fotografía
Chema Madoz, el fotógrafo callado. Retrospectiva en la sala Alcalá 31 (Madrid)
Una retrospectiva de Chema Madoz, dentro del programa de PHotoEspaña'15, nos permite acercarnos a su personal universo fotográfico. En blanco y negro, en él, el objeto y la palabra son los grandes protagonistas
Desde sus primeras fotografías de los ochenta, aquellos antebrazos en los que se proyectaban las ramas de un arbusto a modo de venas, Chema Madoz (Madrid, 1958) no ha parado de disparar su cámara sobre objetos a los que desnuda de cualquier elemento superfluo, objetos que pueblan la vida diaria: monedas, libros, relojes, balanzas, abrelatas... Y cuya realidad desvirtúa para ofrecérselos a nuestra imaginación libres, convertidos en signos, ligeros de sus significados.
Al pasear por esta luminosa sala de exposiciones de la calle Alcalá, Madoz nos hará detener delante de sus imágenes. Con ritmo lento querrá que las llevemos al fondo de nuestro cerebro, donde han de quedarse el tiempo necesario para hacerlas nuestras. Sueña con que sus fotos «hablen de maneras distintas a la persona con quien amanecen todas las mañanas en la pared, frente a su cama. Que no se agoten».
De ahí que juegue, como lo hacen algunos poetas, estirando, exprimiendo las palabras hasta desvestirlas de su significado, para devolverlas a su verso más musicales o potentes. Por eso, esta exposición se llama Chema Madoz 2008-2014. Las reglas del juego. Por eso y por un homenaje a la película de Renoir del mismo título.
Retratos de ideas
Esperamos a Madoz para entrevistarle entre sus obras. Mientras tanto, charlamos con Borja Casani, su comisario: «Las fotos de Chema, al final, son el retrato fotográfico de una idea».
Si los objetos tuvieran alma, Madoz la retrataría. Es un perseguidor de la desnudez, de la simplicidad. También evoluciona hacia la sencillez de los escenarios y la luz, siempre natural. Quiere llegar a una imagen «muy parca, casi monacal», como nos describirá luego él mismo. Es su manera de entender la belleza y, también, su manera de ofrecérsela despojada de su significado habitual al espectador: libros convertidos en las dovelas de un arco; gotas que se hilan en un collar de perlas de agua; escaleras enmoquetadas que avanzan hasta el fondo del agua transparente de una piscina; una carta astral...
Casani insiste: «Con Madoz lo que hay es un jeroglífico que ya está resuelto. Él desvela una hipótesis y lo que ocurre es que a la gente le resulta reconfortante entender las cosas. Aquí se representan objetos a los que nos sentimos cercanos. Son cotidianos para un africano, para un europeo o un latinoamericano. Desde ese punto de vista, es muy satisfactorio su éxito en tantos países. Hemos expuesto en Egipto, la gente lo entiende... ¡Da gusto! Los objetos cotidianos están presentes en el mundo y hablan».
«Me interesa hacer imágenes que no se agoten a pesar de tenerlas delante»
Aparece Chema Madoz. Y aparece, sobre todo, su mirada, tímida y, al tiempo, escrutadora. Se produce siempre desde arriba hacia abajo y un poco en picado, y se queda ahí sostenida, diseccionando el objeto que en ese momento acaba de instalarse en su cerebro, para incordiar, hasta que las manos del fotógrafo rompan a dibujarlo en uno de los bocetos preparatorios de su cuaderno de notas. Pasarán de esas hojas a su transformación casi quirúrgica en una mesa de operaciones a modo de banco de carpintero, donde una escuadra y un cartabón de madera se convierten en las velas de un barco, o donde las rejas de una puerta se retuercen hasta formar notas musicales. Después, el artista disparará sobre ellas su objetivo y todo su ingenio.
Madoz habla despacio, le gusta el ritmo lento. El silencio. Y habla también con su mirada. Son rasgos que parecen necesarios en una persona que observa de manera distinta los detalles más pequeños. Lo mismo que los niños se quedan ensimismados delante de un hormiguero. «Soy hijo único y, desde pequeño, me acostumbré a jugar solo. Me gusta la gente pero necesito mi parte de soledad».
Curiosas coincidencias
Comienza nuestro deambular por la exposición entre sus fotos. Siempre en blanco y negro, siempre en analógico. Mientras habla, Madoz va dirigiéndose como atraído hacia determinadas imágenes. Están colgadas en el piso bajo de esta sala de planta casi basilical y techo abovedado que en su día albergó el patio de operaciones de un banco. Curiosa coincidencia esta para Madoz, cuyo primer trabajo fue en un banco. Detestaba aquello y lo dejó en mitad de una crisis vital para dedicarse por entero a la fotografía.
«El espacio es espectacular. También es complicado ya que tiene muchas columnas. Lo que hemos tratado de hacer ha sido un montaje elemental, simple: tan solo hemos fraccionado el espacio con tres cortes intentando así dejar que el espacio respire. Estoy muy contento con el trabajo de Borja. Es un montaje que aporta un cierto reposo, tranquilidad».
«Me acostumbré a jugar solo. Me gusta la gente pero necesito mi parte de soledad»
En esta exposición ha añadido o perpetuado algunas de sus obsesiones: su pasión por la caligrafía, por la palabra escrita; la aparición, aún tímida, del dibujo a lápiz; y las figuras de animales. En esta evolución desde su comienzo ha ido dejando caer la figura humana. No le interesa, porque a base de despojarla de sí misma, de su identidad, acabó convirtiéndola en una excusa. Ahora, sin embargo, usa maniquíes, un San Sebastián en la columna, al que dispara flechas de alfiler de acupuntura o el del que se convierte en la primera parada de este viaje con el artista por la sala: la representación de dos manos artificiales de mujer, enfrentadas la una a otra. Sus dedos sostienen lo que podría ser una cuerda que dibuja una figura geométrica hecha de letras. Es un recuerdo a la infancia y a ese juego que se hacía con cuatro manos y una cinta que iba saltando de una forma a la otra hasta llegar a la original.
