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Kennedy Toole, de suicida a premio Pulitzer

Kennedy Toole se quitó la vida en 1969, desesperado por no encontrar editor para «La conjura de los necios». La novela vio la luz en 1980 y un año después logró el Pulitzer. En su biografía, Cory MacLauchlin acaba con su etiqueta de maldito

Kennedy Toole, de suicida a premio Pulitzer

rodrigo fresán

La vida y obra del suicida temprano y prócer literario inmortal John Kennedy Toole (Nueva Orleans, 1937-1969) tiene un lado bueno y un costado malo y muy pero muy peligroso.

El lado bueno es la comprobación de que la justicia es lenta pero llega; y de que una novela como La conjura de los necios (1980), después de ser rechazada por demasiados sellos literarios, se convierte en galardonado-por-todo-lo-alto clásico instantáneo y best long seller universal, con la bendición de un prestigioso autor, Walker Percy, que consiguió que finalmente lo publicara una pequeña editorial universitaria.

El costado malo es que, caso excepcional, contribuye y alienta a que muchos portadores de manuscrito inédito y repetidamente rebotado piensen «¿Por qué no yo también?» y se sientan con derecho a la genialidad y a la consagración sin, como Toole, necesidad de borrarse del mapa. Advertencia pertinente para impertinentes sueltos por ahí: no sobran los Toole y no abundan títulos como La conjura de los necios.

MacLauchlin descubre el tránsito de un hombre feliz hasta que ya no pudo serlo

La biografía de Cory MacLauchlin –cuyo título sale de un inédito de Toole– revisita una saga íntima y privada ya conocida en su momento. Y (son muchos los que atribuyen el éxito planetario de La conjura no sólo a cómo narra lo que narra, sino al morbo de la historia antes y detrás del libro) cuenta el cuento de algo que puede ser leído como una suerte de contra-trama de la comedia maestra de Toole. Una tragedia en la que Toole es a la vez doctor Frankenstein y monstruo.

Un hijo prisionero

Toole como una versión light, pero para nada ligera, de ese fastalffiano y quijotesco y flatulento y locuaz y loco Ignatius J. Reilly; entendiendo las efusiones de su válvula pilórica como profecías; invocando a Boecio venga o no a cuento; cruzándose con un desfile de personajes cada vez más bizarros (Myrna Minkoff, el patrullero Mancuso, el matrimonio Levy, Miss Trixie, Dorian Greene, Santa Battaglia y un larguísimo etcétera) que se pierden y se encuentran por los callejones de una ciudad tan única como este hijo dilecto suyo. Un hijo prisionero de la órbita de una madre, Thelma Toole, tan poderosa como la de Norman Psicosis Bates y, a su manera, igual de genial, que no se rendirá hasta que –previa destrucción de la nota de suicidio de Toole– el torturado fantasma de su vástago no reciba lo que se merece. Y descanse en paz.

Esta opción tan seductora como cómoda –la del freak idiota savant recamado de traumas y taras– había sido la escogida por una biografía anterior de Toole (Ignatius Rising, de René Pol Nevils y Deborah George Hardy, 2001), hoy considerada efectista y poco rigurosa y hasta cruel para con su sujeto, y parcialmente corregida con modales de memoir en Ken and Thelma: The Story of «A Confederacy of Dunces», de Joel Fletcher, amigo de la familia.

«La conjura» se considera la «aberración» canónica de la literatura sureña

Lo de MacLauchlin (quien ahora planea la biografía de otra rara avis de las letras: el gran James Purdy) admite la existencia de piezas que faltan en el puzle y vistas imposibles de contemplar en su totalidad, dada la reserva casi patológica de su investigado. Y opta, en cambio, por apartar al sexualmente difuso y muy privado Toole del malditismo automático y reflejo (aunque, sí, tuvo a su cargo por un tiempo un puesto de hot-dogs y trabajó en una fábrica de pantalones) y por seguir y descubrir el hasta ahora impensable tránsito de un hombre feliz hasta que ya no pudo seguir siéndolo.

El Kennedy Toole de Mac-Lauchlin es alguien querido por sus amigos, dotado de un gran talento (a los dieciséis años el precoz Toole ya ha terminado su primera novela, La biblia de neón, publicada en 1989), estudiante graduado con honores, dotado para la actuación y el baile y el periodismo y la imitación de todo aquel que se le pusiese a tiro, y muy respetado en la escena académica, convirtiéndose en el profesor más joven y más adorado por sus alumnos en la historia del prestigioso Hunter College.

Efímero genio

Después, enseguida, la imposibilidad de colocar La conjura de los necios, escrita en Puerto Rico durante su paso por el ejército (el célebre editor Robert Gottlieb y la prestigiosa agente Candida Donadio estimaron que tenía posibilidades pero que «no trata de nada»); y una espiral depresiva y paranoica; y una noche oscura en la que conducir hasta las afueras de Biloxi y conectar una manguera al tubo de escape de su auto y meterse ahí dentro y subir las ventanillas y adiós.

Un canonizador Pulitzer póstumo y millones de ejemplares después, La conjura de los necios está considerada hoy «aberración» canónica de la literatura sureña Made in USA (por momentos suena a mutación mixta de Tennessee Williams, Flannery O’Connor y los Hermanos Marx), joya universal cómica, y –según Anthony Burgess , quien la incluyó entre los grandes libros del siglo XX–, «una de esas novelas de las que uno no puede dejar de citar partes». Y John Kennedy Toole está catalogado como un verdadero y efímero genio que no supo ser comprendido por la necedad de un entorno carente de toda «teología y geometría».

Ha resultado imposible hasta la fecha llevar a Ignatius al cine

En cualquier caso, están los que aman a Reilly, pero también los que lo odian y sostienen que la cosa no es para tanto. (En lo personal, la mía fue una de las experiencias más extrañas e inolvidables como lector: comencé a leerlo, no me parecía nada especial ni mucho menos gracioso, hasta que en algún momento de las primeras cincuenta páginas algo hizo clic y ya no pude parar de reírme y emocionarme con ese final abierto con nuestro pesado caballero andante y su volátil doncella cabalgando hacia el horizonte.)

A pesar de tener broncínea estatua propia en Canal Street, Ignatius sigue dando problemas. Ha resultado imposible hasta la fecha llevar a Ignatius al cine, y son muchos los que aseguran que el proyecto está maldito. Candidatos al papel como John Belushi o John Candy o Chris Farley murieron jóvenes, y en un momento John Waters pensó en Divine como protagonista. Intentos con Stephen Fry y John Goodman y Will Ferrell se quedaron junto al camino, el huracán Katrina aparcó indefinidamente el intento del director Steven Soderbergh, y ahora se habla de un nuevo round con Zach Resacón en Las Vegas Galifianakis. Quién sabe.

Una cosa es y será segura: el libro –mientras rezamos a Santo Tomás de Aquino para que a ningún ladrón de tumbas se le ocurra escribir la continuación– es y va a seguir siendo mejor que cualquier película.

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