HISTORIA

El bombardeo de Dresde: lluvia de fuego sobre civiles inocentes

Los angloamericanos organizaron tres oleadas principales encargadas de arrojar más de tres mil toneladas de bombas

La destrucción masiva de Dresde
Manuel P. Villatoro

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El 13 de febrero de 1945 fue, en palabras del historiador Sinclair McKay , una jornada tomada por un gélido viento que tiñó de un gris amarronado los edificios de Dresde . A pesar de ello, la vida no se había congelado y la urbe seguía tan vivaracha como siempre. Las dieciocho salas de cine de esta ciudad, ubicada unos 200 kilómetros al sur de Berlín , habían proyectado películas todo el invierno (hasta que los nazis ordenaron su clausura). Y el circo Sarrasani , emplazado en un auditorio que contaba con unas 4.000 localidades, seguía ofreciendo funciones de «caballos, elefantes, bailarinas y acróbatas» tanto a civiles como a soldados. Aunque, eso sí, sus trabajadores debían ser arios. Nada hacía pensar que, aquella triste noche, tres oleadas de aviones iban a dejar caer sobre las viviendas, fábricas y tiendas miles y miles de bombas con un único y triste objetivo: sembrar la destrucción y el caos.

Aquella jornada comenzó el bombardeo de Dresde. Una operación militar orquestada por los británico s que se extendió durante dos jornadas y que, además de cobrarse la vida de unas 25.000 personas (los números todavía crean controversia), marcó el comienzo de la «guerra total» como método para sembrar el pánico en el enemigo. La decisión de atacar la ciudad inició, además, una controversia que dura hasta hoy y que ya vivió el propio Winston Churchill en lo más profundo de su alma: ¿era lícito asesinar civiles a cambio de obtener la victora? El primer ministro se convenció de que era un mal menor, un acto «intolerable», aunque útil para «acortar el conflicto».

Mal menor

El origen de los ataques del 13 de febrero es difuso, aunque su desencadenante oficial hay que buscarlo en la Conferencia de Yalta , celebrada entre el 4 y el 11 de febrero de 1945. En ella, los mismos soviéticos que condenaron cuatro décadas después los ataques instaron al mando combinado a bombardear «las líneas de comunicación y embarque de tropas» que se hallaban ubicadas en «Berlín, Leipzig y Dresde». La finalidad no era otra que evitar que Hitler movilizara tropas a través de ellas y enviara refuerzos capaces de detener el avance del Ejército Rojo del mariscal Gueorgui Zhúkov. Ansiaban, en definitiva, que la tormenta enviada por Iósif Stalin arribara a la capital del Reich a toda prisa.

Los angloamericanos pusieron entonces los ojos sobre Dresde por su importancia como nudo de comunicaciones, por contar con una potente industria y por albergar a cientos de refugiados germanos que huían del Ejército Rojo. Unos 1.500, según las estimaciones. «Los británicos sabían que habían llegado a la ciudad desde las zonas rurales», desvela McKay. En sus palabras, el alto mando contó incluso con el caos que generaría esta superpoblación cuando las bombas cayeran entre los edificios. Las dudas iniciales sobre desatar el infierno en una ciudad llena de civiles pronto se disiparon y líderes como el mismo Churchill aceptaron las premisas del mariscal del aire inglés Arthur Harris (conocido como el «carnicero»), quien solo veía bondades en la «guerra total». «Esto tendrá más efecto en la lucha que cualquier otra cosa», llegó a afirmar este cruento personaje.

Tres oleadas

La pesadilla empezó en la tarde del jueves 13 de febrero, cuando despegaron de Swinderby y de otros tantos aeródromos cercanos los 244 bombarderos Lancaster de la RAF que protagonizaron la primera oleada. Estos iban precedidos de dos grupos de aeronaves. En primer lugar, un escuadrón de exploración con órdenes de lanzar sobre Dresde los llamados «árboles de Navidad» : «bengalas de un brillo hipnótico que revelaban las formas y contornos de la ciudad». Tras ellos volaban ocho versátiles aeroplanos De Havilland Mosquito encargados de señalar los objetivos. A las 22:03 los aparatos dejaron caer su carga. Los estallidos se sintieron en el pecho. Eran pesados obuses de «demolición» que buscaban destruir casas y terrazas. «Un impacto directo desintegraba la estructura de un edificio y causaba tal onda expansiva que incluso un avión a mil metros de altitud sentía el efecto», añade el autor.

Cuando la ciudad todavía asimilaba el primer ataque, una segunda oleada de 552 Lancaster despegó para seguir sembrando el caos. Esta vez, no obstante, iban llenos de bombas incendiarias, «más insidiosas» , según el historiador, ya que, cuando «penetraban en los tejados de los techos reventados y se encendían, las llamas se multiplicaban paulatinamente por las ruinas» y destruían hasta las viviendas más grandes. Sus explosivos cayeron, de lleno, en el barrio residencial a la 1:05 del 14 de febrero. Una tercera masa de aparatos, esta vez de 311 Fortalezas Volantes B-17 estadounidenses, dejó caer su letal carga sobre la ciudad poco después del mediodía, mientras todo ardía bajo sus alas. El último golpe se produjo el 15 de febrero y fue protagonizado también por aviones norteamericanos que no habían podido golpear a su objetivo primario (una planta de hidrogenación) por culpa de la nubosidad y se desviaron hacia Dresde.

Compañerismo

McKay recorre estas tres oleadas a través de los ojos de los habitantes de Dresde. Y los testimonios que ha hallado son espeluznantes, pero también esperanzadores. «Lo que más me sorprendió, y no debería haberlo hecho, fueron las demostraciones de amabilidad y ternura en mitad de aquella tragedia» , afirma. Un ejemplo fue el de uno de los pocos judíos que vivía todavía en la urbe mientras esperaba su deportación. «Escribió que sus vecinos alemanes actuaron durante el ataque como lo habrían hecho antes de la guerra y explicó que, incluso después de la llegada al poder del régimen nazi, le trataron como a uno más», sentencia.

La valentía de los más jóvenes también fue destacable y logró sobrecoger a McKay. «Aunque se vieron en mitad del horror estaban muy preocupados por los demás. No solo por sus familiares y amigos, sino también por personas que no conocían y por los refugiados. Esa superación me impactó: una niña que salió con su maletín médico de juguete para curar a los heridos , jóvenes que ayudaban a los refugiados y que no se escondieron cuando sonaron las sirenas...», finaliza.

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