ARTE / CINE
Benedetta Barzini, la modelo que eligió la misantropía
Un documental recupera la figura de la italiana, que en la década de los sesenta fue musa de Irving Penn, Richard Avedon o Dalí y un día, harta de la fama, lo dejó todo y se refugió en Milán
Hay personas a las que este confinamiento temporal con pinta de permanente les ha pillado algo más entrenadas, por no decir, casi, acostumbradas. Es cierto que, en su caso, la reclusión ha sido elegida, no derivada de un virus de procedencia y comportamiento desconocidos que tiene aterrada a media humanidad y descolocada a la otra mitad. Y no me refiero, claro, a la clausura monástica y conventual. Hablo de gente que vivió la vida loca, que cantaría Ricky Martin antes de romper el armario; que probó todas las frutas prohibidas del paraíso terrenal y, harta de tanto frenesí, decidió retirarse, literalmente, a sus aposentos, con toda la discreción de la que nunca hizo gala durante sus días de vino y rosas.
En España tenemos el caso, mediáticamente bien reciente, además, de Pepa Flores (no me la llamen Marisol, háganme el favor), que ni siquiera renunció a su privacidad a cambio de un Goya de Honor. Y en Italia el ejemplo más sonado es el de la cantante Mina, que lleva sin salir de casa para menesteres públicos desde 1979. Pero la artista que mejor ha versionado a los Beatles -elijan el idioma que quieran, me da igual- no es la única ermitaña con pasado glamuroso del país transalpino. Un documental reciente ha recuperado la figura de Benedetta Barzini, la primera modelo italiana que, a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, ocupó la portada de la edición estadounidense de la revista Vogue y, tras años de célebres correrías, renegó de la sociedad materialista y no quiso saber más nada de nadie, refugiándose en su casa de Milán.
Una vida de colorín
Allí, entre las cuatro paredes que llevan siendo su fortín desde hace décadas, su hijo, el cineasta Beniamino Barrese, la persigue con el objetivo de su cámara mientras ella, que fue objeto de deseo de todos los que tenían un foco en los sesenta, intenta esquivar su mirada, huidiza. Es la esencia de «La desaparición de mi madre» , película testimonial que puede verse en Movistar y ahora, en plena pandemia, ha alcanzado todavía más relevancia. Una actualidad con la que, sin embargo, no contaba su involuntaria protagonista, cuya vida daría para varios colorines de ese tiempo en el que ella hizo época.
Hija del periodista italiano Luigi Barzin Jr. y de la heredera Giannalisa Feltrinelli, el hecho de que su hermanastro fuera el editor Giangiacomo Feltrinelli es casi una anécdota si tenemos en cuenta todo lo que vino después. A los veinte años, mientras Benedetta paseaba, despreocupada, por las calles de Roma, se cruzó con la condesa Consuelo Crespi, adalid de la moda italiana de buena parte del siglo XX, que supo, nada más verla, que aquella muchacha había nacido para subirse a una pasarela. En cuanto Diana Vreeland, que por entonces ya era la todopoderosa editora de Vogue en Estados Unidos, supo de su existencia, a través de una fotografía, la invitó a viajar a Nueva York para que posara para Irving Penn.
Benedetta aceptó la propuesta, cruzó el charco y, en apenas unas semanas, comenzó una fulgurante carrera en el mundo de la moda. En Manhattan, la italiana era una habitual de las sesiones fotográficas de Ugo Mulas, Richard Avedon o Henry Clarke. Ellos la hicieron su musa, y ella, a cambio, obtuvo su amistad, con la que fue moldeando su nueva personalidad artística. También tuvo tiempo para intimar, desde el más platónico sentido del verbo, con Salvador Dalí y Marcel Duchamp. Y todo ello sin descuidar un ápice su trayectoria. En noviembre de 1965, fue el rostro del primer número de la edición italiana de Vogue, dirigida por su descubridora, Consuelo Crespi, y, poco después, hizo historia al ser la primera modelo italiana que ocupaba la portada de la mencionada revista en Estados Unidos.
