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La gran lección moral de Marsé

Nada separa las calles de Barcelona de las del gueto de Varsovia; ni siquiera el tiempo. Al menos, en las páginas de «Noticias felices en aviones de papel», la nueva novela de Juan Marsé

La gran lección moral de Marsé inés baucells

j. m. pozuelo yvancos

Pocos escritores hay tan fiables como Juan Marsé. A los tres años de habernos dado la novela Caligrafía de los sueños , que concentraba un mundo de idealismos fracasados en la dualidad realidad/sueño de una pobre mujer, la memorable señora Mir , vuelve el autor al territorio suyo de siempre. Incluso aparece mencionada la calle Torrente de las Flores, donde ambientó su anterior novela, para contarnos, esta vez en el género de nouvelle , otra historia de gentes humildes, esas pobres gentes que se ven engrandecidas por su imaginación y la solidaridad ejercida entre ellas.

Bruno, el protagonista, es un adolescente a quien su madre, separada, pone a trabajar de aprendiz en una pastelería. La otra protagonista es su vecina de tres pisos más arriba, la señora Pauli, diminutivo españolizado de Pawlikowska, una anciana que sufre los inicios de la demencia senil. Huyó del gueto de Varsovia con veinte años, vino de bailarina al Paralelo, y vive una vejez decadente únicamente paliada por la comprensión de sus vecinos; entre ellos Ruth, la madre de Bruno, uno de esos personajes discretos de Marsé .

«El realismo de Marsé se tiñe siempre de otra cosa. Le ocurre como a Chaplin»

Por ser buena, llega Ruth incluso a perdonar al tarambana del que fue su marido, un hippy ibicenco que, tras abandonarla, se hizo místico budista, fue dando tumbos por distintos paraísos isleños y termina en un lamentable estado de miseria, tocando el clarinete en el metro. Por último, están los dos hermanos Rabinad, críos de la calle que parecen salidos de Ladrón de bicicletas , aunque no en posguerra alguna, sino en la Barcelona de hoy. Porque Marsé sabe que ni las calles ni las gentes de barrio han cambiado tanto , ni los críos son otros que los que poblaron Si te dicen que caí .

Toda la dignidad del mundo

Una novela corta, por tanto, género al que Marsé entregó Ronda del Guinardó , una de las cumbres del género en castellano. Un género, como le ocurre al cuento, que no permite excursos ni desmayos, pero sí concede atisbos de acciones anteriores (el sufrimiento del gueto, que junto a una foto de niños de la calle, mirando desvalidos, recoge en la frase final de la novela), la palabrería del padre de Bruno, la picaresca intuida en los Rabinad. Aunque ninguna de estas líneas obtiene desarrollo.

Marsé ha dejado fuera casi todo, concentrando un estilo depurado, en que cada frase esconde un mundo de posibles desarrollos no seguidos. Porque Marsé no parece admitir distracciones de lo que le parece fundamental: la mirada de Bruno, el adolescente que anda en el negocio que le propone la señora Pauli: dos reales por cada cinco aviones de papel de los que ella tira a la calle y que él debe recoger, además de traerle periódicos con los que seguir haciéndolos. La clave está en ese vuelo del avión de papel, que tiene el curso de un sueño y vuela igual. La dialéctica fantasía/realidad, el idealismo de la señora Pauli, que tira también por el balcón comida que alguien –cree– habrá de recoger o confunde las sombras con los indigentes del gueto al que su vieja memoria desmemoriada vuelve setenta años después. Como ocurre siempre con Marsé, hay que concederle atención a los detalles, pues hace un signo de cada uno de ellos. Por ejemplo, el periquito y la jaula de la que huir; también, las fotos.

«Marsé necesita poco, o mejor, dice mucho en poco, fijándose en detalles»

No crean que hay desarrollos sentimentalones. Marsé se ha contenido mucho, pero está claro que no quiere ocultar el sentimiento central que la novela desarrolla: la piedad hacia la indigencia . Esa indigencia es de dos tipos, la material –todo tiene un aire de bata de guatiné – y la que provocan los sueños no cumplidos de sus criaturas, que han generado distintas formas de fuga. Por eso el realismo de Marsé se tiñe siempre de otra cosa. Le ocurre como a Chaplin, que puede mostrar un remiendo, pero salva desde él la profunda dignidad de quien lo lleva.

Obviamente la acción central, la relación entre Bruno y la señora Pauli, no da para mucho; apenas pueden hablar, porque a la anciana se la entiende poco; desvaría ya. Esa elemental reducción de las relaciones a los signos secundarios , implícitos en lo que cada uno hace, es uno de los mejores rasgos de la novela, porque necesita poco, o mejor, dice mucho en poco, fijándose en detalles menores.

En el fondo, Marsé ha ideado una gran lección moral. Esa palabra tan manida, solidaridad, la vierten sus criaturas sin ser conscientes. Como si en tiempos de miseria el espíritu de ayuda les hiciera comprender que en la locura de un sueño o en el tesoro de una memoria –esa antigua foto de niños iguales a los de nuestras calles– estuviera concentrada toda la dignidad del mundo.

La gran lección moral de Marsé

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