«Mad Men» y el osito Winnie The Pooh
La serie de Matthew Weiner, cuya temporada final se acaba de estrenar, va camino de convertirse en leyenda. «Mad Men o la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue» la analiza cayendo en el peor de los pecados: el «gafapastismo»
Eduardo Mendoza, a propósito de Leonard Nimoy, escribe esto en Icon: «No tengo reparo en confesar que fui seguidor de Star Trek, en la que su personaje era elemento esencial». Que no tiene reparo, dice. El tiempo que ha pasado desde La conquista del espacio, como se llamaba la serie cuando la veíamos en la tele, hasta hoy es el tiempo que ha pasado hasta la conversión de las series de televisión en objeto de culto y escritura pretenciosa. Nadie diría ahora que no tiene reparo en confesar que es seguidor de Mad Men.
Ver algunas series se enarbola casi como un título en la Ivy League. Toda la vida hemos visto series y nunca nos ha parecido que esa actividad fuera gran cosa. Disfrutábamos y nos obsesionábamos, pero sin dar la vara. Como con el gin-tonic. Como con correr.
Antes de Amazon
Ese también es el tiempo que ha pasado desde que esperábamos el último especial de Mortadelo y Filemón hasta que esa salida se cuenta en el Telediario. Y el tiempo que ha pasado hasta que en España hemos podido comprar libros sobre televisión. Hubo una época (a. A., antes de Amazon ) en que volvíamos de los viajes a Nueva York o Londres con exceso de equipaje porque traíamos los que nos faltaban de la colección de Cult TV o el último estudio sobre Gene Roddenberry (Star Trek) o J. Michael Straczynski (Babylon 5). Hoy podemos comprar aquí y en español The Twilight Zone, exhaustivo análisis de la serie de Rod Serling. Una guía de episodios y mucho más.
Errata Naturae es probablemente la editorial que más atención dedica a las series. Tiene ensayos sobre The Walking Dead, Juego de tronos, The Wire, Los Soprano (Los Sopranos Forever), Breaking Bad o True detective (escriben hasta Nietszche y Bierce). Eso además de Teleshakespeare, de Jorge Carrión. El último que han editado es Mad Men o la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue. Once textos de distintos autores y una entrevista a Matthew Weiner. Es como un especial de series de Jot Down .
Ver series se enarbola ahora casi como un título en la Ivy League. Toda la vida lo hemos hecho
Demasiado pronto, se podría decir, como gritaron a Gilbert Gottfried en el roast de Hugh Hefner cuando empezó a contar un chiste sobre el 11-S tres semanas después. Si a la serie de Matthew Weiner le quedaban sólo siete capítulos, ¿por qué sacar el libro antes? La voracidad editorial tiene estas cosas que no se entienden muy bien. O sí. Habrá que comentar el final y, sobre todo, el penúltimo capítulo (suelen ser los más importantes en todas las temporadas, los escritos por el matrimonio Jacquemetton).
No vamos a discutir lo casi perfecta que es Mad Men . Ni que va camino de clásico de la cultura popular (ya lo es de la televisión). Ni los muchos niveles de lectura que tiene. Ni que desde el punto de vista de aprendizaje de la Historia es tan importante como puedan serlo Yo, Claudio o La joya de la corona. Ni su riquísimo mundo referencial. Y eso es precisamente lo que facilita la escritura sobre la serie. Pero igual que se puede escribir de Buffy o de Battlestar Galactica (ahí también se explica la vida). O de Winnie The Pooh.
John Tyerman Williams ha demostrado a lo largo de varios libros que la entera Historia del pensamiento occidental está contenida en las historias del oso Winnie (sostiene que la ansiedad enfermiza del cerdo Piglet es la expresión del heideggeriano «ser para la muerte»). E igualmente referencial es Sólo el cielo lo sabe. Douglas Sirk, como años después hará Matthew Weiner, se encarga de compartir sus lecturas. Hace coger a Jane Wyman un ejemplar del Walden, de Thoreau , y leer su más famoso párrafo: «Una inmensa mayoría de mortales vive en desesperación callada. ¿Por qué hemos de afanarnos tanto por alcanzar el éxito? Si un ser no vibra al compás de sus semejantes, quizá es porque oye una música diferente. Debe seguir el ritmo que oiga, no importa cuál sea ni de dónde provenga». Sirk admiraba a Thoreau desde los catorce años. Ese párrafo es a Sólo el cielo lo sabe lo que la canción Is That All There Is? de Peggy Lee a Mad Men. Pero eso no lo han podido contar los escritores de Mad Men o la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue porque es del capítulo «Severance», el que se emitió el domingo pasado en la AMC y el lunes en Canal + Series . Es decir, que no lo habían visto.