No contenta con todo eso, a Benedetta le picaba el gusanillo de la interpretación, por lo que comenzó a dejarse caer por el famoso Actor’s Studio, en el que empezó a recibir clases y donde conoció al poeta y artista Gerard Malanga, del que se enamoró -llegaron a estar prometidos y él le dedicó algunos de sus versos más hermosos-. Una cosa llevó a la otra, y Benedetta terminó frecuentando la Factory de Andy Warhol, colaborador de Malanga.
Regreso a Italia
Tras tan intenso periplo estadounidense, en 1968, la italiana regresó a su país con intención de convertirse en actriz. Mantuvo un sonado romance con el cineasta Roberto Faenza que terminó en fracaso, y en 1973, harta de todo y de todos, abandonó el mundo de la moda en particular y del espectáculo en general. Se declaró marxista y abanderó el feminismo en las calles de Milán, combatiendo el materialismo y la opulencia. Recluida en su modesto piso, Benedetta ha vivido estas décadas sin hacer aspavientos, procurando pasar desapercibida hasta de sí misma. «Quiero desaparecer. Quiero desaparecer y no volver nunca más», se la escucha decir, una y otra vez, en el documental. «No lo sé, Ben, quizás sólo quiero morir», le dice a su hijo al final del metraje.
Cuando Beniamino Barrese le contó a su madre que quería hacer la película, ella lo comprendió. «Sabe que tenemos un vínculo muy fuerte y respetó que yo necesitara trabajar sobre esa conexión», argumenta el cineasta al teléfono desde Milán, mascarilla mediante, mientras camina por las calles desiertas sujetando su bicicleta.
Barrese rememora cómo a Benedetta le incomodaba la presencia de la cámara, «lo cual resultaba irónico, porque cuando posas como modelo trabajas con una máscara». El cineasta abrigaba la esperanza de que su madre se terminara implicando, pero su reacción fue justo la contraria. «Para ella fue una intrusión. Poco a poco me fui adentrando en su vida más íntima, que era lo que yo pretendía, pero no pude hacer todo lo que hubiese querido. Me sentía como si fuese una imposición por mi parte, y ella se sentía invadida, le resultó todo muy violento. También fue violento para mí, pero me sentía con derecho a retratar a esa mujer tan fuerte y carismática. Estaba en mi derecho de contar esta versión de la historia, porque, de otro modo, cuando tienes una progenitora tan poderosa, puedes acabar aplastado».
El rodaje, que empezó en 2016, se prolongó durante año y medio. Luego vino la presentación en Sundance y una gira por diferentes festivales del mundo. Y, entonces sí, Benedetta estuvo al lado de su hijo. «Fue como un viaje que hicimos juntos, mostrando lo que habíamos hecho. Fue emocionante ver cómo reaccionaba el público, porque la gente necesitaba ver el ejemplo de una mujer diferente».
Supervivencia
Hasta que llegó la pandemia, e hizo del elegido confinamiento de Benedetta una norma de supervivencia. «Al principio sentía rabia, y después le entró miedo y dijo: “No quiero morir por culpa de este virus, quiero morir como yo decida”. Ha respetado las normas muchísimo, de una forma que nunca había visto en ella». El cineasta explica que, cuando estalló la crisis, le decía: «A ver, mamá, siempre has querido vivir aislada, y ahora por fin lo estás haciendo». Pero a ella no le valía ese argumento, no estaba contenta. «Al final, después de más de un mes, reflexionó en voz alta y se dijo: “Tengo que estarle agradecida a este virus porque nos ha hecho reflexionar sobre cosas de nuestra sociedad que no funcionan”. Ahora está un poco triste, se encuentra cansada, me empieza a preocupar. Está muy sola, no le resulta fácil sobrellevar esta situación», remata Barrese, con una mezcla de inquietud y aflicción en su voz.