ARTE
Arte de «otra» forma, visto de otra forma
La exposición que se presenta en la madrileña Fundación Juan March muestra cómo la Segunda Guerra Mundial transformó radicalmente la manera en que los artistas se enfrentaban a la realidad
La exposición que llena estos días las salas de la Fundación Juan March se ocupa sólo de cierta pintura y de cierto tipo de fotografía (y no de otros) hecha en Europa y el Japón entre 1945 y 1965 –y se ocupa de ambas en estricta igualdad de condiciones–.
La pintura es aquella que desde los años cuarenta forma parte de la taxonomía habitual de la historia del arte con la denominación de «informalismo». La fotografía elegida –buena parte de ella publicada en fotolibros y, por tanto, sin la autonomía de que ha gozado y aún goza hoy la pintura– responde también a esa denominación, aunque incluye ejemplos de la influyente «Subjektive Fotografie» de Otto Steinert y sus discípulos, además de a cultivadores de la fotografía abstracta o de la fotografía experimental.
De todo ello da buena cuenta el subtítulo de la muestra. Pero, ¿y su título? ¿De verdad queda, a estas alturas de la incontenible, ubícua y continua avalancha de imágenes de la iconosfera digital en la que vivimos, algún resto, por minúsculo que sea, de lo que fue el mundo entre 1945 y 1965 que nunca se haya visto? ¿No resulta exagerado (y quizá hasta circense) titular así una exposición?
Decididamente no. No, si bajo esa expresión, bajo esa frase hecha, hay un potencial de comprensión lo suficientemente eficaz y fecundo como para justificar el riesgo de su elección. Y lo hay.
Para empezar, la expresión «lo nunca visto» se justifica porque nunca hasta entonces se habían visto una pintura y una fotografía como las que se empezaron a practicar tras la Segunda Guerra Mundial, durante la postguerra y hasta bien entrada la década de los sesenta. Las dos supusieron un «novum» en relación a las poéticas y las prácticas de la pintura y de la fotografía del período de entreguerras.
En segundo lugar, ese título se refiere a un acontecimiento que, con toda exactitud, nunca se había visto hasta los años cuarenta del pasado siglo y –con toda exactitud también– no se ha vuelto a ver desde entonces: precisamente el espectáculo literalmente nunca visto de la Segunda Guerra Mundial y de la postguerra, de la guerra a escala universal y global. Es verdad que antes hubo una Primera Guerra Mundial, la «Grand Guerre», pero aquella primera guerra limitó casi todas sus atrocidades a carnicerías cuya topografía se reducía básicamente a campos de batalla como Verdún, el Marne o Passchendaele y tantos otros. La sucesión de batallas en que la guerra consistía (o el lento paso del tiempo en posiciones y trincheras casi inamovibles) tenía lugar, sobre todo, en campos de batalla y tierras de nadie. La guerra tenía sus espacios –y eran casi exclusivos–.
La Segunda Guerra Mundial ya fue una guerra otra: una guerra total en la que casi todo se puso en pie de guerra en casi todo el globo, con una fiera universalidad nunca vista hasta entonces. En los campos de batalla, desde luego, pero también en las ciudades y en los pueblos, las carreteras, los bosques y caminos, las fábricas y los parques, la naturaleza, el mar, los ríos y el aire; estaban en guerra los militares y los civiles, los hombres, desde luego, pero también las mujeres y los niños y las máquinas y los animales domésticos y los salvajes.
Pero hay más: porque, a su vez, eso que no se había visto nunca tampoco se había visto nunca. La guerra no se había «visionado» a la escala global que el desarrollo de la fotografía y la imagen en movimiento permitieron en los años cuarenta: la Segunda Guerra Mundial añadió, a la fotografía casi pictorialista y a los románticos «war artists» de los ejércitos de la Primera, el teleobjetivo, la telemetría, el cinematógrafo, la fotografía y el corresponsal de guerra, los documentales y las películas de propaganda con filmaciones reales. La guerra se convirtió en una especie de gigantesco espectáculo negativo difundido casi en tiempo real en los cines, los tabloides y las revistas ilustradas de los principales periódicos del mundo: por primera vez no solo ocurrió que todo estuvo en estado de guerra y todos estaban en guerra, sino que todos «veían» esa guerra o, al menos, parte de ella.
