Corín (capítulo 7)

RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

Súbitamente, el comisario del caso del zapato conecta a Cora con un general retirado al mando de la empresa de seguridad. Teme que le compren la agencia pero lo que recibe es una oferta que no podrá rechazar

Jorge Fernández Díaz

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Lobo contempló detenidamente las expresiones de Bruno, acostumbrado como estaba a calibrar los efectos de una oferta y el material del que estaba hecho su interlocutor. A Cora se le había enfriado el café y no había tocado el 'lemon pie', y eso que no solía resistirse a semejantes manjares. Se sentía en falsa escuadra: fea, pobre y desactualizada, y diseccionada con lupa por un ex amante que la conocía desnuda, y por un tiburón que quería zamparse su negocito de un bocado. Algo de todo eso intuyó el general retiro efectivo, porque extrajo del bolsillo interno del corazón un sobre, se lo dejó junto a los cubiertos y lo palmeó todavía como si fuera una mascota amaestrada, o un regalo precioso. En lo estrictamente monetario, el sobre no engañaba: Cora recién lo abrió en Palermo y se lo entregó a Marisa Grillo, a la que en una lectura rápida le pareció un acuerdo sustancioso. «Nos equilibra todas las cuentas, y nos permite armar un fondo anticíclico», dictaminó la contadora. Fina reaccionó en el mismo sentido: «Podemos acomodarnos a tus horarios y no perder mucho». Claudia fue la más tajante: «Si no agarrás vos, van a buscar a otro, te van a comer la clientela y te vas a querer matar». Cora recordaba las palabras del Turco Zarif en el ascensor transparente, cuando ella bajaba pensativa y él se reía suavemente de sus dilemas existenciales. «Te preguntás cuánto vale la libertad –dedujo el comisario–. Vas a ver que no vale tanto». Ella le lanzó una mirada odiosa, pero reconocía internamente que su conjetura era correcta. ¿Cuánta libertad tendría dentro de una empresa con cultura propia y reglas que no conocía? ¿No significaba un retroceso, después de todo lo que le había costado la independencia? Al despedirse, Guillermo Lobo le había sugerido que se tomara unos días para pensarlo, y para cebar más el anzuelo le había prometido manos libres y ninguna injerencia: «No tenemos expertise, no vamos a molestar».

Cora Bruno pasó dos noches de insomnio, y al final resolvió aceptar el primer cheque. Se instaló en un despacho aséptico con ventana a la estación de trenes, y cumplió jornada completa martes y jueves durante dos semanas hasta que recibió la primera consulta. Para entonces, ya era una fuerte fumadora pasiva contemplada con sorna por ese mundo de varones antediluvianos; ya la habían bautizado 'Corín Tellado' y a su oficina ya le decían 'El consultorio sentimental'. El mismísimo Guillermo Lobo acompañó al primer cliente hasta el quinto piso, y la elogió en su presencia. Era alguien muy relevante para Sursegur: decidía si la protección y el traslado de caudales del banco que representaba se hacían con esa firma o con otras del ambiente. Se trataba de un contrato millonario, y el buen señor era recibido como un príncipe, aunque no se daba ínfulas. Todo lo contrario: era un morocho delgado y educadísimo, que vestía de una manera sobria, pero que tenía una mirada vacilante. Lobo los dejó solos y cerró la puerta. Cora abrió su bloc y escribió su nombre y su edad: Gastón Cárdenas, 53 años. Y esperó que movieran las blancas. Las mujeres, en estos prolegómenos, eran mucho más expeditivas y directas. Los caballeros, en cambio, se sentían un poco cohibidos, tocados en su masculinidad, y por lo tanto daban vueltas, abrían y cerraban las manos, y se humedecían los labios porque se les secaba la boca. Cárdenas no fue la excepción.

Se sentía fea, pobre y desactualizada, y diseccionada con lupa por un ex amante que la conocía desnuda, y por un tiburón que quería zamparse su negocito de un bocado

—Como le decía a Willy, tengo un problema personal y necesitaría un consejo –empezó–. Eso sí, con la mayor reserva.

Cora sonrió para adentro: aquel gerente no quería decidir algo tan grave como el seguimiento de su esposa; sólo buscaba a alguien que se lo sugiriera. Y que lo hiciera desde el más puro profesionalismo, para que lo librara a él de haber tomado una decisión tan difícil.

—¿Se trata de su mujer? –lo empujó ella, y simuló que tomaba nota–. Cuénteme qué lo trajo hasta acá.

