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«Demonios familiares»: Ana María Matute cierra su ciclo
La muerte interrumpió el pasado 25 de junio la escritura de «Demonios familiares». Sin embargo, la solidez de la novela póstuma de Ana María Matute hace que no se lea como una obra incompleta. Es el privilegio de la gran literatura

La última novela de Ana María Matute, que no pudo terminar por fallecer mientras la estaba escribiendo, sólo puede considerarse inacabada en el sentido literal de haber quedado interrumpida. Pero al igual que le ocurre a la famosa sinfonía de Schubert, es inacabada pero no incompleta.
Como Pere Gimferrer acierta a explicar en el recorrido que hace en su prólogo por algunas de las obras literarias a las que les ha ocurrido ver no cumplido su final, la narración de Ana María Matute no ve dañado su sentido artístico. Nada se ha resentido de esa circunstancia. Incluso podríamos decir que queda inconclusa, pero que, dada la calidad del modo como resuelve la tesitura vital de su protagonista, la adolescente Eva, no necesita ir más allá para decir lo que ha dicho.
La intensidad expresiva del estilo de Matute se basa en los silencios
La circunstancia externa es la siguiente: en la primavera de 1936 Eva se hallaba de novicia en un convento y es sacada de él rápidamente, cuando milicianos republicanos queman el edificio. Es hija de un Coronel, viejo militar que ha hecho la guerra de África, descendiente a su vez de una rígida familia de derechas dominada con mano férrea por la Madre de aquel. Tanto el Coronel, que ahora sobrevive enfermo en una silla de ruedas, como su Madre no reciben otro nombre, queriendo significar Matute con ello su función de absoluta jerarquía y poder.
Eva ha nacido y se ha educado en el seno de esa familia sin amor, sin ternura, sin roce afectivo. Conocen los lectores de Ana María Matute , tanto la autora de novelas como la escritora de cuentos, que ese tema de la precariedad afectiva de una niña es constante en su obra. Sin ir más lejos, ocupa el centro de Paraíso inhabitado, su título anterior, del que Demonios familiares iba a ser en principio continuación, por el seguimiento de un hilo allí esbozado.
Medias palabras y antiguas heridas
La falta de cariño que rodea a Eva no nace únicamente de la peculiar fisonomía adusta de su padre, el viejo militar que la tuvo ya maduro; ni siquiera se debe únicamente a haber muerto su madre en el parto y haberse criado con un ama. Ambas son circunstancias concurrentes, pero Matute no insiste tanto en ellas como en otro fenómeno muy de su estilo: los silencios, los secretos. La vida de las niñas en 1936, educadas con severa observación de la frontera que marcaban los mayores, quienes las expulsan de su mundo, estaba poblada de atisbos, de medias palabras, de secretos inaccesibles y de antiguas heridas no cicatrizadas. Eva las sufre sin llegar a entender casi nada.
El tema de la precariedad afectiva de una niña es constante en su obra
No me es posible dejar constancia de un secreto familiar fundamental que le es descubierto a Eva ya entrada la novela y que afecta a todo su entorno, lo mismo que evito explicar el lugar de Yago, el fiel criado del Coronel, personaje en principio siniestro que en la trama va desarrollándose hasta ser uno de sus elementos de mayor interés.
También el mundo de los hechos ocurridos en julio de 1936 es mirado de una manera muy singular. Podría decirse que Ana María Matute ha querido que su última novela tratara la Guerra Civil, tema presente en la primera de las que publicó, Los Abel (1948), de igual modo que es asunto central en las que considero su dos mejores obras: Los hijos muertos (1958), que la consagró, al merecer el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, y Primera memoria, Premio Nadal 1959. Demonios familiares, por tanto, vendría a cerrar el ciclo de esos dos títulos, puesto que los sucesos externos narran las consecuencias del alzamiento militar de Franco en un pueblo castellano, pero también los recuerdos que de ello guarda Eva, quien tiene la edad de la narradora y protagonista de Primera memoria.
Lo que hay detrás
Si sitúo Demonios familiares en el vértice donde las dos novelas citadas se cruzan es porque los hechos externos, lo que ocurre entre los hijos de los dos bandos que inmediatamente se forman en el pueblo, es menos importante que la resonancia que todo ello tiene en Eva. Ella intuye lo que hay detrás de las reuniones de su padre con otros hombres de familias conservadoras en su tertulia de La Bandera, lo mismo que se da cuenta de que algunos de los amigos de Yago o de Berni, el novio huido de Jovita, pertenecen al otro mundo; pero nada se hace explícito del todo, hasta que los hechos se desencadenan de un modo que no puedo revelar al lector. Sí puedo adelantar, porque pertenece al estilo de Ana María Matute, que el universo del desván es el único en el que Eva se siente segura.
También ha dejado la autora en esta última novela suya una lección de profunda humanidad, fiando en el afecto fraternal la única manera de sobrevivir a los infortunios. El amor que Eva comienza a sentir por el paracaidista del ejército rojo al que Yago y ella esconden en el desván tiene mucho de inocente, porque Matute ha querido que fuera primario, hermoso, de tan elemental. El libro no lo desarrolla, al haber quedado interrumpido.
Sin saber que quedó inacabada, habríamos celebrado su final abierto
Pero insisto en la idea de que cuando esto ocurre lo fundamental ya ha sido dicho; incluso acaba siendo concurrente con esa economía de intensidad expresiva del estilo de su autora, que se basa mucho en los silencios, las sugerencias y los valores simbólicos de la contigüidad con la Naturaleza, representada por el Bosque, y que sirven a Matute, como hiciera en sus obras de corte fantástico, para vincular las dos esferas, las del afecto y la Naturaleza, como si Eva tratase de seguir un instinto primordial, que sería vano perseguir como meramente erótico, lo que ningún lector hará, por otra parte.
Por encima de ideologías, saltándose incluso la conveniencia, Eva y Yago apuestan por el cuidado solidario del herido, como si ellos también fueran supervivientes de las historias de desafecto que han vivido.
Lo que de la novela nos ha llegado está excelentemente narrado, resulta cohesionado, trabajado, limado y no deja resquicio. No se trata, por tanto, de tanteos; como informa el epílogo de su ayudante, Mari Paz Ortuño, Matute había corregido varias veces lo escrito, y eso se nota. Si no supiéramos que quedó inacabada, habríamos celebrado el instinto de su final abierto a varias posibilidades que el lector tiene el desafío de completar con su imaginación. Privilegio en todo caso de la buena literatura.