Como la diferencia entre los campos de batalla y el resto de la geografía humana y de la naturaleza, también la diferencia entre combatientes y civiles –actores y espectadores– se esfumó en la segunda gran guerra. En cierto sentido, el carácter mundial de la guerra consistió precisamente en la eliminación de esa diferencia y el establecimiento de una especie de hecho bélico total, un espacio de conflicto potencialmente absoluto. No es casual que esa guerra total comenzara con la exigencia alemana de ampliar no tanto su «territorio» como, más bien, su «espacio vital» (su «Lebensraum», la expresión literalmente usada por Hitler) y terminara con un reparto del mundo entre las grandes potencias vencedoras.
Por último, tampoco se ha visto nunca la modesta pero decidida pretensión de este proyecto, tanto en el espacio de la exposición como en la forma peculiar que han adquirido intencionadamente estas páginas: la de ver «de otra forma» el informalismo; la de mezclar con toda la intención la fotografía, el libro y la pintura, en igualdad de condiciones y hasta sus últimas consecuencias. Tampoco eso se ha visto, porque no se las ha «expuesto» (en el doble sentido de esta palabra: el de exhibirlas y el de dejarlas arriesgadamente «expuestas») como se las ha mostrado y hecho públicas en nuestro caso.
Claro que, por supuesto, la pintura informalista, la fotografía de postguerra y el contexto sociopolítico de la Europa de postguerra han recibido, en publicaciones y exposiciones, la atención que merece cada una y también las tres categorías combinadas la han recibido y la siguen recibiendo aún hoy.
Pero «Lo nunca visto. De la pintura informalista al fotolibro de postguerra [1945-1965]» ha pretendido articularlas de una forma particular y con un objetivo específico. La exposición presenta la pintura del informalismo escoltada por la fotografía (y viceversa) con el deseo de que ambas sean vistas de otra forma. ¿De qué forma? Precisamente de un modo no «formalista» y con el doble objetivo específico de intentar «curarlas» por anticipado (o de curar su comprensión a día de hoy) de los estragos del tiempo y de los estragos –más eficaces porque resultan inadvertidos– del espacio.
La respuesta de pintores y fotógrafos a la formidable ruptura bélica de las formas que supuso la guerra se quiere mostrar aquí así porque tanto el tiempo transcurrido desde la experiencia radical de la postguerra como las formas convencionales de presentar el arte en los aislados, neutros y «objetivos» espacios museísticos tienden a reducirla, paradójicamente, al mero formalismo que nunca fue. Ningún arte ha sido nunca «sólo» arte –y quizá el informalismo sea, de todos, el que más se resista a ello–.
La realidad supera al arte
Lo cierto es que el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial vio nacer una pintura y una fotografía radicalmente distintas a las del período de entreguerras. Ambas se cuestionaron la noción misma de «forma», y no únicamente como un experimento formal, sino también porque la realidad había superado una vez más al arte: la guerra, como se ha dicho, no fue otra cosa más que un gesto destructivo a escala global de las formas de lo humano y de la naturaleza. Y a eso nunca visto hasta entonces en esa proporción respondieron pintores y fotógrafos desde 1945 hasta bien entrados los años sesenta con las extremas –pero proporcionadas– formas de lo informe que llamamos genéricamente «informalismo».
Por supuesto que, como siempre, los artistas, que «vienen hasta nosotros desde el futuro» (en palabras de Wyndham Lewis) ya habían presagiado antes de los años cuarenta esa guerra a escala global y la devastación de la historia y de la geografía que iba a traer consigo. En este sentido, la pura tematización de la guerra por parte de la pintura y la fotografía a partir de 1945 no fue algo nunca visto, no empezó a partir de esa fecha: tuvo precedentes. El futurismo y el surrealismo, por ejemplo, ya habían anunciado (y celebrado) la guerra como un acto de «verdadera higiene del mundo» (como dijo Marinetti), que limpiaría eficazmente la realidad de su anticuado pasado para hacer sitio, de una vez por todas, a lo radicalmente nuevo.
Más cercano a nuestra época, quizá uno de los ejemplos más significativos y menos conocidos de esa presciencia sea el de una obra de Max Ernst titulada «Europa nach dem Regen I» («Europa después del diluvio I»), de 1933. Ernst presenta en esta obra, pintada aún bajo la impresión de la Primera Guerra Mundial, aunque casi quince años después, una geografía vagamente reconocible: percibimos la fisonomía desfigurada de un continente en la que, como ha escrito un comentarista recientemente, «por más que lo intento, no puedo descubrir Europa». No reconozco a Europa en su mapa: otra vez «lo nunca visto».
