Calder no es cosa de niños
La Tate Modern reivindica al creador de la escultura móvil con una exposición que lo declara el «padrino de la performance»
Nunca le ha faltado el favor del público, pero la crítica no ha querido bien al escultor estadounidense Alexander Calder . Si en los años treinta parecía un ocurrente artista que burbujeaba en la marmita surreal del París de Montparnasse, en los años cincuenta los árbitros del estilo ya lo habían estigmatizado como un mero «artista decorativo». Los móviles de Calder, nombre que debe a Marcel Duchamp, sus gráciles esculturas livianas que oscilaban al albur del aire, se convirtieron en ñoñerías, casi artículos para decorar una habitación de bebé de una tienda de Nanos. El expresionismo abstracto neoyorquino, con De Kooning, Kline y sobre todo con el atormentado Jackson Pollock, habían convertido al feliz y optimista Calder en una antigualla.
La Tate Modern , el centro de arte moderno que ocupa una antigua central eléctrica a orillas del Támesis y que mira a la catedral de San Pablo, se revuelve ahora contra ese desprecio. Han reunido un centenar de esculturas en la mayor muestra de Calder en el Reino Unido y la titulan «Performing Sculpture». Su tesis es que, en realidad, el escultor de Pensilvania es «el padrino de la performance», el arte ejecutado en tiempo real con gran espacio para la improvisación. Sostienen, incluso, que influyó en creadores como Jasper Johns, Robert Rauschenberg o Matisse.
«Mi abuelo no dibujaba previamente los móviles. Cortaba el material en tiempo real. No es cierto que calculase hasta el último detalle. Improvisaba. Ante todo era un innovador», dice en las espaciosas salas de la Tate su nieto, Sandy Rover, que desde la Fundación Calder se ha embarcado, y con bastante éxito, en abrillantar la apolillada figura de su abuelo. En 2012 se pagaron 18,5 millones de dólares en Christie’s por uno de sus móviles. Pero el año pasado batió su récord: 25,9 millones por su escultura «Pez Volador», subastada también en la sede neoyorquina de Christie’s. «La identidad intelectual de Calder ha sido infravalorada», remarca Rover, un neoyorquino alto de cara alargada, satisfecho con lo que está viendo.
En la reivindicación de Calder se puede añadir que, por lo menos, ejecutaba personalmente sus obras. Hoy muchos escultores son capataces de auténticas fábricas. Jeff Koons tiene la friolera de cien empleados. Ai Weiwei es otro que ejerce de director de orquesta. Damien Hirst casi se jacta de que algunas de sus obras ni las toca. Calder poseía el encanto del artesano cuidadoso, tal vez por sus orígenes en el mundo industrial.
Predestinado a la escultura
El artista nació en noviembre de 1898 en Lawnton, Pensilvania, un villorio de 3.000 habitantes. Parecía predestinado a la escultura. Su abuelo, nacido en Escocia, era escultor, al igual que su padre. Su madre tampoco era ajena al gremio: pintora retratista. Sus padres no querían que pasase por las privaciones y vaivenes del arte y lo animaron a dedicarse a otra cosa. Eligió hacerse ingeniero industrial, «porque un tipo que me caía bien lo era». En la universidad dejó el eco de un perenne buen humor y una buena mano para las matemáticas. Llegó a ejercer su profesión académica, incluso en una compañía hidroeléctrica de Edison. Pero a mitad de los años 20 ya le tiró el arte.
Tras estudiar bellas artes en Nueva York en 1926 se embarca hacia París, entonces la cima creativa del mundo. En el viaje arregla otro problema: se enamora en el transatlántico de una sobrina nieta del fino novelista Henry James y cinco años después se casará con ella en Francia. Louisa fue la mujer de su vida hasta el final.
A diferencia de hoy, cuando se ha convertido en un logo turístico mortecino, París era entonces una fiesta, que diría Hemingway. Calder intima con Joan Miró, Cocteau, Duchamp, Piet Mondrian… En el estudio de Mondrain tiene su iluminación y abraza la abstracción. A su fiesta móvil la llama «el Circo de Calder», un universo de alambre alegre e indoloro.
En Londres pueden verse todos los Calder. Incluso el figurativo, con retratos de amigos y versiones pop de alguna estampa mitológica
En París, un tipo revirado, de mirada complicada, observa esas piezas que se balancean y escribe: «Los móviles de Calder no significan nada y no se refieran a nada, salvo a él mismo». Se llama Jean-Paul Sartre. En 1936 el escultor deja París y vuelve a Nueva York. En el Museo de Arte Moderno de Manhattan expone uno de sus móviles motorizados. Un tipo enjuto, de bigote y pelo largo, se queda paralizado contemplando su ciclo completo durante 43 minutos. Se llama Albert Einstein.
En Londres pueden verse todos los Calder . Incluso el figurativo, con retratos de amigos (Miró incluido) y versiones casi pop de alguna estampa mitológica, como Hércules y el León. No faltan también botellas de vino, cajas de madera y latas vacías esparcidas por el suelo componiendo una escultura. Calder, por lo visto, también fue padrino de eso que hoy se llama pedantemente «instalaciones», peste contemporánea que convierte un vaso de leche o un plátano mordido en sesudas obras de arte.
La muestra ha recuperado algunas esculturas tan frágiles que nunca habían sido expuestas. Por ejemplo, se ha recompuesto la pieza «Dos acróbatas», de 1929, que se vio mutilada cuando un chapuzas se sirvió del latón que representaba a la chica para un arreglillo de bricolaje. Del latón nunca más se supo. Pero como había fotos de la obra ha sido recompuesta para la ocasión. El nieto Sandy, el hombre que vela por el dólar, se cuida de señalar que hoy en el mercado la obra restaurada podría valer entre ocho y diez millones de dólares.
Los móviles
El paseo de la Tate entra luego en la chicha, los móviles, que han envejecido bien, con una elegancia tan actual que parecen hechos esta mañana por algún crack de nueva escuela. Como cierre, la magnífica pieza llamada «Viuda Negra», que llevó a Brasil como regalo en 1948. En aquella gira, los brasileños lo saludaron con enorme aprecio. Recién salidos de la dictadura de Getulio Vargas, Calder llegaba a Sao Paulo como la promesa de un mundo plácido, de progreso continuo y sin conflicto.
La muestra ha recuperado algunas esculturas tan frágiles que nunca habían sido expuestas
Al escultor no le gustaba explicarse. «Lo que yo hago es dibujar en el espacio», dijo una vez. Viéndolo ahora, con reposo y sin el resabio del elogio del malditismo, igual era cierto. Era un tipo majo Calder. En la Segunda Guerra Mundial dejó de hacer piezas en aluminio, porque concluyó que estaba mejor empleado en aviones de combate para zurrarles a Hitler, Mussolini e Hiroito.
Como guinda de su fiesta Calder, la Tate ha situado uno de sus móviles, «Chef de orquesta», en su inmenso vestíbulo para una velada musical. Alrededor sonará por primera vez desde 1967 la «Calder Piece», que compuso Earle Brown en su honor. Cien instrumentos de percusión «dialogarán», dice la Tate, con la escultura. Las latas naranjas de Calder no responderán a la música, pero será divertido.