Esperando al lector. Los escritores cuentan lo que sucede dentro de las casetas
Así pasan el tiempo los escritores dentro de las casetas de la Feria del Libro. Aguardando el milagro de la firma durante horas. Nos lo cuentan Marta Sanz, David Monteagudo, Marwan, Andrés Ibáñez y Lorenzo Silva
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12345«¿Tú eres tonta o qué te pasa?», por Marta Sanz
Tengo la impresión de haber escrito este texto unas diez veces. El número de veces que se corresponde con la mitad de años que llevo publicando. He escrito sobre mi sensación de estar detrás de una mampara. De ser pez que boquea tras el cristal. De los reencuentros con compañeras de clase o con alumnos que se han convertido en espléndidos actores. Del ridículo, cada día más amortiguado, que se experimenta cuando alguien viene directo hacia ti, mirándote a los ojos, y tú notas la picadura de la vanidad, coges tu bolígrafo y ese, que era tu lector, te pregunta un precio: el nimbo del autor –masculino y en mayúsculas– se desvanece y se confecciona sobre tu joroba el guardapolvo de aquellos tenderos que llevaban el lápiz detrás de la oreja.
He contado chascarrillos verídicos que parecían mentiras como el de la señora que pensaba que me habían contratado para dedicar, en nombre de otros, cualquier libro de la caseta. Mi oficio sería el de dedicadora titulada y tendría que robar el apellido y la caligrafía de Saramago, Grass o Highsmith. Revivir a los muertos que habrían autografiado un volumen en una feria celebrada después de su defunción.
Sin embargo, tal vez aún me queden una par de cosas que contar. Una tiene que ver con la empatía: antes, si solo me visitaban los amigos fieles, yo me daba lástima; ahora me la dan los pequeños libreros que, con una esperanza y una ingenuidad sin las que no podrían desempeñar su trabajo, acopian cajas y cajas con mis libros. Me los imagino después recogiéndolo todo. Notando el peso exacto, descargado de expectativas, de las cajas de cartón.
También tengo una anécdota: un día estaba firmando con otra escritora en la caseta de un gran comercio cultural y, de pronto, Elsa Pataky se sentó a nuestro lado. Venía a firmar unas tablas de gimnasia. Inmediatamente se formó una cola delante de Elsa Pataky y una niña, que iba cogida de la mano de su madre, se paró levantando la misma polvareda que el Correcaminos cuando frena en seco: «¡Mamá, mamá! ¡Mira! ¡Elsa Pataky! Vamos a que nos firme un libro. ¿Mamá?» La madre torció la boca: «Hija mía, ¿tú eres tonta o qué te pasa?» Menos mal que, entre el ruido del tótum revolútum, ciertas madres agrias contrapesan con sus exabruptos el peso catódico de otros bombardeos. De otra educación.
«Atraer con la mente a los curiosos», por David Monteagudo
Después de la locura de un solo día, frenética y masificada, del Sant Jordi barcelonés, la editorial me mandó a la Feria del Libro de Madrid. El contraste entre el primero y la segunda era enorme. Llegué a las casetas caminando entre árboles frondosos, por senderos de tierra y de grava, en la mañana tibia y soleada del Parque del Retiro. El librero en persona me acogió en mi primer destino; hablamos un buen rato, y al final acabé comprándole una edición preciosa de El capote, de Gógol. La ceremonia de las firmas, del contacto con los lectores, era aquí más íntima, más apacible. La de Madrid es una Feria de libreros, de lectores que no sólo compran las rabiosas novedades, sino que curiosean sin prisas por las casetas.
Así la viví yo, autor minoritario, con todo el tiempo del mundo para trabajar las dedicatorias, para intentar personalizarlas sin caer en ningún tópico, cruzándome con los otros autores, con los famosos de verdad, en los paseos de una caseta a otra, reconociéndolos desde la seguridad del anonimato. Recuerdo que me crucé con Luis Landero, y no, no le dije nada, no me atreví a felicitarle, a agradecerle las cien primeras páginas de Juegos de la edad tardía, que releo cíclicamente, cada dos o tres años, con verdadero placer. Recuerdo, por la tarde, un sol feroz que me daba en la cara mientras intentaba atraer con la mente a los curiosos; mientras otro astro, igualmente despiadado pero en este caso mediático, acaparaba todas las firmas y todos los lectores, que hacían cola bajo el control de un segurata. Recuerdo –el segundo día, por la mañana– la cola kilométrica hasta la jaima en donde firmaba Pérez-Reverte, levantándose a intervalos exactos de un minuto para dejarse fotografiar junto al admirador de turno.
