitado de una sola persona para construir la música de su tiempo: escribirla, tocarla, explicarla, crear espacios y contextos para su difusión. Boulez (Montbrison, Francia, 1925-Baden-Baden, Alemania, 2016) no escatimó esfuerzos en ese empeño prometeico.

Boulez forma parte de aquella generación de músicos que asomó la cabeza nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. El reguero de muerte y destrucción dejado por el conflicto había puesto en entredicho un pensamiento, el occidental, que había hecho posibles el nazismo, los campos de concentración y la bomba atómica. Parecía el momento adecuado para cortar de manera radical con el pasado y erigir un orden nuevo. Boulez se aplicó a ello con furor jacobino. No le importó representar el rostro más intransigente de la renovación ; al contrario, lo llevaba a gala. En su mente no cabían revoluciones tibias o a medias. Tanto es así que el fallecimiento de Schoenberg en 1951 le inspiró un artículo feroz en donde la necrológica del padre de la dodecafonía era el pretexto para pregonar su defunción estética: Schoenberg pecaba de moderado, de complaciente con el pasado hasta el punto de haber utilizado la dodecafonía para actualizar las grandes formas musicales de la tradición.

Virulentas proclamas

Estas virulentas proclamas («Habría que quemar los teatros de ópera» es otra de sus sentencias memorables) contrastaban con la afabilidad del hombre en la corta distancia, su complexión menuda, su disposición al análisis distendido . Sin embargo, en el ejercicio del poder no le temblaba el pulso a la hora de aplicar su ideario. A la fuerza, si era preciso. Cuando asumió la titularidad de la Filarmónica de Nueva York , sus recetas a base de música del siglo XX (amén de su declarada aversión a Chaikovski) hicieron caer en picado el número de abonados, aunque sirvieron para renovar la audiencia y bajar la edad media de los asistentes a los conciertos. De la programación orquestal quedó apeada también la casi totalidad de compositores norteamericanos vivos: a minimalistas y neotonales, ni agua.

Favorecido por un oído absoluto y una mente musical de primer orden, Boulez fue un autodidacta de la batuta

Favorecido por un oído absoluto y una mente musical de primer orden, Boulez fue un autodidacta de la batuta cuyo magisterio creció de manera exponencial con el paso de los años. Su repertorio prístino, centrado en la creación contemporánea y en la Segunda Escuela de Viena , se extendió luego a otros autores consagrados del siglo XX (Debussy, Stravinsky, Bartók) hasta llegar a la fuente de la que, en su opinión, arrancó todo: Wagner. El «Parsifal» que dirigió en 1970 en Bayreuth, cuna del culto wagneriano, es toda una declaración de intenciones. Boulez impone los «tempi» más rápidos de siempre y poco queda del «festival escénico sacro» que pretendía el autor. Es un «Parsifal humano», desacralizado y desestructurado, desde donde se otea el porvenir de la música.

Ejercicios de precisión

Con el paso del tiempo, la dirección orquestal fue absorbiendo las energías de Boulez en detrimento de la composición. Boulez era consciente de que por esa vía su nombre llegaba al gran público y tal vez en sus intenciones estuviera el que su renombre como director arrastrara una mayor difusión de sus creaciones. En parte fue así, en parte no. De todas las facetas de Boulez, la de compositor es la más cuestionada : su relevancia histórica no aplaca las dudas acerca de su vigencia y de su valor intrínseco.

He escuchado «Le Marteau sans maître» (1955), una de sus obras maestras, tres veces en concierto y varias veces más en disco. Es una partitura repleta de hallazgos concretos, pero a la postre se me antoja tediosa. Los grandes títulos de Boulez («Pli selon pli», «Répons», »Chiffres») fracasan a la hora de construir un discurso amplio, son minuciosos ejercicios de precisión que pierden de vista el horizonte global. Boulez ofrece lo mejor de sí en sus piezas más breves («Notations, «Sonatine«, «Dérive 1», Messagesquisse, «Anthèmes 1», «Incises), donde el preciosismo artesano, el virtuosismo instrumental , el gesto incisivo y nervioso, encuentran una formulación cabal.

Boulez fue un devoto de la estructura, de la construcción. Tanto su faceta creadora como interpretativa lucen una naturaleza ingenieril . La mirada clínica a la que somete las partituras no tiene igual. Para Boulez, la música era un dispositivo dotado de un determinado funcionamiento: le correspondía al compositor ponerlo en marcha y al director desentrañarlo. Falta posiblemente en él ese sentido del misterio que para Debussy constituía la esencia de la música, pero pocos han encarnado la vertiente cartesiana con la sagacidad de la que dio prueba Boulez durante décadas. Sin su presencia, resulta casi imposible imaginar el siglo XX musical.

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