libros
Adelanto de «La aldea en la jungla y otras historias orientales», de Leonard Woolf
Antes de casarse con Virginia Woolf, el autor pasó siete años en el servicio civil. Su destino, Ceilán. Etapa que le inspiró «La aldea en la jungla y otras historias orientales», que publicará Ediciones del Viento y de la que ofrecemos un avance

El volumen de Leonard Woolf consta de una novela – «La aldea en la jungla» – y tres relatos: «Un cuento a la luz de la luna», «Los dos brahmanes» y «De perlas y cerdos». Publicamos un extracto del segundo, que narra la maldición que pesa sobre los brahmanes Chellaya y Chittampalam.
Chellaya se había casado a los 14 años de edad con una oronda muchacha brahmán de 12 que le había dado tres hijos varones y dos niñas. Después había casado a sus dos hijas sin concederles grandes dotes, y todos sus hijos habían contraído matrimonio con esposas que les habían aportado importantes beneficios. Ningún hombre habría sido más feliz, aunque su esposa fuera demasiado charlatana y tuviera la lengua afilada. Y durante 45 años disfrutó Chellaya de la feliz vida que todo buen brahmán debería tener.
Cada mañana desayunaba sus tortitas de arroz, se daba un baño en la finca y acudía al templo de Siva. Allí hablaba hasta mediodía con su cuñado y con el suegro de su hija sobre Nallatampi, su vecino, que no se llevaba bien con ellos, sobre el precio del arroz y sobre un terreno que en los últimos cinco años había estado pensando comprar. Después de comer arroz al curry, cocinado por su esposa, pasaba dormitando la tarde; y luego, cuando el sol empezaba a perder su fulgor, bajaba a la ribera de la laguna azul y permanecía allí sentado hasta el anochecer.
Esta era la pasión de Chellaya: sentarse a orillas de las tranquilas y resplandecientes aguas azules y contemplar las islas remotas que tremolaban y centelleaban en el espejismo de calor. El viento, menos intenso por la noche, se limitaba a murmurar en las palmeras que tenía a sus espaldas. El calor envolvía la tierra como algo tangible y balsámico. Y Chellaya esperaba ansioso el momento en que los pescadores vinieran con sus redes para adentrarse en aguas poco profundas en busca de peces.
Con cuánta ansia esperaba todo el día a que llegara ese momento; incluso en el templo cuando hablaba de Nallatampi, a quien tanto odiaba, la visión de aquellas aguas tranquilas se alzaba ante él, con hombres enjutos levantando los pies uno tras otro con mucho cuidado de no salpicar o erizar la superficie e inclinándose hacia delante dispuestos a echar las redes. Y luego por fin la alegría de la captura, el gran pez plateado saltando y retorciéndose en la red. Empezó a odiar su finca y a su oronda esposa y las interminables charlas en el templo y aquellas largas noches monótonas en que permanecía de pie bajo su sombrilla al pie de su arrozal observando a los Mukkuwas arar, sembrar o cosechar.
A medida que Chellaya envejecía se iba convenciendo de que el único placer de la vida lo daba el pescar. Esto lo preocupaba sobremanera, porque la de los pescadores era una casta inferior y ningún brahmán había capturado nunca un pez; hacerlo le supondría una total contaminación y la consiguiente expulsión de su casta. Un día, sin embargo, cuando se disponía a situarseen su acostumbrado lugar a orillas de la laguna, halló a un pescador que sentado en la arena remendaba su red.
–Pescador –dijo Chellaya–, ¿podría aprender a usar la red alguien ya mayor que nunca hubiera tenido una en sus manos?
Chellaya era un retaco de hombre, pero había hablado con enorme dignidad. El pescador supo enseguida que tenía delante a un brahmán y le hizo zalemas, tocando el suelo con la frente.
–Señor –respondió–, el niño aprende a usar la red cuando aún toma el pecho de su madre.
–¡Ah, necio pescador! –exclamó Chellaya fingiéndose muy enfadado–, ¿es que no lo entiendes? Supongamos que un hombre ya entrado en años que no fuera pescador deseara pescar, por voto o incluso por diversión. ¿Podría alguien así aprender a usar la red?
El anciano pescador torció su arrugado rostro y miró a Chellaya dubitativo.
–Señor –contestó–, no sé decirle. Porque ¿cómo iba a darse el caso? El pescador a sus redes, como reza el dicho. Estas cosas se aprenden cuando uno es joven, como quien aprende a caminar.
