de puertas adentro

Manuel Antonio Domínguez: Última parada del artista nómada

Cuando uno es un creador nómada como Manuel Antonio Domínguez es difícil reconocer que el actual es el estudio definitivo. El artista utiliza ahora su vivienda en Lavapiés como impoluta base de operaciones... Pese a su tendencia a acumular

Manuel Antonio Domínguez: Última parada del artista nómada isabel permuy

javier díaz-guardiola

No somos conscientes de hasta qué punto los actos más inocentes van determinado nuestra rutina. Por ejemplo, en la actual vivienda de Manuel Antonio Domínguez en Madrid («en Antón Martín, cerquita de la Filmoteca y sobre las bodegas de Alfaro», nos sitúa el artista), tiene dos balcones. «Nunca había vivido en una casa con balcón. Ahora, instintivamente, cada mañana, los abro e inicio un ritual de recoger las hojas caídas de las plantas». Acabada esa «autoimposición», el artista se prepara su frugal desayuno y se pone a trabajar. Estamos en invierno, y la luz es más interesante en la salita del fondo, aquella que alberga la cama en el altillo. «Pero según se acerca el calor, esa luz es más frontal en el salón». Entonces, es hora de recoger los bártulos y desplazarse hasta allí... De manera natural.

Domínguez se reconoce como un «diógenes pasivo», un acumulador por naturaleza

No somos conscientes de cómo nos determinan esos pequeños detalles. Hasta que escuchamos a nuestro protagonista. El joven onubense nos relata que él es más de radio que de playlist (aunque nos ha recibido con la luz baja, con el If you wait, de London Grammar sonando, y tenemos la sensación de entrar en un placentero chill-out), y que la cadencia de sus programas van marcando su día a día: «Cuando acaba Siglo XXI sé que me tengo que poner a preparar la comida». Luego toca leer. Tal vez un libro. ¿Por qué no un cómic? Y hacia las tres y media se retoma la tarea. Y luego están las llamadas telefónicas de los familiares. «Pronto tendría que llamar mi madre para preguntarme qué voy a cenar»...

Barbas de ermitaño

Un pequeño giro, un desplazamiento, y algunas de estas rutinas quedan alteradas: «Hasta que llegué a Madrid, nunca había trabajo en varias obras a la vez –confiesa–. Y antes era más nocturno. ¿Sabes lo que hecho de menos? En mi última casa, en Sevilla, a última hora tomaba la bicicleta, visitaba a los amigos, tomábamos una caña... Eso aún me falta aquí». Domínguez reconoce que vive tal vez la época más ermitaña de toda su trayectoria («No hay más que mírarme la barbota que llevo y lo blanquito que estoy!», bromea). Y es curioso oír hablar de rutinas a alguien que ha llegado a vivir en más de ocho residencias diferentes. De todas ellas es testigo silencioso una nube de moscas que descansa sobre el sofá.

«Si tuviera más sitio, no haría obras más grandes,sino llenarlo todo de más cacharros»

«Los que me conocen bien, reconocen esas moscas, que dibujé en 2004 y que me han acompañado en la maleta a donde haya ido. Ahora están llenas de polvo, pero yo les tengo mucho cariño». Domínguez se reconoce como un «diógenes pasivo», un acumulador por naturaleza («algo fatal para alguien que vive al lado del Rastro. Es muy peligroso. Te tienes que medicar. Mi terapia es salir cada domingo de casa sólo con cinco euros»). Quizás pocos sepan que se inició como recolector de objetos, objetos que intervenía y desde los que dio el salto a otras disciplinas. «El gran problema es que he aprendido a acumular en vertical. Eso ha dado pie a los “retablos” en los que se han convertido algunas paredes de la casa, y que se convierten en pequeños anuarios con elementos que han participado de mis anécdotas, de mis viajes...».

Hacerse el longui

A su lado, piezas suyas de primeras exposiciones, e intercambios con otros artistas («y mira que soy reacio, me cuesta hacerlos y algunas veces me hago el longui»). El último fue con Andrés Pachón , pero el artista recuerda sobre todo los del grupo con el que se inició y con los que, en algunos casos, ha llegado al final: «Alejandro Durán, Olmo Acuña, José Carballo, María José Gallardo... Quizás todos no tengan la relevancia que se merecen en el contexto artístico, pero sí para mí. Y algunos llegarán muy lejos».

Miramos a nuestro alrededor y lo vemos todo bastante ordenado y recogido. Hasta nos hacen gracia las guirnaldas que recorren las estancias («No son una obra. Son de la fiesta de inauguración de hace año y medio, y todavía siguen ahí»). Eso nos hace pensar que Manuel Antonio Domínguez o no es tan diógenes o tiene un plan B. Unas maletas plagadas de cachivaches para cuando el artista nómada decida que es el momento de partir: «En absoluto. Ese plan B es la casa de mis padres en el pueblo, Villablanca, pequeñito, de poco más de 2.000 habitantes, con el que yo mantengo una relación especial. Tantas cosas acumulo allí que mi padre está convencido de que un día el techo se le va a hundir». A eso hay que unir las obras acabadas que atesora su madre: «Es mi fan número uno. Lo cuelga todo. Es como tener un museo propio, en la Plaza de la Constitución, cerquita del Ayuntamiento, lo que le da más caché», dice entre risas.

«Hasta que llegué aquí, nunca había trabajo en varias obras a la vez. Y era más nocturno»

Volvemos a las rutinas. Cada vez que el artista regresa a su pueblo, saca todo lo que acumula en las cajas almacenadas: «Es algo ridículo. Lo tengo que ver todo, y guardarlo todo. Y sólo me traigo alguna cosita». Pero esa cosita, admite, luego se convierte en un elemento recurrente en cada una de sus series. «Siempre me pregunto si con un estudio más grande haría obras más grandes. No lo creo. Mi trabajo es meticuloso y pequeño, que nace de pequeños enjambres que se expanden. Si tuviera más sitio, lo que haría sería llenarlo de más cacharros».

El artista con nombre de terrateniente

Manuel Antonio Domínguez. El artista nómada. El creador interesado en la construcción de la identidad masculina. El artista «con nombre de terrateniente andaluz», bromea. El autor cuyo pseudónimo es El Hombre Sin Cabeza (con el que firmó su primer proyecto). Nunca ha compartido estudio, aunque reconoce ser muy social, necesitar de los demás («me frustra llegar a un sitio nuevo. Eso significa volver a tejer redes. Y si trabajara con más gente me pasaría el día hablando»). Con tal culo de mal asiento, ¿es este el destino, el estudio definitivo?: «Cuando uno es nómada, nada se ve como definitivo. Me dio mucha pena irme de Sevilla, pero ahora estoy encantado en Madrid, que es enorme. Quiero conocerlo más, aunque reconozco que me he hecho un hombre de barrio». Esperemos tenerlo por estos lares por mucho tiempo. Las moscas (el artista está convencido de que alguien, alguna vez, le birló una), silenciosas sobre el sofá, aún no parecen inquietas por marcharse.

Manuel Antonio Domínguez: Última parada del artista nómada

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación