Un viaje cultural por el «laboratorio central» de Ramón Gómez de la Serna
El despacho del creador de las gregerías, tal y como lo dejó, se convierte en sala permanente en el Centro Conde Duque
Acumulador obsesivo de objetos, desde muy joven, casi desde niño, Ramón Gómez de la Serna, que los mercaba en rastros y almonedas tanto de Madrid como de otras ciudades a donde iba (en Lisboa, por ejemplo, fue donde se hizo, muy tempranamente, con sus primeros tótems africanos), supo construir con ellos por una parte textos, teorías, discursos, e incluso lo que hoy conoceríamos por performances: la conferencia del guante, o la de la maleta . Pero lo más perdurable de esa obra objetual suya son sin duda sus sucesivos despachos.
Uno los ha llamado torreones, e incluso les ha dedicado un libro entero, y lo ha titulado «Ramón en su torreón», porque el más conocido de esos despachos-cueva-almoneda, fue el llamado Torreón de Velázquez, casi en el arranque de esa calle, junto al Retiro.
El torreón ramoniano de Madrid, finalmente sustituido por otro en la vecina Villanueva, se lo llevó por delante la guerra civil. En Buenos Aires, a donde Luisa Sofovich y él marcharon en 1936, reconstruyó, en su apartamento de Hipólito Yrigoyen, un espacio prácticamente idéntico al dejado atrás. El mercado de antigüedades de la plaza Dorrego, en San Telmo, no le quedaba muy lejos, y ahí hizo acopio de nuevos cargamentos de objetos.
Muchos años en cajas
El despacho ramoniano es casi un leitmotiv de mi vida. Donado por su viuda, en nuestra juventud se suponía que estaba instalado en unas dependencias de la Casa de la Panadería. En los años de la Transición, creyendo que ahí seguía, quise entrevistar en él, para el programa televisivo de Paloma Chamorro en el que yo colaboraba, a la muy ramoniana Maruja Mallo . No había tal despacho: estaba en cajas.
La entrevista fue en un banco de la plaza. En un determinado momento, bajó a saludarla José García Nieto. Ella era blanco de la atención de los paseantes. Oí comentar a uno de ellos: «Debe de ser la Pasionaria». En 1980, como comisario de la muestra ramoniana del Museo Municipal, tuve la suerte de montar, en su última sala, el despacho, tuve tiempo de dialogar con sus objetos y sobre todo con sus biombos, convertidos por el procedimiento del collage en lo que el escritor llamaba sus estamparios, así como de hojear sus libros, mirar la realidad deformada en el espejo circular, detenerme ante el tarro de las ideas y, ante el del opio, apreciar el juego de la luz sobre los floreros llenos de canicas, viendo a la luz de la farola romántica el panel de «Peligro de muerte», y el triple retrato, como un Solana en malo, de Luisita por Ramón…
Pasada la exposición, el Museo dejó un tiempo el despacho instalado, pero luego volvió a ser metido en cajas. Pasaron varias décadas, y cuando en 2002 con el recordado Carlos Pérez montamos, en el Reina Sofía, la muestra «Los ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense», de nuevo tuve la oportunidad de instalar el despacho y de disfrutar de sus recovecos . La mirada de Carlos era de por sí muy ramoniana, jovial y circense. Fue él quien descubrió que en el despacho había un sillón BKF , obra colectiva de un equipo al que pertenecía el arquitecto catalán exiliado Antonio Bonet Castellana, y que además era un sillón… dedicado por aquél, sobre una esquina del cuero. También nos llamó la atención el que hubiera un móvil que parecía de Calder. Lo desmenuzamos. A la postre no nos atrevimos a contemplarlo como auténtico, sino más bien como un homenaje en forma de parodia, aunque lo cierto es que en el Madrid de 1933 nuestro escritor, cronista del circo, había sido el presentador del de Calder en la Residencia de Estudiantes, evento recordado en este mismo diario, en un artículo muy tardío (1 de mayo de 1975) por Miguel Pérez Ferrero, gran amigo de Ramón y su primer biógrafo.