El mapa de Max Ernst combina la inocente apariencia de un mapa físico casi escolar (con sus colores ocres y vegetales, y lo que parecen itinerarios o fronteras en líneas discontinuas rojas), con una geografía surrealista que anticipa proféticamente algo que se haría muy real muy pronto: las nuevas costuras de un mapa de Europa que empezaría a ser irreconocible a partir de la acelerada invasión alemana de Polonia que dio comienzo a la guerra.
Pero la pintura de Ernst (incluso a pesar de que su aspecto de densa masa encefálica extendida por el lienzo recuerde las texturas de un Fautrier, los materiales de un Tàpies o las torturas al soporte de un Burri) es aún un ejemplo típico del paisaje surrealista de los años treinta, el que se consigue con la introducción de elementos extraños en un espacio cuya forma, al menos inicialmente, nos resulta familiar, en continuidad histórica con la poética y los postulados de la vanguardia surrealista.
Esa continuidad la interrumpiría abruptamente la Segunda Guerra Mundial: porque al cubismo, los expresionismos o el surrealismo les sucedió una forma de pintura que se cuestionó pictóricamente y de un modo muy radical precisamente eso: su «forma». A ese «otro» arte dio voz ya desde 1952 el crítico francés Michel Tapié en su libro «Un art autre» («Otro arte»), cuyo subtítulo, «Où il s’agit de nouveaux dévidages du réel» («Cuando se trata de nuevos vaciados de lo real»), ya avanzaba el deseo de tratar las nuevas formas, los nuevos «dévidages» (vaciados) que habían acontecido a lo real.
El cuestionamiento de la forma, por supuesto, afectó enseguida a lo más visible: la materia. La pintura de postguerra en toda Europa, en efecto, empezó a servirse de «otros» materiales, de baja extracción y muy distintos a los serios y convencionales materiales de la noble pintura moderna: arenas, yesos, cartones, papeles, arpilleras, trapos y tejidos y toda clase de residuos y despojos; los artistas los utilizaron torturándolos, combinándolos, fragmentándolos, destruyéndolos o construyendo con ellos sobre el lienzo superficies y masas –en ocasiones muy densas– de materiales heteróclitos de apariencia informe o deformada, y trabajados de formas también nuevas: con las manos, con espátulas y paletas; embadurnándolos, cosiéndolos, rasgándolos, pegándolos (y despegándolos), manchándolos o pintando con ellos.
La fotografía, por su parte, fijó su objetivo sobre objetos, materiales y texturas semejantes, frecuentemente fotografiados en vertical, sin disponerlos ni levantarlos del suelo. Los gestos de la pintura y la fotografía, en fin, cambiaron tanto como sus materiales y sus soportes, porque su tema había pasado a ser ella misma y sus formas –o mejor: sus deformaciones–. La mirada más distraída a las obras seleccionadas para esta exposición no dejará de reparar en esto. Desde el punto de vista de los materiales, a lo que más se asemeja la catalogación de muchas de las pinturas escogidas es al inventario de un almacén de derribos y desechos, a un taller de desguace o a una empresa de desahucios. Y las fotografías, muchas de ellas, podrían constituir –salvando su especificidad– el registro de imágenes más fiel de ese repertorio de residuos.
Un mundo desfigurado
Naturalmente, esa transformación de la pintura no respondió solo a experimentos puramente «formales»: el deseo por hacer «otro» arte por parte de los pintores informalistas no fue, en absoluto, ajeno a la experiencia universal de la guerra, porque, de una manera muy evidente, la guerra –esta vez verdaderamente «mundial»– había dado a prácticamente todo el globo, desde Europa a Japón, otro «vaciado». Literalmente, la potencia destructora de la guerra había hecho pedazos, desfigurándola y deformándola, la fisonomía material y espiritual de todas las formas civilizadas, desde las de los seres humanos hasta las de los monumentos, las ciudades e incluso las de la propia naturaleza.
Ni el arte podía obviar esa destrucción ni quiso tratarla con formas del pasado. Tras la contienda, rotas las formas de lo real, pintores y fotógrafos buscaron nuevas posibilidades plásticas: el canon de las vanguardias había sido, de algún modo, una víctima más del conflicto. Responder al holocausto y a los campos de exterminio y trabajo, a Auschwitz y a Siberia, a Hiroshima o a las fotografías que la prensa gráfica y los documentales publicaban sobre los horrores acontecidos –masivas masacres de civiles, bombardeos incendiarios sobre Londres y Berlín o sobre ciudades con poca o ninguna importancia militar como Coventry, Dresde o Hamburgo, deportaciones en masa, desolación, muerte y destrucción– no era tarea fácil; pero tanto la pintura como la fotografía se aplicaron a ello con obras que aún hoy impresionan y conmueven.
