arquitectura
Una mirada antológica sobre Frank O. Gehry
Si algo ha dejado claro la antológica que acaba de clausurar el Pompidou en París es que Frank O. Gehry es uno de los arquitectos fundamentales del siglo XX, y también del XXI. Para nosotros siempre será el padre del Guggenheim de Bilbao
Frank O. Gehry ante un folio en blanco. Sentir miedo, esperar la inspiración, instalarse en el vacío. Noches de incertidumbre. Concebir una idea: sufrimiento y éxtasis. ¿Cómo sería el instante del trazo de tinta dirigido por el hemisferio derecho del cerebro donde Gehry rompió a bailar sobre el papel, en un solo movimiento largo y sinuoso, hasta alumbrar lo que sería el perfil del Guggenheim de Bilbao?
Pensamos en la cabeza de un genio. Volvamos al alumbramiento. Es el momento en que la papelera de un artista empieza a llenarse de proyectiles: papeles que vuelan por encima de las mesas, arrugados de desesperanza; pelotas apretadas, más o menos informes, contenedoras de frases inacabadas, de ideas que se perdieron en el camino; de croquis y más croquis que no funcionan.
Gehry: «La inspiración está en esa papelera. Mire ahí dentro»
Cuando se pregunta a Frank Gehry de dónde surge su imaginación, apoya su lápiz sobre la mesa, levanta la mirada de sus gafas, la deja en suspenso. Gehry tiene presente su ascendencia judía, siempre pegada al terreno, y dice: «La inspiración está en esa papelera. Mire ahí dentro; piense en las cavernas; los espacios, las texturas que contiene esa papelera». Buena parte de su reflexión está ahí. Los escritores, los pintores tiran sus errores a un cesto. Gehry saca los suyos, arruga trozos de papel y los transforma en torres y palacios para la música, en hospitales de metal que parecen derretirse bajo el sol, en edificios de oficinas que bailan abrazados. Convierte en espiral lo mismo que su escalera soñada para Vitra: la vida de un papel. Nada muere.
Piel de metal
Frank Gehry (Toronto, 1929), premio Pritzker 1989, es probablemente el arquitecto vivo más buscado del mundo. A los 85 años se ha convertido en máximo protagonista cultural. En España ha recibido el Príncipe de Asturias. Y en París, además de la retrospectiva que ha clausurado esta semana el Pompidou , ha inaugurado recientemente la nueva sede de la Fundación Vuitton y decorado los escaparates de sus tiendas.
Cuando terminó el Guggenheim de Bilbao en 1997, este arquitecto-inventor-artista, al que le gusta decir que muchas de «sus locuras» son un homenaje a Don Quijote, se encontró a sí mismo en una posición no demasiado alejada a la de Miguel Ángel tras su intervención en San Pedro del Vaticano: revolucionador de la arquitectura contemporánea.
Su fuerza está en el movimiento, en su capacidad para crearlo
La fuerza de Gehry –dicen los buenos especialistas– está en el movimiento que mete en la arquitectura, en su capacidad para crearlo a partir de algo inerte. Es un cubista contemporáneo que se sirve de las formas transformando una suerte de piel de metal retorcida contra las líneas de cielo y los resplandores de sol en una fábrica de sensaciones y de perplejidad para sus espectadores.
Lejos de sentir que su carrera está llegando a un final, Gehry acaba de sorprender al mundo presentando uno de los edificios más complejos, otra vuelta de tuerca de su imaginación. El 27 de octubre botó su último velero: la Fundación Louis Vuitton en el Bois de Boulogne (París), un edificio concebido para impulsar el desarrollo de la cultura y el arte, un gran museo en el que presentar colecciones permanentes de arte contemporáneo, organizar exposiciones, espectáculos... Bernard Arnault, presidente de Louis Vuitton Moët Hennessy, después de visitar el Guggenheim, solo quería que fuera Gehry quien dibujara su sueño.
Sacos de astillas para la estufa
Si Bilbao salió de la siderurgia, Gehry tampoco decepciona aquí en su afán por integrar sus edificios en la atmósfera y el lugar al que pertenecen. En el Bois de Boulogne, el peso del verde, la tradición de los invernaderos del XIX y la configuración del cercano Jardin d’Acclimatation acercaron a Gehry al patrón de un edificio transparente. Como en Bilbao, las semejanzas son muchas: del iglú a la nube, pasando por las alas de un insecto. «Al final, la belleza está en el ojo», dice Gehry, harto de las comparaciones entre las formas y la competencia entre el límite escultura-arquitectura en sus diseños.