Una vez terminada la muestra, pedimos el despacho en depósito (el Museo Municipal estaba entonces de obras), reinstalándolo en una sala de la colección permanente del Reina. Con tan mala suerte, que, al poco tiempo, esa sala tuvo que desaparecer , pues justo se trataba de lo que hoy es el paso principal entre el edificio de Sabatini y el de Nouvel…
En el Centro Cultural Conde Duque
Así las cosas, en 2015, bajo la dirección de Eduardo Alaminos el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, integrado en el Centro Cultural Conde Duque, decidió convertirse en la sede definitiva del despacho. Gran alegría nos produjo a todos esa decisión. Desde entonces se han sucedido ahí, a la sombra del Torreón, en una sala decorada con un facsímil del friso pombiano de Salvador Bartolozzi, no pocos eventos ramonianos, desde un ciclo de conferencias sobre Ramón y las ciudades, hasta un homenaje a otro acumulador obsesivo de objetos como fue el recientemente desaparecido Ceesepe, pasando por una exposición de un pintor tan literario como Damián Flores, por la puesta de largo de la Asociación de Amigos de Ramón, o por la reciente presentación de una edición del retrato de Benavente por Ramón minuciosamente anotado por el citado Alaminos, que entre sus muchas contribuciones al estudio del autor de «Automoribundia» tiene además una excelente monografía sobre el propio despacho.
Se anuncian más actividades (en diciembre, una colectiva ramoniana de varios pintores, entre los que destacan Mariana Laín y Miluca Sanz), y tanto desde la dirección del museo como desde el área de Cultura del Ayuntamiento, se subraya que es necesario potenciar este espacio, y que los madrileños conozcan este lugar mágico , y tomen conciencia de que pueden tener en él un lugar de referencia, uno de los pocos lugares donde percibir «en directo» (ya que Pombo no existe ya) el espíritu de nuestra Edad de Plata.
Al construir sus sucesivos torreones, Ramón se inscribe de lleno en el horizonte de esas vanguardias de las que se empapó en París, que aclimató a Madrid, tornándolas más castizas, algo que vienen a simbolizar obras clave de personas muy cercanas a él, como las Verbenas de Maruja Mallo, precisamente, o la película «Esencia de verbena», de Giménez Caballero, donde salen tanto esos cuadros, como, haciendo de muñecos del pim pam pum, el propio Ramón y algunos de sus amigos, entre ellos el citado Pérez Ferrero. Ciertamente el expreso Puerta del Sol, o lo que quede de él, podría haber llevado el nombre del inventor de la greguería .
En una de sus cartas a los pombianos desde Italia, el futuro autor de esa joya absoluta que es el libro «Ismos» (1931), habla, muy a lo De Chirico, de la Europa de los maniquíes. Si en Pombo respiraba aires de la época de Larra, el Rastro, al que dedicó un libro formidable, es el espacio donde caza los objetos, anticipándose, con sus paseos por él, a los que pronto iba a dar André Breton por las Pulgas parisienses. Guardan similitudes este despacho ramoniano, y el bretoniano, otro lugar extraordinario, pero que por desgracia se dispersó en pública subasta, no quedando de él en pie más que una pared, que se conserva en el Pompidou. Guarda también la poética del Ramón de los torreones, similitud con la del dadaísta alemán Kurt Schwitters en sus «Merzbau»: poética de la menudencia, de lo efímero eternizado.
Su casa de la vida
El despacho de Ramón, su casa de la vida (pensamos en la de Mario Praz en Roma, hoy museo), a la que el visitante se asoma por ventanucos que convierten aquello en algo parecido a una pecera, es un símbolo de primera magnitud , y hay que alegrarse de que se busque incrementar el conocimiento que del mismo tienen los madrileños. Acercarse a él supone, en definitiva, ingresar en el laboratorio central de un escritor absolutamente genial, y además mucho más visual que la mayoría de sus coetáneos, algo que bien saben los visitantes del casi vecino Museo ABC , donde se conservan sus «greguerías dibujadas». Proliferante, excesivo, hondo Ramón.