La Casa Encendida: marcianadas, las justas
La Casa Encendida (Madrid) se convierte en casa de resonancia y agujero negro de procesos extracientíficos que siempre, no sólo ahora, han seducido a los artistas. Eso es «Arstronomy»

Danielle Tilkin cuenta que se decidió a armar esta exposición una noche en Barcelona: no vio ningún platillo volante rozando el Tibidabo, ni la abdujeron en Montjuïc, pero sí fue a cenar a casa de Robert Llimós, que había reunido a colegas y amigos para enseñar su trabajo más reciente. Las esculturas y los lienzos eran retratos y representaciones de la nave alienígena y los tripulantes que le habían contactado durante un viaje por el interior de Brasil. No eran, para Llimós, imaginaciones, ni alegorías: eran recuerdos muy vivos de una experiencia que le cambió la vida, de la que habla sin tapujos y con la que trabaja: aquí están algunos de sus bustos alien tomados del natural.
Así que Tilkin ha localizado, con olfato de buena comisaria, uno de esos puntos sensibles, embarazosos, complicados, verdaderamente problemáticos (y, por lo tanto, útiles) que cada vez cuesta más encontrar en el arte y el discurso cultural de hoy. La ufología, la parapsicología o la astrología vienen a ser un poco las disciplinas brut de la ciencia actual. Pero no hace falta ni decir que la alquimia y la nigromancia del siglo XV son nuestro día a día más tonto en el XXI. Que lo que hace reír a una generación angustia a la siguiente. Y que el artista hace su trabajo cuando lo que dice y lo que hace desconcierta y anima las risitas o iras de los bienpensantes.
La expo responde a esa necesidad humanísima de escudriñar el cielo
Aparte, esa no es la cuestión: da igual «creer» o «no creer» en los ovnis o la telepatía, y de esto no trata esta expo. Ya pondrá el tiempo las cosas en su sitio (o no), porque las fábulas de hoy son a veces los manuales de bachillerato del mañana (y viceversa, claro). El asunto es que son un terreno muy productivo para el arte, que encuentra en todos los temas cosmológicos parábolas en las que reflejarse: la exploración del Universo, la abducción, el descubrimiento de nuevos mundos, el astronauta sin miedo, el astrónomo que mira donde nadie antes puso la vista, los viajes en el tiempo y en el espacio, la postulación de nuevas leyes que rigen la vida... Son, al final, claro, metáforas artísticas de la variante sublime, romántica, iluminada.
Venusianos en Venus
Llevamos usándolas milenios, y seguirán fascinando mientras haya personas en la Tierra (¿o venusianos en Venus?). Y no olvidemos que las «iluminaciones» por las que fueron a la hoguera o casi muchos proto-científicos en el pasado son hoy, sencillamente, cosas que se aprenden en párvulos.
A partir de esta premisa, las posibilidades eran tantas y tan vertiginosas como la sopa de galaxias ahí fuera. Tilkin ha sabido pilotar bien su nave entre los asteroides de la dispersión en el Art Brut ufológico (todo un género boyante, miren por internet), de la complacencia decorativa vintage y retrofuturista, de los guiños de serie B para friquis y trekkies, o del high tech banal que se queda en la superficie reluciente de los platillos y renuncia a explorar las implicaciones artísticas y filosóficas del tema. Ha evitado también los nombres más esperables del arte cinético y el arte visionario (de Robert Whitman a Henry Darger, por decir) y ha mezclado generaciones que van de los veinteañeros más hipsters a los históricos nonagenarios.
¿Que todos los artistas, por suerte, son permanentes sospechosos de delirios?
Si el arte es exploración a ciegas, o comprobación de teorías que pueden estar equivocadas, Tilkin ha elegido mostrar esos trabajos y esos tanteos: hila el recorrido con buen pulso a partir de apartados dentro del inabarcable tema común: la astrofísica y la cosmología; la ufología como disciplina que aspira a la validación de la comunidad mainstream; las experiencias personales de artistas como Llimós y su testimonio... Mucho más frecuente de lo que se piensa, por cierto, y en todos los campos. Escritores tan poco sospechosos de delirios como Manuel Puig , por ejemplo, contaron en su día sus experiencias de avistamientos y contactos con extraterrestres... ¿O es esa otra de las cuestiones que plantea esta expo, precisamente? ¿Que todos los artistas, por suerte, son permanentes sospechosos de delirios, y que más nos vale que lo sigan siendo en nuestras sociedades hipertecnificadas y ultraeficientes y autodestructivas?
Un emblema total
Así que el viaje empieza por una sala de «pioneros» llena de obras deslumbrantes de la generación que a partir de la posguerra empezó a interesarse por la tecnología espacial, la carrera a la Luna y todos los símbolos del viaje cósmico. Yves Klein, por supuesto, y una de sus máquinas místico/cósmicas (su famoso fotomontaje saltando al vacío podría ser una especie de emblema de toda la expo). Y el maravilloso Gyula Kosice , que sigue en Argentina produciendo sus utopías espaciales y sus universos paralelos delicados y proféticos ya hasta en títulos como Debemos viajar hacia la Ciudad Hidroespacial.
Y los robots rudimentarios de Panamarenko, y un duplicado de la esculturilla humanoide de Paul van Hoeyndonck, que supuestamente un astronauta llevó y dejó caer en la Luna en 1971, convirtiéndolo en el primer artista en exponer allá: otra vez la línea entre realidad y ficción se hace tenue, y sirve sobre todo para recordarnos que quizá esa pregunta (¿lo hizo de verdad? ¿es un montaje?) puede ampliarse hasta la paranoia (¿Rodó Kubrick el famoso alunizaje?) o estar desde el principio mal planteada cuando se trata de estos temas. Quizá haya que pensar simplemente si el arte puede enseñarnos a cambiar un marco mental que se queda pequeño cuando miramos por encima de las nubes.
Ya lo cantaban Los Planetas: «Este planeta vibra/vámonos, tenemos que salir...»
Y de ahí en adelante, generación tras generación de artistas interesados por todo esto: los ochenteros y los punks reconvertidos como Haring y Kelley y Oursler (que ha resultado ser, además, un coleccionista incansable de fotos de ovnis), los fríos alemanes de los noventa como Struth y Ruff, los intemporales como Noguchi, los inclasificables como Polke, los indiscutibles como Kentridge. Y artistas que yo al menos no conocía y son fascinantes: el gesto profético, casi místico, de un anciano Július Koller , los retratos gélidos de «contactados» de Peter Stichbury, el alien de hielo del colectivo de superjóvenes Greatest Hits.
En la azotea, este verano, programan el ciclo «Marcianadas» (el nombre ya lo dice todo y la pinta es excelente), pero esta expo no lo es: responde a esa necesidad humanísima y urgente que tenemos de subir al terrado y escudriñar el cielo con esperanza o angustia. Ya lo cantaban Los Planetas: «Este planeta vibra/vámonos, tenemos que salir...».