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«Tratado sobre la tolerancia», de Voltaire, un superventas contra el fanatismo
En su hora más oscura, la de los atentados yihadistas, Francia ha vuelto su mirada hacia Voltaire, cuyo «Tratado sobre la tolerancia» se ha convertido en superventas. Un texto del siglo XVIII escrito contra el fanatismo que sigue de plena vigencia
El miércoles 7 de enero, a las 11.30, dos hombres enmascarados con subfusiles kalashnikov irrumpían en la redacción parisina de Charlie Hebdo , identificaban a los presentes e iban ejecutándolos de uno en uno. Gritaban luego, al huir, tras dar muerte a un policía musulmán que trató de cortarles el paso, que su Profeta Mahoma había sido vengado. Y que habían «matado a Charlie Hebdo». El viernes 9, Amédy Coulibaly secuestraba a diez rehenes en un supermercado judío. Asesinaba a cuatro de ellos, antes de ser abatido.
Desde el mediodía del jueves 8 de enero, los ejemplares de la edición de bolsillo del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire se han agotado en toda Francia. Sin ningún tipo de acuerdo ni llamado, los ciudadanos han procurado buscar consuelo en ese libro. Dice mucho –dice todo– de la República Francesa el hecho de que el libro consolador elegido haya sido esta reivindicación que un pensador del siglo XVIII hiciera de la libertad de pensar contra todo fanatismo. Voltaire es el subsuelo hondo de la República. Aquello en lo cual buscar abrigo a la hora de las tempestades. Aquello en lo cual poner el criterio último de lo que es y no es tolerable.
El libro de Voltaire es el anti-«Corán» ilustrado, la respuesta republicana
A mí, que he andado persiguiendo ese libro durante los cinco días que tardó el editor Gallimard en reimprimir y distribuir el volumen agotado, me ha dado vueltas, bajo el París bello y dolorido de esta semana helada de enero, la grandeza del general De Gaulle tras la aparición, el 6 de septiembre de 1960, del «Manifiesto de los 121 contra la guerra de Argelia», aquel llamamiento a la insumisión y a desertar del ejército. Una parte del gobierno pide que sobre los insurrectos, que encabeza Jean-Paul Sartre, caiga el peso de la ley. De Gaulle replica secamente: «No se encarcela a Voltaire». La democracia era, para un general que no carecía precisamente de vocación autoritaria, eso que un Voltaire ya anciano formulaba en 1763: que «debe ser permitido a cada ciudadano no creer más que en su razón y pensar lo que esta razón, luminosa o errónea, le dicte».
El derecho de los tigres
Las fotos de la manifestación del domingo 11 en París dan signo de una mutación que exige ser muy finamente analizada. Ninguno de los viejos signos, de los símbolos en diversa medida épicos que marcaron las manifestaciones parisinas del último medio siglo, estuvo presente. Ni pancartas grandilocuentes, ni cantos, ni ficción de epopeya. El ciudadano francés se veía súbitamente confrontado a algo que no había querido ver durante decenios: quela República ha parido en su interior una Contra-República, que esa Contra-República posee sus territorios liberados, sus doctrinarios, sus clérigos, sus mitologías y hasta su lengua propia, y que esas mitologías son inocultablemente incompatibles con los mitos fundacionales de la República misma. Y que esa inestabilidad entre dos «naciones» superpuestas no puede prolongarse, sin que la una destruya a la otra.
Voltaire: «El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre»
El Tratado sobre la tolerancia de Voltaire, que los manifestantes enarbolan el día 11 por las calles de París, es el anti-Corán ilustrado, la respuesta republicana al uso genocida de los textos que a sí mismos se llaman sagrados y exentos de cualquier obediencia a las leyes humanas. Esos textos que convierten a los hombres en bestias peligrosas. El «derecho a la intolerancia», que algunos locos pretenden reivindicar como garantía frente a los excesos del ser libre, es definido implacablemente por Voltaire como «absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, aún más horrible, pues los tigres no despedazan más que para comer, y nosotros somos exterminados por párrafos de escritura».