Y sin embargo, es muy posible que hoy, setenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial –cuando la memoria ya no está viva y apenas hay testigos oculares de la catástrofe–, esas deformadas y abstractas formas de arte sean percibidas –precisamente hoy y precisamente al ser «expuestas»– sobre todo «formalmente»: como una corriente pictórica más que añadir a la historia del arte, separada del terrible contexto al que respondía y al que se sobrepuso con gestos de una fuerza casi sin precedentes.
El tiempo, como es sabido, es una eficaz máquina de producir olvido: se olvida y se pierde el sentido originario de lo que ya pasó. Ese olvido, claro está, no solo no nos permite comprender lo que algo significó en el pasado, sino que ni siquiera nos deja ser conscientes de que debamos comprenderlo –porque lo hemos olvidado–. El principal estrago del tiempo es que aleja los hechos de nosotros y, antes o después, convierte todo en algo que nadie ha vivido ni experimentado. Si sabemos algo de lo que ocurrió, desde luego no lo sabemos por experiencia propia, y muy frecuentemente ni siquiera lo sabemos. Ocurre que lo hemos olvidado, es decir: que no sabemos que no lo sabemos.
Por su parte, el principal estrago del espacio no se produce porque aleje los acontecimientos (o, más bien, los objetos y las imágenes y las palabras ligados a los acontecimientos, como las obras de arte), sino más bien porque los acerca. Ocurre que en determinados espacios los objetos son «acercados» –incluso si se hace con el deseo de recuperarlos y hacerlos presentes «aquí y ahora»– imponiendo unas condiciones que precisamente nos los alejan. Esos espacios son, aparentemente, inocentes; en realidad, si no se toma conciencia de que no lo son (o no se los pone en cuestión), su efecto sobre imágenes y objetos es violento, como lo sería dejar a un herido en una morgue o a un enfermo leve en una unidad de cuidados intensivos. En ambos casos el espacio causaría una especie de herida o afrenta doble al herido y al enfermo –una herida o una enfermedad encima de la que ya padecen–. Aunque no lo parezca, un museo o una exposición pueden y deben (y por eso suelen) ser espacios de ese tipo.
La cura contra «el ataque del presente al resto del tiempo» (la frase es el título de una de las películas de Alexander Kluge) es, como se sabe, la conciencia histórica, la recuperación de la memoria y, en suma, la puesta en práctica del pensar como un «ver en el tiempo» (la expresión es de Mijaíl Bajtín, quien la hizo sinónima de la capacidad de juzgar y de comprender el pasado).
Por su parte, la cura de los estragos del espacio en los objetos del pasado es más difícil, porque esa cura no solo tiene que ver con las formas de comprender esos objetos en el tiempo, sino, precisamente y sobre todo, con la forma de exponerlos en el espacio. Y esa cura es tan especialmente pertinente como ardua en el caso de esos objetos tan peculiares que son las obras de arte.
Los ensayos de Juan José Lahuerta, María Dolores Jiménez-Blanco y Horacio Fernández en el catálogo de la exposición se ocupan de la pintura y la fotografía del informalismo desde ángulos distintos, pero todos tienen en común –desde sus títulos– que las obras de arte interpretadas, comentadas y analizadas en ellos en ningún caso han sido sometidas a análisis puramente formalistas, iconológicos o iconográficos: en sus aproximaciones –en las que se oyen ecos del «Pictorial Turn» y la «Bildwissenschaft» de autores como Boehm, Didi-Huberman o Freedberg– a las pinturas y las fotografías se las indaga desde el punto de vista de su uso, de su poder, de su situación en el tiempo histórico –de su mezcla con los asuntos humanos–. Esa aproximación «impura» desde el punto de vista metodológico es la que ha impregnado la modesta pero decidida investigación cuyo resultado son esas páginas y la exposición a la que acompañan.
Voluntad originaria
Hay un punto, en nuestra opinión, en el que podrían solaparse la dialéctica que plantea Juan José Lahuerta entre la imagen y la palabra en torno a esa pintura «con restos humanos» que quiere representar lo aparentemente irrepresentable; y esa humanidad doliente de la pintura que describe María Dolores Jiménez-Blanco en su texto; y la discreta referencia de Horacio Fernández, en el suyo, a la experiencia kantiana de lo sublime (aquello aterrador que podría destruirnos, pero cuya contemplación nos fascina y remueve estéticamente porque lo contemplamos desde un lugar seguro, como la cabina del Enola Gay sobrevolando Hiroshima).
