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Álvaro Pombo, ese invierno de la senectud

Dueño y maestro de un estilo depurado y culto, en esta obra sobrevuelan unos excesos que lastran su discurso sobre la vejez

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Álvaro Pombo (Santander, 1939), que ha retratado muy bien en las últimas novelas a las mujeres al edificar sus tramas sobre recuerdos familiares de una burguesía piadosa e impía, se atreve ahora con otro gran tema, el de la vejez, más bien la decrepitud, que en su novela se desarrolla, cuando alcanza sus mejores momentos, como si fuese una tragedia shakesperiana y ejecuta la idea del mal, de quien necesita el mal para sentirse vivo. Tal es el caso de Horacio, vizconde de la Granja, en el friso de sus ochenta años, ese invierno de la senectud.

Es difícil especular con lo que habría ocurrido si Pombo hubiese escrito una obra de teatro, una tragedia, en vez de una novela. Seguramente habría evitado el que considero el talón de Aquiles de su ejercicio literario: su narración está hecha desde fuera, pero su narrador es omnipresente, tanto que termina por dominar a sus criaturas en un espectáculo demiúrgico que acaba siendo poco creíble por lo que sus personajes tienen de «exemplum» de una tesis y que por esa vía devienen marionetas sin voz propia. Todo en esta novela está concebido como una tesis acerca del intento de un personaje por sobrevivir, como un Dorian Gray , a su deterioro, su vejez. Es más, la idea de que sus familiares encarguen un retrato de este Horacio, vizconde de la Granja, redunda esa tesis intertextual con Oscar Wilde .

Arcaísmo

Pero este motivo central, al que arranca escenas y diálogos mejores cuantos más perversos , conviven desgraciadamente con dos lastres que en esta esta novela se superponen. El primero es que ha extremado su intelectualismo latinesco, con un lenguaje que a menudo mezcla el latín de la escolástica, con terminología tomada de la ontología heideggeriana y la fenomenología sartreana.

Pero a menudo descuida su dosis, de manera que el lector puede en cierto momento leer: «La altanería "leibniziana" del intelectual trajeado de Horacio -el optimismo de la "percepturitio" como un afán de nuevas percepciones- se ha ido transformando en el último año en una analogía de parálisis "agitans"». Continúa el párrafo hasta culminar en definir la agitación del vizconde desde su peculiar «evagatio mentis circa illicita». Cualquiera que conozca la literatura de Pombo perdona lo que no cabe percibir en él como impostura pedante, sino como extravagante arcaísmo de una formación insólita y fecunda, que sin embargo no favorece a su novela . El otro lastre, también muy pombiano, es el excurso de Miriam y su catecumenado católico, que distrae del asunto central y que como personaje queda muy lejos de las soberbias figuras femeninas de otras novelas.

Conforme se iba desarrollando la trama, he ido percibiendo lo mejor de ella como una dialéctica trágica entre Aaron, el hijo homosexual, y Horacio, como un Caliban y un Narciso, en que el monstruo del padre se transforma para seducir al amante del hijo, en postrer gesto de su anulación y muerte. Una ostentosa afirmación de su poder. Es poder de la inteligencia, pero no oculta, sin embargo, la debilidad de un cuerpo que quiere sobrevivir matando, como muestra del ejercicio último de vindicación frente a su muerte lenta, esa vejez no aceptada que huele mal, a la que ha arrancado Pombo soberbias imágenes resueltas en impías crueldades . No he dejado de pensar que esta menos lograda novela habría alcanzado a ser muy buena tragedia.

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