Paul Valéry, exagerando deliberadamente, decía que, de haber muerto antes de llegar a los sesenta, nadie recordaría hoy a Voltaire. Que es este gran defensor de la libertad ciudadana frente a las supersticiones del Tratado el que funda el espíritu moderno en Francia. Y, sin embargo, el punto de arranque del Tratado podía parecer anecdótico a sus contemporáneos. Un abuso judicial. Horrible, sanguinario, de una crueldad extrema. Pero nada demasiado ajeno a los usos de la monarquía absoluta en el Siglo de la Luces. Un hugonote que se suicida. Una turba que trata de linchar al padre del fallecido, al cual acusa de haber asesinado a su hijo para que no se hiciera católico. Ni una prueba, ni un indicio. Nada. Sólo el fanatismo loco. Y el poder judicial cediendo a él: Jean Calas, ejecutado en el horrible tormento de la rueda.
La hija loca
De esa abominación concreta, Voltaire ha tratado de extraer las grandes lecciones para el siglo: si la ilustración no vence a los fanatismos, los fanatismos harán imposible la convivencia humana. «La superstición es a la religión –escribe– lo que la astrología es a la astronomía: la hija loca de una madre sabia.»
Voltaire, burlón y sabio, no hubiera vacilado en entender que él era Charlie
Y el fanatismo conduce necesariamente la superstición hasta la raya del crimen. «El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que el furor es a la cólera. Aquel que tiene éxtasis y visiones, que toma sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, es un entusiasta; el que sostiene su locura por medio del asesinato, es un fanático... Y una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi incurable... Las leyes y la religión no bastan contra las epidemias de las almas; la religión, lejos de ser un alimento favorable, se vuelve veneno en los cerebros infectados... También las leyes son impotentes contra estos ataques de rabia; es como si le leyerais un dictamen del consejo a un frenético. Los fanáticos están convencidos de que el espíritu que los penetra está por encima de las leyes, que su entusiasmo es la única ley. ¿Qué responder a quien os dice que prefiere obedecer a Dios que a los hombres, y que, por consiguiente, está seguro de merecer el cielo degollándoos?»
Llegado el fanatismo a un punto así, no hay más defensa que la de atrincherarse en la sensatez, en el peso irrenunciable de la razón, en la primacía de la ley común sobre las alucinaciones privadas. A eso llama Voltaire filosofía. Al último consuelo. Al único sabio. «Porque el efecto de la filosofía es sosegar el alma, y el fanatismo es incompatible con el sosiego.»
«Hacer la guerra»
¿Que no es Voltaire un metafísico técnicamente elaborado? En efecto. Pero Voltaire no está usando el término «filosofía» en el sentido clásico. Filosofía, en el Siglo de las Luces, y especialmente en Francia, es agitación de los espíritus frente a la injusticia, arma de combate para la liberación de los hombres esclavos. Y no, no son Tratados, lo que Voltaire o Diderot –o, más aún, Meslier– escriben. Son libelos, panfletos si se quiere, ese género mayor que hace del conocimiento arma de lucha en la legítima defensa de la dignidad humana. «El filósofo» que define Voltaire en su Diccionario «no es entusiasta, no se erige en profeta, no se dice inspirado de los dioses... Los que se decían hijos de los dioses eran los padres de la impostura..., no eran filósofos, eran todo lo más unos prudentísimos embusteros.»
Que el Tratado de la tolerancia haya vuelto a irrumpir en la conciencia de una ciudanía francesa desgarrada, es de una lógica aplastante y consoladora. Dice que la democracia en Francia sobrevive a las más duras pruebas. Y que, a diferencia de la Ginebra que vergonzosamente prohibía en 1993 la representación del drama Mahoma de Voltaire por irrespetuoso, París sigue siendo la ciudad sabia que todos los hombres libres amamos. La que es consciente de que «el fanatismo es una locura religiosa» a la cual es necesario «hacer la guerra». Dice Voltaire. Dijo, ante la Asamblea Francesa, el primer ministro Valls hace diez días. Porque Voltaire, burlón y sabio, no hubiera vacilado un segundo en entender que él, sólo él era, en realidad, el verdadero Charlie.