Plasticismo neofantástico: el pintor Víctor López-Rúa conquista México
El pasado mes de junio se inauguraba en el Centro Cultural de la Embajada de España en Ciudad de México la Exposición Ardiente Aura, del artista gallego. Tras el éxito, la muestra continuará en la Galería Hispánica Contemporánea de la capital azteca
El pasado mes de junio se inauguraba en el Centro Cultural de la Embajada de España en Ciudad de México la Exposición Ardiente Aura. La persistencia pictórica del paisaje del pintor Víctor López-Rúa (A Coruña, 1970). Tras el éxito de esta muestra, los óleos en gran formato del artista coruñés estarán colgados en la Galería Hispánica Contemporánea de la capital azteca, desde octubre hasta marzo de 2020.
La inquietante obra pictórica de Víctor López-Rúa pertenece a un arte transversal que bauticé hace años con el nombre de Visualitura. Expresión artística híbrida, se dan cita aquí el arte plástico y la narrativa verbal, la fotografía o el cinema. Todo un compendio de expresiones visuales que se empeñan con insólita eficacia en contarnos una historia. Como afirmaba Luis Alberto de Cuenca refiriéndose a la pintura del artista gallego: en la trastienda de todas y cada una de sus obras hay, además de una depuradísima técnica pictórica, una capacidad inusitada de contar, de referir, de relatar.
Los cuadros-relato del pintor coruñés se inscriben en la narración neofantástica, poética que renovó la fantasticidad decimonónica entroncándola en la realidad cotidiana. La atmósfera de suspense, esa inquietante extrañeza como la define de Cuenca, es una incómoda sensación de peligro inminente que producen en el observador las obras de López-Rúa. Versión pictórica de la mejor narrativa criminal neofantástica, la que tiene sus orígenes en Edgard Allan Poe y en Agatha Christie o Italo Calvino a sus más eximios representantes, la referencia aquí reconocible es Cortázar. Los relatos cortazarianos, «Las armas secretas» o «Final del juego», contienen esos brevísimos compendios de novela negra que el pintor parece haber trasladado a sus lienzos con original maestría. «Continuidad de los parques» o «Las babas del diablo», magistralmente traducido a imágenes cinematográficas por Antonioni, son referencias inexcusables para interpretar los relatos visuales que conforman esta muestra.
Los óleos del pintor coruñés nos presentan escenas de la vida misma, jardines poblados por personajes corrientes cuya monótona existencia se ve interrumpida por una violencia, implícita o explícita, no menos familiar. Las circunstancias ambientales junto a las implicaciones personales de un crimen pasional han sido sintetizadas plásticamente con singular potencia narrativa. El observador descubre en sus enigmáticos personajes y en sus espacios laberínticos, en sus paisajes ajardinados o boscosos, intrigas complejas e inquietantes.
Ocurre aquí lo que describe Cortázar en «Las babas del diablo», cuando el fotógrafo-narrador regresa a su estudio tras hacer una fotografía en un parque: El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande. La observación obsesiva de esa fotografía ampliada lleva al narrador a descubrir toda una perversa historia de acoso y pederastia, con un tercer personaje que está fuera de campo pero que interviene decisivamente en la trama. Si ese amenazante antagonista permanece fuera de foco, en la versión fílmica libre de Antonioni la ampliación nos revela la presencia de un cadáver oculto tras los setos del parque londinense, un cadáver con el que quizás nos topemos en alguno de los sinuosos jardines que conforman la Exposición El paisaje recobrado, en la Galería que ofrece a los coleccionistas mexicanos la obra de artistas españoles como Canogar, Naranjo, Ciria o Manolo Valdés .
Víctor López-Rúa ha abandonado sus interiores surreales para penetrar en un paisaje exterior bien reconocible: la naturaleza domesticada del jardín que establece una frontera borrosa con la naturaleza salvaje del bosque. Ese espacio fronterizo entre la civilización y la barbarie se convierte en el escenario del crimen, enmarcado por árboles frondosos, amenazantes, que apenas dejan pasar la luz de un sol salvífico.
