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Ochenta apellidos vascos

El Museo San Telmo, en San Sebastián, le da una oportunidad al arte actual. Y comienza su programación en esta línea con «Suturak», una colectiva que recorre sus últimas décadas en Euskadi

Ochenta apellidos vascos

javier díaz-guardiola

Durante los últimos años, el Museo San Telmo de San Sebastián llevó a cabo su propio proceso de puesta al día. El mismo que lo ha transformado de museo histórico, artístico y arqueológico fundado en 1900 por la «Sociedad Económica Vascongada de Amigos del País» al actual Museo de Ciudadanía y Sociedad Vasca, nombre con el que entró en el siglo XXI. El remate final fue su ampliación arquitectónica, con un nuevo «bloque» frente al edificio histórico a cargo de Nieto y Sobejano y que le aporta su particular fisonomía actual.

Tras tres años de «mudanzas» –en todos los sentidos– tocaba ahora definir qué tipo de institución era la que quería proyectarse hacia el futuro, lo que debía plasmarse –y lo hace desde ya– en su programa de actividades (los denominados Desafíos) y en sus exposiciones.

Su acierto es su carácter inclusivo de artistas de otras regiones españolasd

Suturak / Cerca a lo próximo , la muestra que nos ocupa, es toda una declaración de intenciones. Para sus responsables (Xabier Sáenz de Gorbea y Enrique Martínez Goikoetxea, conservador este de la colección Artium , centro que colabora en la producción), la cita es un repaso a lo que ha dado de sí la creación realizada en el ámbito geográfico de influencia vasca en las últimas décadas. Pero para San Telmo es una manera de asegurarnos que el compromiso con la actualidad debe pasar por el interés por lo contemporáneo, y que antes de ponerse a programar exposiciones de artistas de hoy, era preciso dar a conocer los antecedentes próximos de los que todo emana.

Con cierto humor

La colección del San Telmo (que también actúa como Museo de Bellas Artes) alcanza hasta la última década de los ochenta. En ella se ancla con esta muestra que, aunque esboza un guiño a las anteriores (Oteiza, Chillida...), recorre a través de sus 120 obras y sus 82 artistas lo que ha dado de sí el arte vasco desde entonces y hasta ahora. Y lo hace no cronológicamente, sino por apartados, poniendo a dialogar a distintas generaciones. Su gran acierto es su carácter inclusivo, ampliando su nómina con artistas de otras regiones españolas que han desarrollado allí parte de su carrera –como la madrileña Elena Asins o el catalán Vicente Vázquez–, u otros autores internacionales (Dennis Adams, el suizo Hinrich Sach...), que en algún momento se han interesado por algún aspecto de la realidad vasca.

Doce capítulos, señalábamos. Estos destilan en sus títulos y en su articulación cierto humor por parte de los comisarios. «Pensar el antes» sirve de prólogo y nos sitúa ante los padres de la creación vasca de la segunda mitad del siglo XX, junto a autores muy posteriores como Juan Luis Moraza o Maider López (que multiplica por cien una de las cámaras de vigilancia del centro y que nos acompañan en un recorrido que ocupa las salas de exposiciones, el claustro y algunas estancias del edificio).

Impronta del paisaje

Le siguen otros como «Esta tierra es la tierra», sobre la impronta de lo próximo y el sentido del paisaje ( Alain Urrutia , Mikel Eskauriaza, Carlos Irijalba, Cristina Iglesias ...); «Construye que algo queda», en el que se releen estéticas históricas del conceptual en la zona (Irazu, Manu Muniategi, Asier Mendizábal...); «Txoko feminista» (Gudari Kings, Plataforma A, Azucena Vietes)...

Sólo un pero: cierta retórica en el lenguaje empleado en folletos y catálogo

Valiente dedicar un apartado a un drama evidente en estas décadas en Euskadi como la del terrorismo, aunque este, en las obras, se desplaza hacia un discurso actual –más que discutible– en el que dos realidades antagónicas se sitúan en igualdad de condiciones. La sonrisa se hace inevitable o se congela en la sección dedicada al descrédito, hoy, de la política, aunque regresa en «Asuntos exteriores»: el deseo de los comisarios por «exportar» arte vasco, lo que les lleva a ocupar otras estancias de la institución. Al final, la estupenda colección de estelas funerarias del museo encuentran su réplica en «Moribundia», con ejemplos de escultura vasca contemporánea, lo que genera un nuevo pliegue temporal.

Sólo un pero: cierta retórica en el lenguaje empleado en folletos y catálogo para referirse a algunas realidades políticas y sociales, muy del gusto de determinada «cuadrilla» (concepto vasco donde los haya). Algo no deseable cuando el dinero es público. La apreciación, sin embargo, no debe desmerecer la calidad de algunas propuestas.

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