Cuando París ya no era una fiesta

El Museo Reina Sofía da visibilidad a los artistas extranjeros que contribuyeron a reconstruir culturalmente la capital francesa en la posguerra

A la izquierda, «La cuestión», de Matta. A la derecha, «Gran cuadro antifascista colectivo», creado por Lebel, Erró, Dova, Baj, Crippa y Recalcati JOAQUÍN CORTÉS/ROMÁN LORES. ARCHIVO FOTOGRÁFICO DEL REINA SOFÍA

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Por mucho que se empeñara Ernest Hemingway , que de fiestas sabía un rato, tras la II Guerra Mundial París ya no era una fiesta , como en los años 20, cuando el escritor apuraba cada noche en Le Dôme o La Rotonde un Dry Martini tras otro. La Ciudad de la Luz no brillaba como antaño , más bien andaba en penumbra. Atrás quedaba la época dorada de la bohemia, cuando nadie discutía que la capital francesa era también la capital mundial del arte. Todo artista que se preciara debía pasar por las Academias Julian, Léger o de la Grande Chaumière, tener su estudio en Montmartre o Montparnasse, trasnochar en el Moulin Rouge y hartarse de absenta como si no hubiera un mañana.

Pero con la guerra ese mundo se fue al traste . El 25 de agosto de 1944 París es liberada. Ese año muere Kandinsky , un extranjero que lideró desde allí el arte moderno. Y a Picasso , otro extranjero, al que unos años antes negaron la nacionalidad francesa, ahora lo convierten en símbolo del renacimiento del país. Aunque no todos adoran al malagueño. Recibió una carta manchada con heces con un claro mensaje:«Apreciado Picasso: mierda para sus cuadros asquerosos». Picasso conservó la escatológica carta.

«Perdidos, libres y amados»

El Museo Reina Sofía sigue empeñado en repensar la historia oficial del arte moderno (la que escriben los centros hegemónicos y de poder). Nos han contado que París fue la capital del cubismo y el surrealismo y que, tras la II Guerra Mundial, Nueva York le ganó la partida, recogiendo el testigo del reinado del arte moderno gracias al expresionismo abstracto y al pop art. «Pero eso es cierto solo parcialmente. La historia es mucho más compleja», advierte el director de la pinacoteca, Manuel Borja-Villel . Y ésa es, precisamente, la historia que relata esta exposición: la de los artistas extranjeros que acudieron a París en la posguerra y contribuyeron a la reconstrucción cultural de una ciudad que seguía sangrando, con las heridas abiertas, aún sin cicatrizar. Una producción artística que, en buena medida, ha quedado olvidada y que el Reina Sofía quiere dar visibilidad con esta muestra, comisariada por Serge Guilbau t .

«Los cuatro dictadores», de Eduardo Arroyo JOAQUÍN CORTÉS/ROMÁN LORES. ARCHIVO FOTOGRÁFICO DEL REINA SOFÍA

Y es que, como escribió Michel Florisoone en 1945, y aunque el chovinismo galo nunca lo reconozca, «para que funcione el genio francés hace falta lo extranjero». Francia necesitaba a esos artistas inmigrantes, soñadores, «perdidos, libres y amados» , como los define Guilbaut, para resucitar la Escuela de París perdida. Entre los que llegan a la capital francesa en esos años, explica el comisario, había mujeres, negros y gays que abandonan Estados Unidos huyendo de la caza de brujas y buscando un espacio de libertad. Aunque en París aceptaban a los afroamericanos si eran escritores o músicos de jazz, pero no artistas, advierte Guilbaut. El argelino Mohammed Khadda, la portuguesa María Helena Vieira da Silva, los españoles Eduardo Arroyo y Antonio Saura, el norteamericano Ellsworth Kelly, el alemán Wols, el grupo CoBrA... son algunos de aquellos extranjeros en París.

Cuelgan en la muestra obras importantes como «El niño de las palomas», de Picasso; «Gran cuadro antifascista colectivo», creado por Lebel, Erró, Dova, Baj, Crippa y Recalcati (estuvo 23 años plegado y sin ver la luz): «Los orígenes de Pollock», de Erró; «Los cuatro dictadores», de Eduardo Arroyo; «La cuestión», de Matta; «Juanito va a la ciudad», de Antonio Berni... La muestra pivota en torno a dos películas sobre París, que retratan la ciudad de forma bien distinta. Por un lado, «Un americano en París», de Vincente Minnelli (1951), una declaración de amor en toda regla a la capital parisina. Por otra, «Dos o tres cosas que yo sé de ella», de Jean-Luc Godard (1967), en la que retrata una ciudad real, con tensiones y conflictos. Fueron años marcados por la guerra de Argelia y el crecimiento de un sentimiento anticolonialista. En 1964 el norteamericano Robert Rauschenberg gana el León de Oro en la Bienal de Venecia . Una bofetada para París. Después llegaría Mayo del 68... pero ésa es ya otra historia.

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