Ese punto común podría consistir en la convicción de que, probablemente, en el presente blanco y objetivo de los espacios neutros del museo, tan aptos para la contemplación ensimismada de las obras de arte, no hay, ni para las pinturas «pese a todo» y «con restos humanos» ni para la «negra mañana luminosa» de cierta fotografía, posibilidad alguna de ser entendidas, juzgadas y apreciadas de acuerdo a la originaria voluntad que las hizo ser, a menos que ese espacio «sublime», neutro y «objetivo» se convierta en un espacio impregnado de historia.
Esa es la razón por la que «Lo nunca visto» presenta juntos la pintura, la fotografía y el fotolibro de postguerra, con la pretensión de que el espectador se sumerja en el contexto histórico del momento y pueda entender la ruptura que los artistas llevaron a cabo tras la contienda coincidiendo en una especie de «lingua franca» pictórica.
Por eso, la selección de obras se ha llevado a cabo teniendo en cuenta la relación entre ellas y dando cabida a un tipo de fotografía que insinúa planteamientos paralelos a los de la pintura, con trabajos como «Chizu - The Map» («El mapa») de Kikuji Kawada; a la relación existente entre la abstracción europea de postguerra y los artistas de la «Subjektive Fotografie» alemana, con fotógrafos como Hermann Claasen, Helmut Lederer, el propio Otto Steinert o el español Francisco Gómez; al fotolibro y a aquella fotografía que se mueve en el territorio mixto del documento fotográfico y la forma artística.
El deseo de dotar de contexto a las obras de arte (que obviamente también exigen su derecho a ser juzgadas como tales, con la autonomía que no tendrían si fueran puros índices documentales de un contexto histórico)se ha llevado también a la forma del catálogo: una de sus partes recoge con toda la acribia necesaria y aplicando todos los usos metodológicos habituales las obras en exposición; y otro –este– en el que se publican los textos interpretativos, se presenta como un periódico que abraza a aquel y lo dota del contexto histórico que dieron a esas obras de arte los sucesos diarios que daban cuenta y modulaban el mundo en el que fueron creadas.
En pintura, la muestra compagina la presencia de artistas y fotógrafos muy conocidos (como Pierre Alechinsky, Karel Appel, Alberto Burri, Jean Fautrier, Jean Dubuffet, Georges Mathieu, Pierre Soulages, Wols o los españoles Antonio Saura, Rafael Canogar, Manolo Millares, Fernando Zóbel, Gustavo Torner o Luis Feito, entre otros muchos) con magníficos desconocidos (Natalia Dumitresco, André Marfaing o Georges Noël), entre los que además destacan un vigoroso grupo de artistas checos (Jan Koblasa, Jan Kubíček, Pavla Mautnerová o Jiří Valenta, entre otros) que vienen a representar la vigencia de la respuesta informalista desde aquella parte de Europa que, al acabar el conflicto, quedaría cortada en frío y separada en otro bloque, bajo el dominio soviético.
En la exposición y en el catálogo, la fotografía de postguerra, que aliada con el libro produjo con doloroso talento, tanto en Europa como en Japón, verdaderos documentos de la catástrofe que son, al mismo tiempo, genuinas formas artísticas completamente nuevas, se mezcla continuamente con la pintura. Ambas comparten un destino común que es el típico de las formas artísticas de la postguerra: que aunque el arte siempre se haya abierto paso tras la devastación, creando nuevas formas con los restos del pasado, cuando lo que se deforma es la forma misma de lo real, los artistas pueden decidir –en vez de representar la destrucción de las formas– escenificar el drama de lo informe en el propio arte. Y eso hicieron tras la guerra, con variada radicalidad y hasta terrible belleza, los pintores y fotógrafos aquí reunidos.
El contenido de la exposición no es ajeno a los cambios que se produjeron en el mundo entre las dos fechas que marcan el lapso temporal de esta exposición, la postguerra inmediata de 1945 y la mitad de los años sesenta. Quizá uno de los documentos más significativos del cambio de mentalidad que va modulándose a lo largo de esos diez años sea «Bomb», el poema de 1958 de Gregory Corso, con su ambigua fascinación ante el paradigma del terror que había puesto fin a la guerra: la bomba atómica: «Empuje de la Historia / Freno del Tiempo / Tú Bomba / Juguete del universo / El más grandioso arrebato al cielo / No puedo odiarte […] / Te canto a ti, Bomba / extravagancia de la Muerte / jubileo de la Muerte / Gema del azul supremo de la muerte […]».