—Nada específico –se apresuró, como si quisiera quitarle peso al agravio–. Luisa es una persona extraordinaria. Y no me gusta dudar de ella. Me parece injusto.

—Pero percibió ciertos cambios.

—Está distinta –asintió, tragando aceite de ricino.

Esta vez Bruno apuntó en serio los datos que le transmitía.

—¿Cuándo empezó a notarlo?

—No sé, hace cuatro o cinco meses, pero puede venir de antes –titubeó–. Este año tuve que hacer muchos viajes por el banco y me doy cuenta de que estuvimos muy desconectados.

—¿Tienen hijos?

—Una hija de veintisiete, que estudia un posgrado en La Sorbona.

—¿A qué se dedica Luisa?

—Nos conocimos en la facultad, pero cuando nos casamos y quedó embarazada, ella largó la carrera. Se dedica a la casa, que es enorme. Sé lo que está pensando.

—¿En qué estoy pensando, señor Cárdenas?

—El síndrome del nido vacío.

Bruno guardó silencio, para que el cliente tuviera la necesidad de llenar los puntos suspensivos. Él se removió en su asiento.

—Nuestra hija se fue a vivir a París hace seis años, y estos cambios de mi esposa empezaron ahora.

—Hábleme de esos comportamientos, con el mayor detalle posible.

—En realidad, no hay mucho que contar. –Piensa unos segundos–. Está distante, como enojada.

—¿El enojo es un estado permanente, o tiene arranques puntuales?

—No, arranques. Sin motivo. Parece…

—¿Parece?

—Como si me odiara en esos momentos. Pero después se le pasa, y volvemos a la normalidad, si es que la podemos llamar así. No sé.

—¿Qué más?

—Durante el día no está en casa y a veces no atiende el celular.

—¿Qué hay de su ropa?

—¿Usted se refiere a si sale bien vestida? –repregunta–. Yo soy un desastre para eso. Pero sí, puede ser que ande mejor vestida.

—Señor Cárdenas, usted no viene a este confesionario por tan poca cosa. ¿Qué prendió la luz de alerta?

Cárdenas resopló y se palmeó las piernas, como si necesitara darse coraje.

—Tres temas –dijo entonces, y tragó saliva–. Empezó a desatender la casa y a llegar tarde a los compromisos. Por lo menos dos veces me dijo que se había reunido con sus amigas del colegio, y me enteré de que era mentira. Y al revisar sus cuentas me sorprendí, porque estuvo haciendo extracciones fuertes durante el último año y medio.

—¿Tienen cuentas separadas?

—Desde siempre. A la muerte de mi suegra, Luisa heredó una buena suma y tiene bonos e inversiones propias. Nos pareció lógico y sano que eso lo manejara ella y se mantuviera aparte.

—¿Las extracciones siguen algún patrón?

—Ninguno. Son irregulares, y de montos muy disímiles.

—¿Hackeó a su esposa, señor Cárdenas? –le preguntó Cora, observando muy atentamente sus expresiones.

Cárdenas cerró los ojos y sacudió afirmativamente la cabeza, derrotado y quizás arrepentido. Pero no pronunció ni una palabra, como si creyera que lo estaban grabando y que no debía admitir ese crimen.

—Me imagino que su hacker no se limitó a las áreas financieras, y que avanzó sobre su casilla personal, su whatsapp y sus redes sociales.

El gerente tosió como si se hubiera atragantado, y volvió a asentir calladamente. Pero esta vez estaba resignado a exponerse, no le quedaba alternativa:

—Luisa detesta las redes, y en su e-mail no había nada raro.

—¿Y en su móvil?

—Tampoco.

—¿Su hacker le activó un localizador?

—Sí -se lamentó.

—¿Qué encontraron?

—Tampoco hay lugares fijos. Fui a posteriori a dos o tres que me señaló, todos por el centro, y no me pareció que tuvieran alguna relación entre sí.

—Buscó hoteles.

—Sí, qué horror. Pero hay por todos lados, ¿no?

A Cora le interesó ese misterio. Lo garabateó junto con un diminuto signo de interrogación.

—¿Habló con ella, señor Cárdenas? –preguntó sin levantar la vista.

—Varias veces –contestó él, pero lo hizo como si estuviera en falta–. Después de alguno de sus berrinches y escándalos. Una noche la llevé a una cena romántica, le pregunté qué le estaba pasando y le dije que la extrañaba. Se puso a llorar, se levantó de la mesa y volvió caminando a casa. No quiso saber nada con que la llevara en el auto. Después me pidió perdón y se fue a dormir.

—¿Le habló de las mentiras y de los gastos?

—No tuve valor.

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