Figuras antipáticas
Escribir de televisión con la coartada de la alta cultura puede llevar al gafapastismo. Es verdad que Mad Men resulta tan referencial que es casi imposible sustraerse a la tentación de la cita y entrar en la misma en bucle. Pero llega un momento leyendo este libro en que ya no te caben más Heidegger, Sontag, Steiner, Freud, Lacan, Debord, Postman, Cheever, Yates, Lipovetsky, Friedan o Beauvoir. Llega un momento en que frases como «De nuevo es la eliminación del otro, las mecánicas de igualación, lo que hace regresar a esa alteridad como perturbación contaminante» te hacen sentirte como el médico de Amanece que no es poco con Tirso, el tabernero intelectual, cuando este se pone a disertar sobre la poesía amorosa, sobre Salinas («heterosexualmente hablando») o sobre Kavafis: «Me cago en todos tus muertos, Tirso. Me cago en todos tus muertos uno a uno la tabarra que me estás dando». Pero hay público para todo. En la película de Cuerda, Gabino Diego dice a Tirso: «Habla usted un pijo de bien, really». Y estos chicos de Mad Men… hablan un pijo de bien.
Llega un momento en el que ya no te caben más Heidegger, Sontag, Steiner, Freud, Lacan...
Me gusta cuando en «La mirada masculina y la mujer moderna: de Mad Men a Masters of Sex», Jorge Carrión escribe que las series del siglo XXI «nos brindan herramientas para comprender a figuras antipáticas; nos manipulan para que nos identifiquemos –parcialmente– con ellas. Nos ponen en un aprieto, capítulo a capítulo, que es tanto emocional como intelectual». O cuando Enrique Vila-Matas , en «Peggy no se casó», recuerda la serie Lo inesperado. Y, sobre todo, cuando Concepción Cascajosa («Lo que tú llamas amor fue inventado por gente como yo: la genealogía creativa de Mad Men») desmitifica la autoría única de Matthew Weiner («una serie de televisión no es una novela») y analiza la construcción del equipo creativo. Porque Cascajosa, con sus apabullantes conocimientos televisivos, cuenta cosas.
Cápsulas del tiempo
Quizá sea que una echa de menos al leer de series un tipo de reportajes como aquel que Laura Jacobs escribió en 2004 para Vanity Fair sobre The Best of Everything (1959), la película llamada en España Mujeres frente al amor, a la que tanto debe Mad Men (en un momento de la serie Don Draper lee la novela de Rona Jaffe en la que está basada). The Best of Everything es tan cápsula del tiempo como Mad Men. The Best of Everything es tan feminista como Mad Men. Aunque esta tiene la ventaja de que, como Anna Tous-Rovirosa recuerda en el libro que nos ocupa, muestra cosas de los años 60 que no se podían haber emitido en la televisión de esa época. Eso la hace superior a un filme tan especial como el dirigido por Jean Negulesco. Y en el que pensamos inmediatamente cuando vimos el primer capítulo de Mad Men.
En ese reportaje de Laura Jacobs se cuenta que Joan Crawford , entonces de 55 años, mantenía el plató helado, seis grados por debajo de lo normal, casi a la temperatura de las neveras de Pepsi que tenía para el reparto y el equipo (para ella había una de vodka). Diane Baker recordaba que alguien dio con la clave para explicar tanto frío: era para mantener el maquillaje de la Crawford, una señora entre todas esas «zorras jóvenes», como llamaba a Suzy Parker y a las otras. Seguro que en siete temporadas de Mad Men hay cosas como esas que contar más allá de citar a Edward Hopper.
Escribir sobre buena televisión es un sucedáneo de ver la televisión. Pero no llega a ser lo mismo. Decía Noël Coward que la televisión no era para escribir, era para salir. Mad Men no es para escribir de ella, es para verla. Y disfrutar.