Y recuerdo que al atardecer del último día, abolidas ya las esperanzas y las ambiciones, con un sol bajo que iluminaba la hierba y una majestuosa encina, me sonó el móvil. Me llamaba desde Vilafranca un profesor del instituto en el que yo había estudiado, un erudito local que me felicitaba, y veía mi presencia en la Feria como un éxito para mí, para el pueblo, para él mismo, viejo profesor crepuscular, como el sol que declinaba en aquel momento, que ya no quemaba, y pintaba de oro viejo la suave pendiente de aquel rincón del Parque del Retiro.
«Cruel venganza», por Marwan
Son las 11 de la noche en el Retiro, último día de la Feria. En este instante el afamado escritor gallego Tomás Lueiro despierta maniatado con su propia corbata y un fuerte dolor de cabeza por el tremendo golpe recibido unas horas antes. ¿Qué ha pasado?, se pregunta. Esa mañana estuvo firmando en el stand de Casa del Libro. La cola es infinita, atiende con su sonrisa horizontal perfecta y un acento diseñado para conquistar. A su lado, yo, mustio como una lechuga que lleva tres meses en tu nevera, esperando a que alguien me pida una dedicatoria para mi última novela. El ardor se agrava cuando me pide que le traiga una Coca Cola. ¡Qué calor!, ¿verdad, chaval? Le respondo que yo también he venido a firmar. Es que como hace un rato que no haces nada.
Poseído por la envidia y aconsejado por mi ego herido, trazo mi plan de venganza. Esta misma tarde tendremos que volver a firmar juntos y sé que no lo soportaré. La librería de la mañana nos invita a ambos a comer. Tras almorzar él decide ir al servicio, momento que aprovecho para decir al resto de acompañantes que necesito dar un paseo, para estirar las piernas. Acudo a la salida del servicio de la terraza-cafetería, que se encuentra a la vuelta del local. Con el galleguito de espaldas lo agarro del cuello por detrás y tras el corto forcejeo que mantenemos se golpea violentamente la cabeza contra la pared. Por suerte no me ha visto, no sabe que soy yo. Por un momento me siento un personaje de una de mis novelas. Lo llevo a rastras tras unos setos aparentando ante la gente que cruza que es un amigo borracho. Le meto en la boca tres de mis ansiolíticos. Vas a dormir como un niño, pedazo de mejillón.
Una hora después vuelve a ponerse en marcha la Feria. Preguntan por él. ¿No os habéis enterado? Por la mañana ha tenido problemas con algunos de sus lectores durante la firma y se ha marchado de malas maneras tras pelearse con su editor. Pero yo estoy aquí y os firmo lo que queráis. Y lo cierto es que funciona. Tras anunciar el librero, entre maldiciones, que el Señor Pulpo a Feira no firmará libros, les invita a hojear lo mío: Es la revelación de la temporada, lleva cuatro ediciones vendidas. Se acercan sorprendidos. Pobres, ignoran que cada edición es de cien libros. Es la primera vez que me veo ante un público tan numeroso. Comienzo a firmar. La cola va creciendo. Me envalentono: ¡Qué gran tarde se está perdiendo Tomás! Varios lectores asienten y se consuelan soltando tópicos: Yo sabía que había algo raro en él. Mejor no conocer a los autores que te gustan, porque al final te decepcionan; mientras agradecen mi humildad y entrega en contraposición con la soberbia del autor de Vigo. Asiento. No pueden tener más razón. Mejor no conocer a los autores de los libros que te gustan. Si realmente descubrierais cómo soy…
«Los viejos amigos del pasado», por Andrés Ibáñez
Recuerdo el primer libro de Tintín que leí, El cangrejo de las pinzas de oro. Me lo compraron mis padres en la Feria del Libro y recuerdo que ese día llovía mucho y que yo estaba triste o furioso. Recuerdo haber comprado muchos libros en la Feria, por ejemplo Insaciabilidad, de Witkiewicz, en la maravillosa edición de Barral. Yo estaba con mi amigo Pedro López Murcia, conversador insuperable, y recuerdo lo interesantes que nos sentíamos ambos hablando sobre Witkiewicz, en aquella época en que a nadie se le había ocurrido pensar que hubiera libros «difíciles» que uno no debe leer por esa razón.