Chellaya miró a la laguna por encima de la cabeza del anciano. Otro pescador se adentraba sigilosamente en el agua dispuesto a arrojar su red. ¡Ah, deslizóse la red por el aire! No, nada... o sí, qué alegría, un destello plateado en las mallas. Chellaya se decidió de repente.
–Ahora mírame, amigo, y dime una cosa: ¿podrías enseñarme a usar la red?
El anciano se cubrió la boca con la mano, porque no es decoroso que un pescador muestre su sonrisa en presencia de un brahmán.
–El señor se está riendo de mí –observó con respeto.
–No me río, amigo. Prometí a Muniyappa que arrojaría una red de noche a la laguna si retiraba la maldición conjurada sobre mi nieto. Ahora mi nieto está bien. De modo que, si mañana por la noche me llevas a un lugar donde nadie nos vea y me traes una red y me enseñas a usarla, te daré cinco medidas de arroz. Pero si le dices a alguien una palabra de esto, yo mismo invocaré a Muniyappa para que lance diez mil maldiciones sobre tu cabeza y la de tu hijo.
Dado el peligro que supone arriesgarse a ser maldecido por un brahmán, el pescador aceptó el trato y a la noche siguiente acompañó a Chellaya hasta un abra en la laguna y le mostró cómo usar la red. Durante una hora caminó Chellaya por aguas poco profundas experimentando un terrible placer. A cada momento echaba un vistazo a tierra por encima del hombro para cerciorarse de que no hubiera nadie a la vista; a cada momento le remordía la conciencia de ser el primer brahmán que contaminaba su casta pescando; y a cada momento sentía la alegre esperanza de que esta vez la red se deslizara y cayera suavemente en círculo sobre algún pez plateado.
Chellaya no capturó nada aquella noche, pero había ido demasiado lejos ya para echarse atrás. Pagó al pescador dos rupias por la red y la escondió tras una roca, y cada atardecer marchaba a la cala solitaria, apilaba sus blancas ropas de brahmán sobre la arena y se adentraba con su red en aguas poco profundas. Allí pescaba hasta que el sol se ponía. Y de vez en cuando capturaba peces que muy a su pesar tenía que devolver al agua, porque temía la reacción de su esposa si los llevaba de regreso a casa.
Muy pronto empezó a circular por la ciudad el extraño rumor de que el brahmán Chellaya había contaminado su casta pescando. Al principio la gente se mostraba escéptica; no podía ser que algo así aconteciera, porque nunca antes se había dado el caso. Pero al final contaban tantos la misma historia –y si un hombre había visto a Chellaya con una red, otro lo había sorprendido caminando por el agua en la laguna– que todo el mundo empezó a creérsela, las castas inferiores con gran complacencia y los brahmanes con gran ira y vergüenza.
Apenas había cobrado fuerza este rumor cuando empezó a hablarse de algo más extraño si cabe. Parecía ser que el brahmán Chittampalam, vecino de Chellaya, había contaminado su casta llevando tierra en la cabeza. Este rumor también resultó ser cierto, y acaeció de la siguiente manera.
Chittampalam era un hombre taciturno y avaro. Si su flacucha esposa usaba tres guindillas, pudiendo habérselas arreglado con dos para el curry, le propinaba una buena paliza. Desde el momento en que Chellaya empezó a pescar en secreto, el agua se volvió salobre en el pozo de Chittampalam. Había que abrir un nuevo pozo en la finca, pero hacerlo implicaba pagar a un hombre de baja casta para que llevara a cabo el trabajo; porque la tierra que se extrae hay que portarla sobre la cabeza, y eso para un brahmán supone contaminarse. Así que Chittampalam se sentó a pensar en su finca durante muchos días tratando de discurrir cómo evitar pagar a un hombre por abrir un nuevo pozo, y mientras tanto el sabor del agua del viejo pozo se iba haciendo cada vez más desagradable.
Llegó un momento en que incluso a la esposa de Chittampalam le resultaba imposible beber aquella agua. Sólo cabía una solución: tenía que abrir un nuevo pozo y no estaba dispuesto a pagar por ello, así que se propuso hacerlo él mismo. Cada noche durante una semana Chittampalam bajó hasta el rincón más oscuro de su finca y excavó el pozo y acarreó tierra sobre su cabeza, y así contaminó su casta.
Los demás brahmanes se enfurecieron con Chellaya y Chittampalam y, después de agraviarlos y llamarlos parias, los descastaron para siempre y se negaron a comer o beber con ellos o ni tan sólo dirigirles la palabra; y juraron que los hijos de sus hijos no se casarían nunca con los nietos y las nietas de Chellaya y Chittampalam.