arte
Bernini en el Museo del Prado: Eternidad en lo efímero
Gian Lorenzo Bernini fue el «regista» que transformó Roma en el gran teatro del mundo que es hoy . Parte de esa escenografía se exhibe ahora en el Museo de El Prado. Esta es su primera exposición en España, que lo vincula a nuestra Corte
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Johannes Calvino depuró en el año 1546 a Ginebra de la presencia dañosa del teatro, que, en sus representaciones, abole la verdad para primar los afectos. Entre 1615 y 1680, y a a través del entusiasmo de tres Papas (Pablo V, Urbano VIII y Alejandro VII) y el desafecto de uno ( Inocencio X ), Giovan Lorenzo Bernini fue el regista, el escenógrafo que hizo de Roma el gran teatro del mundo. Calvino habría dicho que la gran prostituta.
Un polifónico Bernini vive en cada obra. De la grandeza de San Pedro a las humildes terracotas
Lo urdió en sólidas arquitecturas materiales. Y en igual de imprescindibles tramoyas de arquitectura efímera. Un arquitecto, igual que un escultor, construye imaginarias representaciones. Lo que es lo mismo, afectos subjetivos. Que lo haga en mármol o en papel o en tela, no cambia demasiadas cosa. Todo es escena. En la cual reconocer lo necesario: un poder temporal y religioso. Y, en ese reconocimiento, reconocerse. Entre Calvino y Bernini , Trento. Y el nacimiento de una modernidad que sabe cómo dominar a los hombres dominando sus representaciones, fabricando imágenes.
«El mundo –diagnostica Bernini– no es más que una comedia». Todos en su siglo saben que eso es una paráfrasis. De Epicteto, que ha sido el primer maestro del pensar propio, al siglo XVII. Del filósofo estoico tomaron los hombres cultos del barroco la certeza de que un punto de contacto era posible entre filosofía pagana y cristianismo. Que ese punto atañía al ámbito en el cual esencialmente se juega la salvación de un hombre: el ámbito de la moral. Pero que, a partir de ese núcleo, lo que está en juego es el desenvolvimiento de todas las estrategias del pensar humano. También la estética.
Un barroco estoico
En un movimiento nada exento de paradoja, el barroco católico es estoico. Al menos, en eso. Quizá, ante todo, porque sólo Epicteto le aparece como cura eficaz frente a la irrupción epicúrea que ha venido de la mano del recién descubierto De rerum natura de Lucrecio . Y las Pláticas son el segundo pilar –el primero es, por supuesto, el Nuevo Testamento– sobre el cual va a alzarse el edificio totalizante de la Contrarreforma. Ese edificio en el cual Bernini ha sido mucho más que un escultor o un arquitecto: un forjador de arquetipos, de figuras, de grandes tropos definitivos. En dura piedra unos; otros de la fugaz materia de los sueños. Y todos por igual eficaces en el solo objetivo que cuenta: esculpir a la medida el alma.
Delfín Rodríguez, que ha comisariado para el Museo del Prado este microcosmos que es la muestra Bernini: Roma y la Monarquía Hispánica, abre su analítico catálogo con la constancia de su prodigiosa biografía múltiple: «Escultor y arquitecto que proyectaba transformando la ciudad o incorporándola a sus espacios construídos; autor de artefactos, arquitecturas efímeras y fuegos artificiales que convertían los lugares cotidianos en espectáculos de maravilla y excepción… Algunas veces autor de obras de teatro y de escenografías sorprendentes»; Bernini fue el gran escenarista de Roma como teatro del mundo. Teatral, sobre todo, cuando no hace teatro, es un supremo director de escena que sobrevuela la ciudad papal para darle alma.
El artista es vicario de Dios y casi dios menor en sí mismo. No sólo intérprete. Escoge sus escenas
Todo ese polifónico Bernini está en cada una de sus obras. De la magnificencia ciclópea de la columnata que convierte la Plaza de San Pedro en la más grande escena jamás planificada, hasta la humilde terracota en cuya delicadeza la intensidad del éxtasis marmóreo de Santa Teresa se conserva entera, intacta. «Pasar, saltar las reglas sin violarlas», que dirá su hijo Domenico fue el lema de Bernini, tiene eso: que todo emerge intemporal, que todo nace instalado en esa eternidad equilibrada a la cual llamamos clasicismo.
«Teatro en el teatro, templo en el templo», escribe Delfín Rodríguez, para dar cuenta de ese inagotable juego de espejos escénicos berninano. Representar para poner figura, para construir la cercanía de lo verdadero. Son los mismos años en lo que Quevedo ha vertido en versos castellanos el teatral mundo que desmenuza Epicteto: «No olvides que es comedia nuestra vida / y teatro de farsa el mundo todo/ que muda el aparato por instantes / y que todos en él somos farsantes», al servicio de un Dios que escribe el texto. O en los cuales Pascal reinventa el cristianismo: «Recordad que estáis aquí como un actor y que interpretáis el personaje de una comedia, tal cual plazca al señor dároslo. Si os lo da corto, interpretadlo corto; si os lo da largo, largo interpretadlo… Es asunto vuestro interpretar bien el personaje que os ha sido dado; pero escogerlo es cosa de otro». Pero, en Bernini, el artista es vicario de Dios y casi dios menor él mismo. No sólo intérprete. Escoge sus escenas.
Los nudos gordianos de la muestra
Las dos almas –bienaventurada y condenada– de un Bernini que en 1619, cuando las esculpe, tiene 21 años, anudan el corazón de esta muestra. Siguiendo a Giulio Carlo Argan, el catalogador las califica como modelos de uso jesuita de la retórica clásica. Pero, ¿a qué engañarnos? Es el Alma condenada –quizá un autorretrato– la que captura al vuelo el ojo del espectador para ya no soltarlo. Como capturó al Howard Hibbard que, en su estudio de 1961, ve en ella el arquetipo de la mirada moderna: «El Alma bienaventurada, pieza altamente acabada que hace juego con el Alma condenada, es la imagen de una joven que alza su vista al cielo; es también un vigoroso estudio, pero, comparada con su pareja, sale perdiendo, como todo lo virtuoso y noble lo suele hacer al ser trasladado al arte, bien sea en mármol o en prosa». Después de ese prodigio, y después del busto marmóreo del Cardenal Scipone Borghese, Bernini será ya Bernini. Ni siquiera el « Miguel Ángel de nuestro tiempo» que anuncia el Papa Pablo V. Bernini. Sólo.
El Alma condenada es fotograma, instante congelado en una tragedia. Infinita. En cuyo vértigo de eternidad el autor busca perderse. Es el infierno. Y, al congelarlo, el artista se sabe confrontado a su enemigo absoluto: el tiempo. Y entonces la eternidad se alza en lo efímero. Eso es Trento. Eso temía ver llegar Calvino.