Francisco Calvo Serraller: «En el Prado, lo excesivo y lo excepcional marcan una pauta irrepetible»
Exdirector de la pinacoteca y uno de los fundadores de la Fundación Amigos del Prado, siempre se halla en busca de la excelencia
El apasionamiento es la cualidad que define con más precisión la relación del catedrático de Historia del Arte y miembro de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, Francisco Calvo Serraller (Madrid, 1948) con el Museo del Prado. Su amor a este museo se pone bien de manifiesto en un reciente libro suyo titulado «Introducciones al Museo del Prado». Fue presentado una tarde de este otoño, en un emocionante homenaje recibido por su relación de cuatro décadas consagradas a la pinacoteca. Según las palabras de su actual director, Miguel Zugaza, Calvo Serraller es el mejor exdirector que jamás ha tenido la institución, tanto por las iniciativas que puso en marcha y que se han hecho realidad, como por su posterior dedicación. Este entusiasmo le ha llevado a dedicar al Museo del Prado numerosos textos que, al ser seleccionados y recopilados, crean una interesante historia del museo.
En su nutrida produción figuran libros, ensayos, críticas de arte, cursos, conferencias y proyectos en los que se ha involucrado el historiador. En todo ella se muestra eso que, en la expresión que le dedica el duque de Soria, presidente de la Fundación Amigos del Museo del Prado, de la que Calvo Serraller es uno de los miembros fundadores, es «la búsqueda de la excelencia».
Nuestra conversación empieza, como no podía ser de otra manera, en su estudio, rodeados de cientos de libros . Aprovecho su conocimiento para preguntarle no solo por el arte del pasado sino sobre todo por los conflictos que nos plantea el arte del presente y los del futuro.
—Su primera exposición comisariada en el Museo del Prado fue «El Museo del Prado visto por doce artistas contemporáneos». Esta iniciativa precursora parece reflejar su interés por el diálogo entre el arte del pasado y del presente .
—En efecto, siempre he pensado que la separación entre el arte del pasado y del presente es artificiosa, entre otras cosas, porque el arte cambia, pero no progresa, como así lo acredita el hecho de que no sea incompatible el seguimiento de lo emergente con el disfrute simultáneo de todo lo anterior. Los artistas de vanguardia, por ejemplo, han apoyado siempre sus rupturas en la revisión de un pasado hasta ellos no suficientemente conocido o inapreciado. En este sentido, he repetido más de una vez que a quienes afirman que sólo les gusta el arte contemporáneo o sólo el del pasado, no les gusta el arte en absoluto. La experiencia a la que usted ha hecho alusión, que inicialmente causó cierto revuelo mediático, lo corroboró de forma, a mi juicio, clamorosa. Se originó primero con un ciclo de conferencias, cuyo éxito obligó a publicar un libro, que, a su vez, propició que se culminase el proceso con una exposición con la obra gráfica realizada ex profeso por los artistas inspirándose en la colección del Museo del Prado.
—La importancia internacional del Museo del Prado es manifiesta, pero ¿qué cualidades resaltaría especialmente de él?
—La singularidad del Museo del Prado procede de su colección original: la que formaron los Reyes de España entre el siglo XV y el XIX. Como toda colección privada, está marcada por ese ADN familiar, que logró mantenerse incluso más allá de los cambios dinásticos, lo que nos demuestra esa peculiaridad de que el arte, cuando originalmente se ha acoplado a un gusto, no sólo lo refleja, sino que, a su vez, configura el de las generaciones sucesivas. Obviamente, esta colección familiar, desde que constituyó en pública, se incrementó por muy diversos cauces, pero sin por ello desdibujar su personalidad primigenia.
—¿Y cómo definirla hoy?
—Pues bien, yo creo que se caracteriza más por su intensidad que por su extensión; es decir: que se trata de una de las muy raras colecciones de su envergadura que no responde a un patrón enciclopédico, donde se procura que haya un poco de casi todo y, por tanto, donde ese todo se hace homogéneo. En el Prado, sin embargo, lo excesivo y lo excepcional marcan una pauta irrepetible.
—La relación que ha tenido con los artistas ha sido muy fructifera y en el homenaje que recibió fue personificada con el cariño y la admiración de Miquel Barceló. ¿Cuál es su relación con los artistas?
—Como historiador y crítico de arte, siempre he constatado que el mejor testimonio del arte te lo dan siempre directamente los artistas. He cultivado siempre como un privilegio mi amistad con los artistas. En realidad, mirar un cuadro es establecer una conversación íntima con quien lo creó.
—¿Y qué claves daría a los que no comprenden el arte actual?
—La clave principal para comprender el arte contemporáneo es la misma que para acceder al arte clásico y, en general, a todo arte: prestarle atención. Decía al respecto el escritor portugués Pessoa que «ver es haber visto». En las artes visuales, hay, sobre todo, que mirar sin prejuicios, y casi con solo eso se empieza a comprender. Es verdad, que, en una parte del arte actual, cada vez más conceptual, hace falta asomarse también a las intenciones específicas del artista para una comprensión más completa. Pero no creo que haya que estudiar mucho para comprender el arte, sino, en todo caso, para explicárselo a los demás como forma de estimular su curiosidad y atención.
—¿Qué piensa de la desrealizacion del cuerpo en el arte?
—Escribió el filósofo Merleau-Ponty que «el pintor aporta su cuerpo en el acto de pintar». ¿Qué significa entonces la «desrealización» o la «desaparición» de la huella corporal en parte de la creación artística actual? Bueno, pues, en principio, una pérdida, y, como tal, algo lamentable. Por lo general, es lo que ocurre con cualquier progreso humano, que, por cada beneficio logrado, se produce la consiguiente pérdida. La escritura, algo abstracto, terminó con la oralidad, algo físico, como medio de comunicación y conservación de lo memorable. La digitalización cibernética nos arrebata el tacto y el pulso, de manera que se pierde el riquísimo testimonio informativo de la mano, el canal más directo para adentrarse no solo en el cerebro de cualquiera, sino en su personalidad.
—¿Cómo entiende lo feo en el arte alguien como usted, estudioso de lo bello?
—Sin fealdad no habría belleza y viceversa. Los antiguos griegos inventaron el arte, basado en el ideal de lo bello, para poner un orden en un mundo irregular y caótico, pero incluso entonces se percataron de la importancia de no perder de vista el envés y el revés de ese canon matemático; o sea: de esa cara oculta, oscura, que palpitaba tras lo bello. Siglos después de asentada esa tradición clásica, en nuestro revolucionario mundo, se invirtió esta concepción tradicional, pero no tanto para proscribir lo bello, sino para explorar artísticamente nuevas dimensiones de la realidad.
—Ha publicado más de 50 libros, entre ellos dos con el historiador Juan Pablo Fusi, «El espejo del tiempo» e «Historia del mundo y del arte en occidente». Historia y arte se unen en esta colaboración...
—La experiencia de escribir estos libros con el gran historiador Juan Pablo Fusi ha sido para mí muy enriquecedora y, sobre todo, un placer. Ambos compartíamos la inquietud de la necesidad de conciliar lo histórico y lo artístico: la crónica de lo positivamente acaecido, la verdad, con lo cojeturable, lo versosímil. Primero, lo hicimos con el arte español, y, luego, como disfrutamos, nos metimos en la loca aventura de hacerlo con todo el arte occidental. Por mi parte, yo no me bajaría de este maravilloso convoy a través de la historia nunca.
—Para terminar. ¿Dónde se encuentra ahora la crítica de arte tradicional?
—A los críticos de arte hoy no los lee ni siquiera el criticado y su familia.