En cuatro de estos cuadros neofantásticos - «El paseo», «Cóctel», «Una mañana en el bosque» y «Los juegos del bosque» - la amenaza viene del exterior, está fuera de campo, como ocurría en el relato cortazariano. Un hombre fuera de foco es el corruptor que pretende abusar del chico y provoca en él ese pánico irracional, el mismo que reflejan los rostros de los personajes de López-Rúa.
En «El paseo», una joven con un minivestido rojo se escapa apresuradamente por la esquina inferior derecha del encuadre. Mirando hacia atrás, huye de un peligro inminente que se cierne sobre ella desde el fondo del jardín. Entre los grandes plátanos se cuelan los últimos rayos del sol que anuncian el cercano atardecer y previenen de las sombras nocturnas. Cóctel muestra el denso jardín boscoso que estalla en colores otoñales, una explosión de tonalidades que van del amarillo al teja o al ocre entre inéditos verdes azulados. Aunque el sol quiere filtrarse, esta mancha boscosa multicolor parece impedirlo, el follaje se anima amenazante sobre los tres personajes que charlan en la terraza con unas copas. Pero en esta escena cotidiana ocurre algo inesperado: el hombre joven con impecable traje azul al que el artista ha logrado dar la textura adecuada, se gira instintivamente con la sorpresa temerosa que refleja su rostro en tensión.
Una mañana en el bosque nos sitúa en una acción trepidante, con ese sentido kinésico, literalmente cinematográfico, del que López-Rúa consigue dotar a estas obras pictórico-narrativas. El escenario es aquí el bosque en estado salvaje y en estallido de cromatismo otoñal. El imaginario del espectador debe rellenar el hueco semántico, debe resolver el enigma, adivinar el motivo del terror que refleja el rostro de los personajes, como los que huyen despavoridos, esta vez en direcciones opuestas, en el cuadro «Los juegos del bosque». Ya no es el bosque frondoso sino que los árboles están desnudos y sus formas dalinianas se retuercen adquiriendo formas irreales. En los cuatro casos, la amenaza fuera de campo viene denotada por el gesto y la mirada de los personajes que se vuelven con temor hacia ese incierto enemigo exterior. Guiño inequívocamente neofantástico, de raigambre cortazariana, el miedo se refleja en sus rostros y en su huida desesperada.
Otros cuatro óleos recrean la escena explícita del crimen. Si «Piscina» visualiza la pelea entre dos hombres, «Croquet», «Siesta» y «Picnic», títulos cargados de humor irónico, nos muestran el cuerpo del delito. Sobre el suelo del jardín se adivina el cadáver de un hombre en un gran plano general en el primer caso; ocupan la mitad derecha del encuadre los cadáveres de un hombre y una mujer en el segundo y, por último, se nos ofrece un sorprendente primer plano de un cadáver en «Picnic» que, en un giro metavisual, una mujer está fotografiando a una distancia alarmantemente corta.
En «Croquet» el observador se identifica angustiosamente con ese fascinante personaje-testigo femenino, compartiendo su inquietud ante la escena que acaba de presenciar desde la esquina izquierda del cuadro. Rodeado de una frondosidad inquietante, un claro del bosque nos muestra un pequeño estanque tras el que descubrimos las piernas de lo que parece el cadáver de un hombre. El conflicto violento es también explícito en «Piscina»: En medio de este jardín frondoso, al borde de una gran piscina, dos personajes se pelean, sus figuras empequeñecidas por la tupida floresta que se cierne sobre ellos, ambos se golpean en difícil equilibrio, a punto de caer al agua.