Son 12 velas de cristal curvo las que Gehry, en su pasión por la navegación, apila sin casco bajo el cielo parisino rodeadas de estanques y castaños, y que, ciñendo el viento, parecen dispuestas a salir sobrevolando las mansardas parisinas tan admiradas por Gehry, y cuya huella puede seguirse en el museo de Arte Weisman , en Minneapolis, o en el Stata Center, en Boston. «La Historia de París es la Historia de su arquitectura», dice Jean Nouvel.
El rabino le dijo a su madre que su hijo tenía manos de oro
Los más de 3.600 paneles de vidrio producen esa sensación de transparencia que unen exterior e interior de manera constanteintegrando el agua, el bosque, el jardín en el interior y produciendo continuos cambios de luz en el exterior: «Una vez que terminamos de hablar de la doble piel, el vidrio y el iceberg, me gustó la idea de componer una fachada viva, que cambiara, no solo con la luz, sino que también tuviera la capacidad de iluminarse de manera diferente».
Entre sus primeros recuerdos –debía tener ocho años–, Gehry distingue claramente a su abuela comprando sacos de astillas para la estufa. Y vuelve a la sensación de felicidad que le daban aquellos trozos de madera tirados en el suelo para construir, a partir de ellos, mundos de ciudades. Disfrutaba con aquello de la misma manera que sus recuerdos le llevan hasta los ratos en los que pintaba al lado de su padre. A los 13 años, en el colegio hebraico, hizo un dibujo de Theodore Herzl que poco después sería colgado en la pizarra. El rabino le dijo a su madre en yiddish que su hijo tenía Goldene Hänt: manos de oro.
«Doméstica excéntrica»
Sus estudios de perspectiva, o más tarde de cerámica en la Universidad de California , le empujaron a la arquitectura. De esos tiempos recuerda cómo una tarde de 1946 fue a una conferencia que muchos años después seguiría rondándole la cabeza. El conferenciante era un hombre mayor, de pelo blanco: a Gehry le fascinó su poder pero no prestó atención a su nombre. Años después supo que se trataba de Alvar Aalto, el gran arquitecto finlandés cuya obra tanto le ha influido.
Durante los sesenta, en Los Ángeles, se involucró en el escenario artístico haciéndose amigo de Ed Rusha, Richard Serra, Claes Oldenburg, Larry Bell y Ron Davis, hasta descubrir las obras de Robert Rauschenberg y Jasper Johns. De ellos envidiaba su libertad creativa.
«Quería que las ventanas dieran la impresión de trepar desde el suelo»
«Aquellos artistas no se sentían atados por la tradición, no salían de una escuela, no eran intelectuales profundos. Hacían lo que querían, manipulaban los materiales, no tenían fronteras», explica Gehry. Él venía del modernismo, una escuela de pensamiento que se burla de lo decorativo. Como resultado, fueron los materiales los que se convirtieron en su medio de expresión: empezó a utilizar los «pobres» como el cartón –influencia de Rauschenberg–, la hoja de metal ondulada o la tela de gallinero. Gehry debió querer transmitir esta sensación de novedad y libertad en arquitectura. Probar, arriesgar, hacer algo nunca visto antes. Le rondaba la idea de mezclar una arquitectura sin restricciones con algo tan concreto e inamovible como las leyes de la física. En esta época, se dedica fundamentalmente al diseño de viviendas dentro de una arquitectura que se ha llamado «doméstica excéntrica».
En el largo documental que Sydney Pollack hace sobre su vida hay una toma en la que los dos hablan en la cocina de su casa de Santa Mónica. Uno de los hitos de su carrera. «Al comprarla, vi que debía hacer algo antes de mudarnos. Me gustaba la idea de dejar la casa intacta, no cambiarla. Se me ocurrió construir otra alrededor. Nos dijeron que la casa tenía fantasmas. Decidí que fueran cubistas. Quería que las ventanas dieran la impresión de trepar desde el suelo».
El estallido del «software»
Entre 1987 y 1989, construye el Vitra Design Museum en Alemania. Es un gran quiebro en su carrera: en cierto modo, la creación de un nuevo orden. Gehry había proyectado una escalera exterior en espiral. Disfrutaba de las formas que conseguía dibujando, pero nunca pensaba que podrían incluirse en un edificio. Empezó a jugar con la escalera en forma de serpiente, en contraste con los bordes rectilíneos de los otros volúmenes.
Gehry describe muchas veces sus obras como «peces»
Trató de resolverlo a través de la geometría descriptiva, pero la construcción no resultó exacta. No pudo jugar con las formas curvas, hubo de restringirse a esa falta de libertad. Los nuevos movimientos que trataba de expresar le llevaron a la informática. Son los ochenta en California. Y el estallido del mundo del software, de Steve Jobs en Apple.