Los estremecedores versos de Corso no tienen ya solo el dramatismo de las materias y los gestos pintados y fotografiados bajo la inmediación del final de la contienda. En ellos se despereza una sensibilidad –la de los años sesenta– que, aunque todavía comparte con la pintura y la fotografía de postguerra la fijación por el vaciamiento de las formas, ya está configurando formas nuevas: es obvio que entre «Trapped Canvas» («Lienzo atrapado»), de Salvatore Scarpitta, y «Un jour à Amsterdam» («Un día en Ámsterdam»), de Gérard Deschamps, hay un mundo en transición: las ropas sucias, viejas y desechadas del primero ya han dejado paso a los bikinis estampados y la ropa veraniega y festiva del segundo.
La exposición no podía no incluir la obra de Wolf Vostell y de los pintores del Nouveau Réalisme francés (François Dufrêne, Raymond Hains, Mimmo Rotella o Jacques Villeglé, entre otros), cuyos décollages de carteles publicitarios sobre cine, política y comercio anticipan –como en una especie de negativo fotográfico de lo que enseguida sería el pop– el cambio de conciencia que advendría en Europa a partir de mediados de los años sesenta, y que se materializaría en formas artísticas más bien celebratorias de una realidad social que había pasado de las privaciones de la postguerra al ambiente fuertemente impregnado por el consumo y la publicidad, el propio del capitalismo global, la economía social de mercado y el estado del bienestar, en el que hoy seguimos viviendo.
Como un lejano eco de los grafitis con caracteres cirílicos que los soldados del Ejército Rojo realizaban en las paredes reducidas a ruinas del Reichstag berlinés, en los «affichistes» aún hay un gesto, el de desgarrar y «despegar» (que tan bien encarna, aprovechando la noticia del «décollage» del avión en una de las noticias de su primera página, el «Le Figaro» de Vostell), más cercano a la conciencia viva de la destrucción que a la celebración del presente. El pop pronto se serviría de esos mismos soportes de la publicidad comercial e ideológica, no para deformarlos, sino para transfigurarlos en objetos de la alta cultura. Veinte años después del final de la guerra, el «aprendizaje del dolor» (citando a Carlo Emilio Gadda) de la postguerra empezaba a ser un expediente cerrado: había llegado el turno de otro tipo de milicia, la del ejército psicodélico de la banda de los corazones solitarios del Sargento Pepper con una nueva sensibilidad.
Indemnizar contra el tiempo
Nadie sale indemne de una guerra ni de una postguerra –tampoco el arte–. Pero las instituciones del arte –su historia y sus museos, sus espacios de colección y exhibición– son instituciones que precisamente «indemnizan», que expiden a las obras de arte inmunidad frente al desgaste, la deformación y el paso del tiempo. Por eso, a la vez, deben forzar su naturaleza para que las obras de arte no «pierdan su tiempo» al ser acogidas en esos espacios atemporales.
En uno de sus numerosos cuadernos de apuntes, el pintor Fernando Zóbel dejó copiada a mano una misteriosa frase de Walter Benjamin: «La realidad quema la imagen». Quizá la pintura y la fotografía de postguerra se salven de ese «dictum» con la mayor justeza: la realidad nunca vista de la Segunda Guerra Mundial «quemó» la imagen que de la guerra se había tenido hasta ese momento; quemó sin vuelta atrás las posibilidades de hacer representable el horror y lo terrible como se había hecho hasta entonces, por la vía de la representación o la mímesis. Así que la pintura decidió reaccionar dando un paso más y tomando la precaución de inmolarse, que es la forma no ya de representar los padecimientos de la forma, sino de escenificarlos en carne propia. Y así consiguen llegar esas obras hasta nosotros, porque las únicas imágenes que la realidad no acaba quemando son las que se adelantan ellas mismas a hacerlo. Hacerse el muerto, al fin y al cabo, es una forma de seguir vivo. Esas imágenes han sobrevivido sobre el papel fotográfico y sobre los materiales más diversos y así han llegado hasta nosotros y nos piden, con toda seguridad, que las miremos y las entendamos sin olvidarnos de aquellas duras fechas que nos recuerdan cada uno de sus cumpleaños.