El Bosco, el hombre que vislumbró el más allá
El escritor Javier Sierra se pregunta por las fuentes literarias que inspiraron al artista para pintar «El jardín de las delicias»
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Hay cuadros que –como las cajetillas de tabaco– deberían ir acompañados obligatoriamente de una advertencia. «La contempla- ción de esta obra produce desazón». O incluso « mirar mata ». La sugerencia no es exagerada, sobre todo si hablamos de un pintor como Jheronimus van Aken, El Bosco.
Casi medio millón de personas han visitado ya las veintiuna pinturas y ocho dibujos que componen la gran exposición conmemorativa que El Prado mantendrá abierta hasta el próximo 25 de septiembre y apostaría a que casi todas han tenido la desasosegante impresión de que les ha faltado algo. Un detalle. Una explicación. Una luz que responda a por qué un artista de los Países Bajos dedicó su vida a representar quimeras, figuras absurdas, demonios y paisajes del más allá con semejante lujo de detalles.
Yo –que llevo dos décadas visitando El Prado y El Escorial , perdiéndome siempre en las salas donde cuelgan sus obras– sigo igual de desconcertado. Ni siquiera mis tropiezos con el Maestro que inspiró mi novela sobre la pinacoteca madrileña sirvieron para orientarme. Pero haciendo caso a San Agustín cuando escribió que «nada está perdido mientras haya ilusión por encontrarlo», he visitado una y otra vez la exposición del Quinto Centenario en busca de un indicio, un agarradero, que me permitiera entender su obsesión por pintarnos el más allá.
¿Qué inspiró al Bosco?
La mañana del 30 de mayo, una hora antes de abrirse las puertas al público, me quedé absorto ante una pequeña vitrina cerca de «El jardín de las delicias». Había sido convocado a una entrevista para «Informe Semanal» y tras cumplir con ella aún me quedó algún tiempo para disfrutar del lugar a solas, en silencio.
Aquel expositor mostraba una escueta colección de manuscritos que pretendía esclarecer qué clase de lecturas tuvo El Bosco durante el tiempo de ejecución de sus fantasías. Uno de ellos, un cuaderno cedido por el Museo J. Paul Getty, era un ejemplar de « Les visions du chevalier Tondal » abierto por una página en la que lucía una imagen espeluznante: un ángel flanqueaba al paso a un hombre desnudo que contemplaba impávido las fauces de una criatura que trataba de masticar a un par de desdichados puestos bocarriba y bocabajo.
Tabla central de «El Jardín de las Delicias» de El Bosco- ABC En los 154 manuscritos inventariados de esta obra, la riqueza de sus descripciones del más allá resulta abrumadora. Animales blancos y negros, islas oscuras y claras, pájaros e insectos antropófagos o danzas macabras terminan convenciendo al pobre de Túndalo de que es mejor arrepentirse de su conducta y no pasar la eternidad penando en un escenario como ese. Y tan convencido quedará que, al despertar, se encomendará a un monje irlandés llamado Marcus para que difunda su experiencia, cosa que hará a partir de 1149.
Que el entorno de El Bosco conoció este relato está fuera de duda. En el siglo XV el texto alcanzó su momento de gloria siendo llevado a imprenta en varios lugares de Europa, entre ellos la localidad natal del artista. En 1484, una década antes de «El jardín de las delicias», fue editado por Gerardus Leempt y no sería extraño que el pintor hubiera conservado uno de estos ejemplares en su colección. Como la copia que se muestra en la exposición de El Prado, esa edición contenía imágenes grotescas y perturbadoras de ese «otro lado».
Relación entre el caballero y el pintor
Otra prueba de la fascinación de El Bosco por «Las visiones del caballero Tundal» descansa en la colección permanente de pintura del madrileño Museo Lázaro Galdiano. Allí, en un rincón de su sala goyesca, cuelga ahora una tabla de 54 x 72 cms, titulada precisamente «Visión de Tondal» y atribuida a un seguidor del Bosco.
«En realidad, tras haberla estudiado más a fondo, estamos razonablemente seguros que es una obra salida de su taller», me explica Amparo López, conservadora jefe del Museo. El cuadro muestra, como el libro del Getty, un caballero junto a un ángel. El hidalgo está dormido y junto a él asoma una cabeza-montaña enorme alrededor de la cual se desarrollan espantos inconfundiblemente bosquianos.
«Estamos razonablemente seguros que es una obra salida de su taller»«La historia que inspira este cuadro busca que quien lo contemple reflexione sobre qué está haciendo con su vida. Se trata de una obra profundamente moralizante», añade López, que hoy defiende al cuadro como una de las joyas de su colección y que se une así a la teoría de que las obras del Bosco buscaban como fin supremo estimular el debate entre quienes las contemplaban. Algo así como los debates televisivos de hoy día.
En las salas revestidas de maderas nobles del Lázaro Galdiano no logro quitarme de encima la desazón que producen estos vislumbres del más allá. El palacio-museo también ha albergado en estas fechas su particular homenaje al Bosco. Artefactos y mecanos descompuestos obra de Sjon Brands, o un «Jardín de las delicias» al que el artista gráfico José Manuel Ballester ha desposeído de humanos, me recuerdan que la preocupación por lo que nos espera después de la muerte sigue inspirando «monstruos» en nuestra época. Y con razón. Hemos avanzado en muchos frentes del conocimiento, asomándonos a mundos que ni El Bosco imaginó, pero la gran pregunta de qué nos aguarda al «otro lado» solo osados como Túndalo la vislumbraron.
Quizá su clave fue dormirse con ese temor dentro y dejar que su sueño les trajera la respuesta que anhelaban. Quizá. Yo, por si acaso, procuro no dormirme con una de esas imágenes cerca. «Mirar mata».
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