Todavía hoy sigo visitando la Feria con Pedro casi todos los años. Él tiene un sistema (lo tiene para casi todo), que recuerda vagamente a una cacería. Primero, la batida. Consiste en una visita previa durante la cual va recogiendo catálogos y se abstiene (a veces sufriendo intensamente) de comprar nada. Segundo: estudio minucioso de los catálogos. Tercero: segunda visita, durante la cual va de caseta en caseta cobrando piezas.
Recuerdo un paseo por la Feria con otro amigo fundamental, Ismael Belda, y mi viciosa envidia cuando se compró un grandioso libro ilustrado de David Hockney. Y luego los dos maravillados, como dos idiotas, ante las obras completas de Filón de Alejandría en Trotta.
Recuerdo haber visto de niño y de joven a los famosos autores firmando y pensar que un día yo también sería un autor y estaría allí firmando libros como ellos. Recuerdo la primera vez que firmé en la Feria y el primer lector que se acercó a que le firmara un libro. Recuerdo a dos viejos amigos del colegio, Enrique de la Hoz (hoy un juez famoso) y Javier García Díaz, que aparecieron una mañana después de que yo les mencionara en un libro. Y a un señor que me saludó efusivamente y que, como su nombre no me sonaba, me dijo su otro nombre: El Roto.
Ya no recuerdo tanto los libros que he comprado en la Feria como las personas que he conocido allí. Porque eso es la Feria: un lugar lleno de libros y de flores piramidales de castaños de Indias en el que uno puede encontrarse con todo tipo de personas ilustres y reencontrarse, además, con los viejos amigos del pasado. Como haber muerto y haber sido admitido en el Paraíso.
«Que veinte años no es nada», por Lorenzo Silva
Lo recuerdo muy bien. No diré que como si fuera ayer, pero casi. Acababa de publicar Noviembre sin violetas, mi primera novela (la primera que vio la luz, otras cuatro duermen en mis cajones y una anterior sufrió destrucción por el fuego). Acudía a mi primera Feria del Libro de Madrid con ilusión, aunque con pocas esperanzas. Corría la primavera de 1995. Veinte años ha.
Recuerdo que para animarme miraba una y otra vez una viñeta de Forges. En ella, un tipo calvo y triste, apostado en una caseta de la Feria, le firmaba un ejemplar a la única mujer que se lo solicitaba. El rótulo de la caseta informaba que correspondía a Ediciones Peralejo. Un letrero anunciaba la firma, por el autor José Luis Peralejo, de su obra titulada La pústula iridiscente de la nalga. El escribidor le preguntaba a la lectora: «¿Para quién lo firmo?» Y la lectora replicaba: «Para la señora viuda de Peralejo». Ante lo que el dolido autor exclamaba: «Jopé, mamá».
A aquella primera Feria vino también a verme mi madre, y hasta es posible que me pidiera que le dedicara un ejemplar para regalar a algún pariente o amigo. No lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que vino muy poca gente más, y que a los lectores que ocasionalmente curioseaban mi libro me daba mucho corte, pese a las exhortaciones del editor, pregonarles las bondades de la mercancía. Quién era yo para sugerirles lo que debían leer, y menos aún para proponerles mi libro antes que otros.
Después, en las otras 19 Ferias que llevo a las espaldas, han pasado muchas cosas. Algunas perturbadoras, otras increíbles. Han venido a pedirme la firma amigos perdidos de la infancia, compañeros de mili o de alguno de mis sucesivos trabajos, alguna antigua novia o, lo que resulta más difícil aún de gestionar, alguna de aquellas chicas que jamás te hicieron caso y que de pronto se plantan ante ti, con veinte años más y la mirada gacha, como si tuvieran alguna deuda. Han venido a verme personajes o hijos o nietos de personajes de mis libros; incluso han llegado a venir los padres de una persona cuya muerte me inspiró el argumento de una novela, junto a su hija huérfana.
Con la de este año, serán 21. Y las que vengan. Uno no se cansa, porque allí están los lectores. Esa sorpresa. Ese regalo.