Paralelo en el tiempo a Vitra, el estudio de Gehry trabajaba en el proyecto para el pez de la Villa Olímpica de Barcelona (1986-1992); una enorme estructura con formas sinuosas de piedra, cristal y acero. Fue para este proyecto para el que empezaron a utilizar CATIA, un programa informático de diseño realizado por Dassault Systèmes a fin de proyectar formas complejas para la industria aeroespacial. Esta herramienta transformó los diseños de Gehry, facilitando el estudio de modelos con formas libres y flexibles y su proyección en planos de construcción, permitiéndole ser más y más atrevido... Hasta apoyarse en su concepto más escultural: Bilbao, el auditorio Walt Disney y el edificio del DZ Bank, que no habrían sido posibles sin este sistema.
De Goldberg a Gehry
Gehry describe muchas veces sus obras como «peces». Sus curvas sinuosas aparecen sin cesar tanto en edificios como en diseños de muebles y lámparas. Sus escamas surgieron un día por casualidad, cuando trabajaba con un trozo de cemento que se le cayó al suelo y este estalló en mil pedazos.
«Mis colegas se obsesionaban con los templos griegos. Era la moda, reconstruir el pasado. Y pensé: “los templos griegos son antropomórficos. Hace 300 millones de años solo había peces. Si hay que retroceder, si tanto miedo da ir hacia delante, pues retrocedamos 300 millones de años. ¿Por qué quedarse en Grecia?». A partir de entonces empezó a dibujar peces.
«Maggie vino en sueños y me dijo: “Frank, lo que hiciste fue un poco extravagante”»
Por ese camino, llegaban además recuerdos de sus años de niño. Su abuela compraba carpas que mantenía vivas en la bañera para preparar el gelfiltre, plato judío tradicional para el Sabbath. El futuro Gehry, Frank Owen Goldberg era el único niño judío de la escuela.
Desde joven hubo de enfrentarse al desprecio de sus compañeros. Le llamaban «cara de pez». En 1954, cuando tenía 25 años y dos hijas, cambió su apellido por Gehry: dice que lo hizo empujado por su ex mujer, Anita: «Me costó. Durante cinco años, cuando me presentaban como Frank Gehry, yo añadía: “antes era Goldberg”». Cuenta también cómo diseñó su apellido: «Goldberg tiene una g que desciende, y luego o, l, d, b, e, r, g, que vuelve a descender. Por eso Gehry tiene una g que desciende y luego e, h, r, con una y al final, también hacia abajo». Crecer en el estudio del Talmud, cuya primera expresión es «¿por qué?», está en el origen que le empuja a preguntarse por cada duda de la vida.
En cuanto al recurso de imágenes que le vienen a la cabeza al pensar en sus obras, Gehry siente fascinación por las telas. Y sus pliegues. A principios de los noventa, en un viaje hasta Dijon, queda impresionado por una fuente de piedra tallada por un escultor holandés del siglo XIV, Claus Sluter. En ella, las monumentales figuras de unos monjes le produjeron tal emoción que hubo de concentrarse para estudiar las casullas que ocultaban sus cabezas. Los paños acabaron mutando hasta convertirse en la «cabeza de caballo» de Gehry para el DZ Bank.
Tomar el té y llorar
La influencia del peso de las telas, sus pliegues, sean estáticos, como las caídas tubulares de la túnica del Áuriga de Delfos, o hinchados por el viento, como en el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, expresan no solo la forma y el movimiento de un material rígido, sino –Gehry lo comprueba– a través de esos paños esculpidos, se canaliza la expresión de muchas emociones.
El museo de Gehry en Bilbao recuerda a un velero futurista
El Maggie’s Centre fue diseñado para recordar la memoria de su amiga, la diseñadora escocesa Maggie Keswick Jenks, muerta de cáncer en 1995. Este edificio quiere ser un lugar de encuentro para los pacientes. Es el primero que, en 2003, Gehry proyecta en Reino Unido. Al ver sus dibujos Charles Jencks, marido de Maggie exclamó: «Este va a ser tu Ronchamp» en alusión a Le Corbusier. Aquella comparación tan ambiciosa bloqueó a Gehry, quien se sometió a un periodo de dudas y crisis en la acometida de los planos. Hasta que un día, cuenta, en que «Maggie vino a mis sueños y me dijo: “Frank, lo que hiciste fue un poco extravagante”». A partir de entonces, no paró de dibujar. Encontró sentido a un edificio lejos de las connotaciones espirituales de Ronchamp, también más intimo: al fin y al cabo debía ser un sitio en al que la gente fuera a sentirse cómoda y acogida «a tomar una taza de té y a llorar». Así ideó aquella torre como si fuera un faro, y cubrió el cuerpo principal con un techo ondulado. Esta vez, la memoria le llevó a sacar de su baúl de imágenes un cuadro de Vermeer en el que los pliegues ondulados de un chal le recordaron a su amiga Maggie.
