arte
Ni «Marx» ni menos. Crítica de la Bienal de Okwui Enwezor
«Rigurosamente insustancial. Políticamente anodina. Curatorialmente bochornosa». Oportunidad perdida por Okwui Enwezor, responsable de la exposición central de la Bienal de Venecia, «Todos los futuros del mundo»
Llevamos años (utilizo el plural con todo el sentido), citando en vano fragmentos del pensamiento filosófico que supone la crítica radical de la modernidad, como si todo diera lo mismo y, por tanto, la teoría fuera la salsa para todos los platos, especialmente en la pobre imaginación del curator transbienalístico que tiene algo de maître, extraordinariamente entrometido y pedante, de un restaurante con un menú degustación verdaderamente agotador e indigesto.
Okwui Enwezor rinde pleitesía por pura inercia al «lugar común» benjaminiano, y trata penosamente de sacar partido del Angelus Novus, sin darse cuenta de que su discurso tan global cuanto estereotipado conforma por sí mismo un catástrofe incontrolable.
El paisaje de ruinas que «escenifica» tiene mucho de souvenir-kitsch, aunque lo vista de presuntuosamente político o con intención de dar cuenta, nada más y nada menos, que del «estado de las cosas». All the World's Futures (Todos los futuros del mundo) trata de plantear «un espacio de debate público, como “escenario” de prácticas de vanguardia» y, en verdad, lo antagónico ha sido teatralizado hasta límites de un patetismo inverosímil.
Concluyo que esta Bienal no podría «redimirse» ni con el ángel benjaminiano
Tras haber sometido a crítica la pasada edición de la Bienal, comisariada por Gioni, por articularse como una suerte de wunderkammer de lo outsider sometido a las reglas museísticas, y perdiendo por ello de vista lo político, lo que finalmente ha cocinado Enwezor, con el pretexto de redefinir el «contrato social», ha sido un panorama superficialmente multicultural, en el que alterna obras de inequívoca mediocridad, con grandes firmas, piezas fantásticas en yuxtaposición con auténticas ridiculeces. Tratando de plantar cara a lo que llama «rígor mortis formal» del sistema artístico contemporáneo, ha derivado, con una mezcla de desidia curatorial y postureo pseudo-culto, hacia un pastiche de temáticas que en apariencia serían críticas con respecto a lo que (nos) pasa, pero que pierden toda legibilidad para funcionar como una atroz cacofonía.
Como no podría ser menos, Enwezor repite una de las citas marxistas de moda: aquella en la que se apunta que la Historia se repite dos veces. La primera, como tragedia; la segunda, como farsa. Nos faltaría –añado yo– un retorno de lo reprimido en forma paródica e, incluso, una acumulación de los fragmentos de la experiencia en el modo del puro y estricto batiburrillo.
La pulsión paneladora
La misma fachada del Pabellón Central de los Giardini es un declaración de principios con las descomunales y anodinas pinturas negras colgadas al «desaire» por Óscar Murillo, un artista tan insustancial cuanto sobrevalorado por el mercado. El recorrido expositivo es caótico y sometido en el Arsenale a una compulsión «paneladora» que revela una completa incapacidad para intervenir en los espacios sin someterlos a un maquillaje museístico. Las obras se disponen sin ton ni son y no hay, en este «Fórum de las Formas», apenas hallazgos felices o tensiones que permitan que lo visivo y la discursivo generen otra cosa que hartazgo.
Las obras se exponen en un desorden carente de sutileza conceptual
Las míticas fotografías de la Depresión Americana de Walker Evans ocupan todas las paredes en una sala llena de maquetas de proyectos estúpidos de Isa Gezken, como, por ejemplo, el de poner antenas enormes en el remate Chipendale del edificio AT&T de Philip Johnson. ¿Qué relación pueden tener los dibujos de proyectos de Robert Smithson y su árbol con espejos y las piezas que le acompañan en su estancia?¿Tiene alguna razón el comisario para colocar en el Arsenale unas fantásticas piezas de Ricardo Brey en un espacio de transición saturado de todo tipo de cosas? Hasta una instalación histórica de Marcel Broodthaers ha quedado «apelmazada» en las traseras del graderío del teatro que ha montado para que se despliegue un programa performativo.
Tras experimentar una enorme frustración con tanto «cógito interruptus», llegué a la conclusión de que esta Bienal no podría «redimirse» ni con el ángel benjaminiano, ni con un despliegue de paranoia-crítica daliniana («sujeto», por cierto, citado en plan desbarre en el Pabellón Español, convirtiendo el «pretexto», en mi opinión, en una instalación que perjudica las propuestas de los artistas, que hacen lo que pueden para salvar los muebles), pero tampoco podía esperar nada sustantivo de una práctica curatorial tan ambiciosa cuanto insustancial.
Si, por un lado, Enwezor propone, sin ninguna intensidad, una revisión de la Historia de la Bienal de Venecia, su principal interés es realizar una «lectura épica» en la que el texto canónico no sería otro que El Capital, de Marx. Lo que el comisario anuncia como una «exploración ambiciosa» de los espectros (lástima que aquí no se cite a Derrida) del capitalismo, no es otra cosa que una lectura orquestada por Isaac Julien del texto en su versión inglesa.
Recorrido cochambroso
El curator declara que una gran inspiración para esta «performance teatral» son las primeras líneas de libro Para leer 'El Capital', de Althuser y Balibar. Resulta que, recitando esos tomos, como si fueran el libro sagrado de los Sijs, se va a cuestionar el statu quo. Bastará que lleguen a los pasajes sobre el «fetichismo de la mercancía» para que se haga visible el grado de «ritualización de la teoría», que pareciera dotada de cualidades homeopáticas.
Desoladora conclusión de una Bienal sin futuro ni otro mundo que la ruina mental
En el catálogo ha utilizado 60 páginas para reproducir pasajes de las primeras ediciones del Contrato social, de Rousseau, y los índices y el prólogo del libro capital de Marx. Tampoco faltan 25 páginas mecanografiadas de un seminario de Althusser de 1964. Los efectos políticamente transformadores de este «citacionismo» no pueden ser calificados sino como «milagrosos». Los «filtros curatoriales» de esta Bienal son pre-textos en los que se ha desactivado tanto lo histórico cuando la tensión crítica.
Mientras las obras están expuestas en un desorden antinarrativo, carente de cualquier sutileza conceptual, con una estética que en algunos momentos recuerda lo peor de las ferias de arte, la «teorización», esto es, la charlatanería re-citadora, confía en las virtudes de los textos «sagrados». En la última estancia de este recorrido curatorialmente cochambroso y pedante, asistimos a una performance de Dora García que consiste en un remake coreográfico tristísimo y, al «compás», del seminario sobre El sinthome, de Lacan, recitado, como mandan los cánones, en un inglés macarrónicamente pronunciado.
Desoladora conclusión de una Bienal inconscientemente «punk», sin futuro ni otro mundo que la ruina mental irredimible; sintomática, rigurosamente insustancial; políticamente anodina, curatorial- mente bochornosa. Para olvidar o, mejor, para tener presente.