Esta imagen nos sirve para oír hablar al fotógrafo sobre las múltiples interpretaciones que puede generar tantas miradas, como aconsejaba Beuys en la aproximación a la obra de arte: «Siempre me ha interesado hacer imágenes que no se agoten a pesar de tenerlas delante, que a pesar de verlas a diario sigan produciendo esa pulsión de acercarte de nuevo a ellas y hacerlas tuyas. Cuando me hablas de ese ritmo pausado, es el ritmo con el que yo me acerco a las obras de los artistas que me interesan, que generan momentos muy particulares. Pensar que tu trabajo puede suponer algo parecido para otra persona es bonito».
Magritte, Morandi...
Y ello nos lleva a hablar de la pintura. Reconoce su lógica debilidad por Magritte : la nube, el sombrero... Pero también por De Chirico y por Morandi. Y desde ahí volamos hasta la palabra belleza; entonces nos confiesa un secreto: «Hay una foto en la exposición, la de un vaso vacío sobre un fondo blanco, dentro del cual pone The End. Me parece preciosa, me conmueve la belleza que hay en esa imagen, en el brillo de ese cristal. La simplicidad que lleva hasta la belleza. Con una luz lateral, los objetos están prácticamente desnudos, en un territorio cercano. Sin embargo, no estás echando mano de la belleza de una flor, de lo que todos entendemos que es bello, o lo que representa la idea de belleza».
De la pintura pasamos a la literatura. Se confiesa un lector empedernido, de todo cuanto cae en sus manos. «Es la capacidad que tiene el lenguaje verbal para darnos imágenes visuales... Por supuesto, Gómez de la Serna, pero también Borges, Bioy, Boris Vian , Tanizaki. Todos escritores que tienen imaginarios muy personales».
El estudio de Madoz es una suerte de gabinete de los tesoros, como se dice en El Aleph, «uno de esos puntos del espacio que contienen todos los espacios»: su microcosmos de objetos e ideas en el que parecería ser autosuficiente durante un tiempo largo. De todos ellos, hay uno al que volvería siempre, uno que ejerce en su mente un bucle inagotable: «El libro. Tan simple, tan elemental, ese rectángulo que a la vez ofrece tantas posibilidades de interpretación, tantos puntos de vista, de fuerte riqueza semántica. Por eso aparece insistentemente en mi trabajo. Siempre me quedo con la sensación de que, quizás en algún momento, soy incapaz de sacarle más partido, no porque no lo tenga, sino por mi propia incapacidad».
Se confiesa un lector empedernido, de todo cuanto cae en sus manos
Los pies de Madoz se paran delante de la imagen de un mapa en la que aparece la sombra de un pez. Es una de esas fotos con influencia del grabado japonés: «Son dos negativos, uno encima del otro. Es una foto hecha del mapa, iluminando desde arriba, y una foto del dibujo del pez. Pones un negativo sobre otro y se proyectan». Empiezan a aparecer animales, sombras de animales. A su lado, una imagen de las vetas de un tronco delineadas por letras que reafirman la importancia que tiene para él, no solo la palabra escrita, también la literatura: «Son textos del micrograma de Robert Walser que no conseguían descifrar porque estaban escritos en servilletas».
Jamás titula sus obras: «Siento un excesivo respeto por la escritura. Sé que un título puede convertirse en una capa sugerente para la lectura de la obra. Sin embargo, prefiero no titular, no dar pistas, y así ampliar la posibilidad de interpretación del espectador».
¿Cómo se produce la captura del objeto? ¿Y la seducción por él? «Es el misterio. En ocasiones tropiezo con objetos en el Rastro ni más, ni menos extraños. Es más bien el desconcierto que me producen. Algo que me invita a llevármelos, a hacer algo con ellos. Generalmente algo surge». Pero no es el objeto del mundo artístico de Duchamp o de Breton.
Distancia placentera
Madoz convive con ellos, como Kemal, el protagonista de El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk . Roba los objetos cotidianos de la casa de la mujer de la que está tozudamente enamorado para luego hacer con ellos un museo. «Siempre me ha parecido que la foto coloca esos objetos en un territorio que me resulta más atractivo. Relativo al territorio de los sueños. Algo que tienes en mente, pero que difícilmente puedes palpar, tocar. Me gusta mucho esa distancia».
Él está acostumbrado a convivir con los objetos que ha fotografiado: «Los objetos me rodean en mi estudio, los voy almacenando. Muchas veces, conservados tal y como han sido fotografiados y, otras, como material de trabajo reciclable. Es impresionante la carga que tienen, cómo son algo a lo que nosotros dotamos de capacidad evocadora. Los relacionamos con momentos de nuestra vida, con personas, con ideas. Para mí, ese fue el descubrimiento a la hora de empezar a trabajar con ellos. Recuerdo que una vez encontré una insignia del colegio; me impresionó cómo me trasladó hasta los compañeros, hasta el pupitre».
Y así, entre el mundo de la imaginación y la contemplación, vive Chema Madoz, un hombre callado. Si en un guiño surrealista se convirtiera en uno de los objetos que viven en sus fotos podría mutar en una pequeña tortuga que encierra en su caparazón su alma de poeta.
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