Título conscientemente irónico, «Siesta» nos ofrece otro ángulo de la piscina,en un paisaje despejado, en un jardín inglés sólo sombreado por dos grandes abetos cuyos reflejos oscurecen el límpido espejo del agua que el artista ha logrado plasmar con sorprendente perfección. A la derecha de la escena aparecen dos cadáveres en posturas inquietantes: el cuerpo inerte de una mujer, con un brazo colgado sobre el agua que devuelve cruelmente su reflejo. No muy lejos, sobre el césped y echado sobre un sillón de jardín, el cuerpo del hombre. La ambigüedad de la escena invita a las interpretaciones que surgen del contexto tristemente habitual de la violencia intrafamiliar. Un marido engañado que ha asesinado a su esposa y se ha suicidado a continuación sería una peripecia previsible en el contexto de la novela negra, un crimen pasional que quizás explicaría las extrañas posiciones de los cadáveres en contraste con la aparente placidez de la escena.
El lienzo más inquietante y de mensaje más enigmático es sin duda «Picnic», título en clave de chocante humor negro. Una joven, vestida de camisa blanca y falda roja que destaca sobre el fondo vegetal de tono verdoso, enfoca con su cámara fotográfica, en primerísimo primer plano, el cadáver de un hombre. La cabeza, en la que todavía están puestas las gafas de sol, reposa sobre el brazo derecho. La incertidumbre se apodera del observador que trata de adivinar la identidad de esta mujer - la asesina, una forense, la esposa, la cómplice… - concentrada en su extraño quehacer. Pocos escenarios de un crimen resultan tan inquietantes como éste en el que la mujer dispara su cámara, a quemarropa, contra el hombre que yace muerto.
Dominio perfecto del dibujo, demostrado con creces en sus orígenes hiperrealistas, la genialidad de Víctor López-Rúa estriba en aplicar una técnica compositiva expresionista para lograr un efecto visual impresionista. Su trazo amplio, la pincelada gruesa y segura, con una recreación en las texturas más evidente en estas obras a gran escala, no le impide conseguir un cromatismo sugerente, un tratamiento de la luz de gran poder evocador. No hay manchas difuminadas, sino bastas líneas expresivas que dejan relieves rugosos y pinceladas de color bien marcadas para figurar con eficacia la luz y la escena. Los rayos de sol que se filtran al fondo del jardín entre las copas de los árboles en El paseo no son más que gruesas franjas de amarillos, ocres y blancos. El parterre del primer plano son masas de muy diferentes tonalidades de verde, extendidas con descuido intencional por el lienzo, al igual que ocurre con el césped de «Croquet» o de «Siesta».
Pero donde el pintor coruñés demuestra una absoluta maestría pictórica en esta aparente contradicción entre composición expresionista y visualidad impresionista es en la representación del elemento fundamental de sus paisajes exteriores: los árboles del jardín y del bosque, con su profusión de hojas y su frondosidad elocuente. Son grandes manchas que combinan verdes azulados, del verde-musgo al esmeralda, con marrones, ocres y amarillos en El paseo; más pequeñas las manchas, con una técnica casi puntillista, en esa explosión de follaje que ocupa casi la totalidad del campo de visión en Piscina, con verdes más claros tras los cuales se puede adivinar el azul del cielo, al igual que ocurre en «Cóctel» o en «Una mañana en el bosque», con un mayor protagonismo cromático del azul celeste.
La original técnica sincrética de López-Rúa llega a su cénit en sus paisajes otoñales, cuando el suelo aparece cubierto por una gruesa capa de hojas caídas. Manchas descuidadas de todas las tonalidades cromáticas imaginables configuran en Una mañana en el bosque este abundante lecho de hojarasca por el que huyen con dificultad personajes desesperados, exactamente como ocurre en Los juegos del bosque, sobre un suelo más despejado en el que manchas borrosas con predominio de los tonos rojizos y anaranjados plasman una atmósfera más invernal. Inevitable la evocación de los paisajes otoñales de Karlo Schmidt-Rottluff o de los bosques estivales de Emil Nolde .
Consolidada su carrera en España, donde ha sorprendido con sus innovadoras propuestas esteroscópicas, López-Rúa inicia con fuerza su carrera internacional.