Ya los clásicos griegos nos hablaban del dibujo, del imago, del phantasma trazado por el pincel de la fantasía, por donde llega al castellano el término imaginación. ¿Cómo era ese día, a aquella hora, la cabeza de Frank O. Gehry? Lo sorprendente, dice Fréderic Migayrou, es su manera de soñar la obra desde cero. Esos primeros dibujos, tan misteriosos, contienen ya una obra maestra. «¿Por qué tuve que pasarme dos años diseñando un edificio que ya estaba ahí?».
Una Osa Mayor terrestre
Gehry llevó a Berta, su segunda mujer, a Bilbao. Berta es panameña y Gehry quería indagar en las entrañas de la ciudad, hacerse con su carácter. Ella se convirtió en su guía y su lengua para entender el País Vasco. Quería comprender qué estaba ocurriendo en ese momento...
Lejos de la luz, la costa y el urbanismo californianos, lo primero que le desconcertó de Bilbao fue su perfil siderúrgico, su cohesión industrial: las minas, el puerto, las grúas, los grandes buques entrando y saliendo, el comercio. Todo lo que parecía colorear el paisaje en tonos metálicos, del acero de las nubes al óxido y mercurio de su ría. Los reflejos. Los sonidos.
Gehry iba soñando el edificio. Debía salir de la negrura de la ría
Después, no paró hasta conocer algo de su Historia, su arte: la arquitectura vasca, el drama político, el terrorismo. Se enamoró de la ciudad, de su gente leal, de la comida, del pacharán y de sus montes verdes. Quisieron comprarse una casa allí, pero no fueron bien recibidos. Al matrimonio Gehry Bilbao le dio a entender que solo les interesaba su museo. Poco más.
Mientras, Gehry iba soñando el edificio. Analizaba la dificultad del solar, encajado entre la ría, sobrevolado por el puente de la Salve. Quería que fuera «muy Bilbao, muy vasco, esa dureza que yo encontraba tan atractiva». Debía salir de la negrura de la ría. El gigante del Nervión emerge de las aguas como una nave espacial fragmentada en piezas que van a salir volando con el viento del Cantábrico, suerte de proyección de una Osa Mayor terrestre hecha de cintas de titanio.
Después de haber subido los montes que rodean Bilbao y haber señalado el emplazamiento exacto del museo, Gehry mira el lugar en el que se levantará el museo, esta vez desde lo alto de su cuarto del hotel. Empieza el viaje desde la cabeza a la tinta, de la tinta al titanio. Su trabajo es, como tantas veces, intuitivo. Es entonces cuando aún sobre un papel, con el membrete del Hotel López de Haro, produce sus primeros garabatos.
Bilbao, en acero
Bilbao era pionera en la construcción de barcos de vela con casco de acero. La industria de naval se basaba en el acero. El museo de Gehry recuerda a un velero futurista flotando sobre la ría con todas sus velas desplegadas. Según la hora del día, las nubes, la lluvia, la noche o el sol, el edificio gira de los tonos dorados a los plateados. Es el efecto del titanio.
A Gehry le gusta decir que muchas de «sus locuras» son homenaje a Don Quijote
Bilbao fue, en un principio, proyectado en acero inoxidable. Pero todas las pruebas y maquetas que se elaboraron después de los dibujos no daban bien en los días nublados. Contra el cielo gris, el acero inoxidable moría en tonos mates y oscuros. De vuelta a California, Gehry encontró un trozo de titanio en su estudio que colgó al aire libre, cuando el efecto de la lluvia lo volvió dorado, tal y como sucede en Bilbao. Ese metal sí «transmitía sentimiento».
Con el Guggenheim, Gehry quiso ofrecer a la ciudad un edifico nuevo, respetuoso, que se integrará en su propia Historia y en su geografía pero que tuviera una impronta distinta. Que ennobleciera la ciudad y proyectó un icono. «Creo que las comunidades anhelan una identidad. Los edificios tienen una identidad en la Historia. El efecto Partenón ha durado en Atenas durante más de 24 siglos. El de San Pedro en Roma ha perdurado durante algo más de cinco. La gente se identifica con los edificios y vuelve a ellos». Le hubiera gustado quedarse en Bilbao, contribuir al nuevo diseño para los márgenes de la ría. Tenía las ideas claras, pero no se contó con él. Gehry dejó parte de su corazón en Bilbao. Años más tarde, mirando aquellos primeros dibujos se sorprende a sí mismo: «Uno podrá reconocer la firma: al final este edificio sale de mí. Pero esto es distinto a todo cuanto he hecho». Quizás sea eso.