ANTOLógica en la royal academy de londres
Ai Weiwei, ironías recicladas contra la mayor dictadura del mundo
«Lo mío no es valor, es responsabilidad, es mi deber», afirma el disidente chino, que inaugura una muestra juguetona y llena de cargas de profundidad
El pintor inglés dieciochesco Sir Joshua Reynolds tuvo la dicha de disfrutar de la gloria en vida. Bendecido por la corte, llevó una existencia desenvuelta y ejerció de generoso filántropo con sus amigos de tertulia dipsomaníaca. Su peña marcó época en el XVIII londinense: el sabio Samuel Johnson y su venéreo biógrafo Boswell; el actor Garrick, el político liberal Burke, el literato Goldsmith… Reynolds los reunía cada lunes en lo que llamó «The Club» y las divagaciones y libaciones llegaban hasta el alba de los martes.
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Pese a las resacas, Sir Joshua fue hombre de orden, el primer presidente de la Real Academia de las Artes británica . Una estatua pincel en ristre lo inmortaliza en el patio del museo, en Picadilly . Pero la escultura de Reynolds aparece hoy cercada por un impactante y hermoso bosque de árboles secos , apuntalados con tornillos. ¿Quién los ha plantado allí? Pues el más exótico de los miembros de la Royal Academy, un varón pekinés de 58 años , de buen yantar y barba entrecana, incorporado de manera honoraria a la institución en 2011, como reconocimiento a su coraje en pro de la libertad cuando el régimen chino lo encerró 81 días sin formular cargos. Su nombre significa «Todavía no, Todavía no» . Ai Weiwei es al artista político más famoso del mundo y expone en Londres una antología de sus últimos diez años . Ironías recicladas, deudoras del «ready made» de Duchamp , a quien califica como «mi mayor y tal vez única influencia». Arte juguetón de un creador polifacético, que utiliza una sonrisa entre traviesa y herida como abrelatas contra la mayor dictadura del mundo.
Un bosque de 136.000 euros
La instalación de los árboles del patio, armados con troncos muertos del Sur de China, se ha pagado con una cuestación que reunió 136.000 euros . La mayor recaudación en Europa de la plataforma neoyorquina Kickstarter , que sufraga iniciativas artísticas con colectas digitales (el palabro es «crowdfunding»). Para contemplar su bosque artificial, Weiwei ha colocado un cómodo sofá de plástico, que brilla bajo la lluvia del septiembre hosco de Londres. Al tocarlo se descubre que en realidad es de mármol. Todo tiene una tramoya simbólica en la obra de Weiwei, pero muchas veces hay que buscarla en la explicación del catálogo. Sus críticos le afean que muchos de sus trabajos no hablan por sí mismos. Sus admiradores, mayoría absoluta, sostienen que se trata de la mejor exposición de la Royal Academy en años . La muestra se abre el viernes, permanecerá hasta el 13 de diciembre y entrar cuesta 17,6 libras (24 euros) .
Cargas de profundidad. En una urna expone unos huesos, obra de este año que titula «Restos» . En apariencia aquello dice poco. Pero detrás late una tremenda historia. Recientemente se encontraron osamentas humanas en una fosa común de un campo de trabajo de Mao de los años cincuenta. Weiwei logró recuperar algunas y lo que muestra es su exacta reproducción en porcelana. Según los historiadores benévolos, el régimen de Mao mató a diez millones de personas, que otros elevan a setenta. Pero era comunista y cae lejos. Rara vez se le cita como uno de los grandes genocidas del siglo XX.
El artista hace justicia poética a la historia de su propia familia. Su padre, el poeta Ai Quing , cayó en desgracia en 1958, en una caza de brujas contra «intelectuales derechistas». Desde entonces hasta 1973, la familia pekinesa vivió deportada en un campo militar de reeducación en el desierto del Gobi. El nuevo empleo del poeta fue limpiar urinarios. «La gente odiaba a nuestra familia, nos consideraban traidores», cuenta Weiwei, un niño que confesaba sus pecados ante cuadros de Mao, Lenin y Marx y que todavía memoriza docenas de aforismos del Gran Timonel.
Lo redimió el arte
A Weiwei lo redimió el arte. Un libro de Jasper Johns que cayó en sus manos a los 18 años. « El arte me pareció una manera de escapar . Un mundo con reglas diferentes. Una manera también de huir de la política, aunque irónicamente he acabado siendo un artista muy político ». En 1981 emigró a Estados Unidos y durante nueve años vivió en Nueva York. «Nunca había visto nada igual, era un milagro. Esa energía e imaginación… Aquello destrozó toda mi educación temprana sobre el hundimiento del capitalismo, porque pensé: hace falta gente muy grande para hacer esto».
En 1993, con su padre moribundo, vuelve a China y comienza su gran pelea con el régimen . En 2008 el terremoto de Sichuan provoca 70.000 muertos y 18.000 desaparecidos . Como ahora en el puerto de Tianjin, las autoridades comunistas ocultan las dimensiones de la catástrofe, agravada por la muerte de miles de niños en escuelas pobremente construidas. Weiwei y su equipo buscan los nombres de las víctimas y consiguen 5.200, que consignan en un enorme mural. El artista recupera hierros de los edificios truncados y arma una ola chata y ocre que recrea la tierra temblando. Todo puede verse en la exposición.
En 2008 también critica los Juegos Olímpicos , el gran proyecto nacional. Ai se convierte en una avispa insidiosa en la pata del paquidermo . La policía vigila su estudio con un circuito cerrado de televisión… y él cuelga linternas rojas de las cámaras y las reproduce en esculturas de mármol, como paródicos tesoros Ming. Comienzan los bloqueos en internet , herramienta de la que es un obseso; las detenciones, el acoso. En 2010 se ordena la demolición de su estudio de Shanghai , que celebra retando al Gobierno con una fiesta en la víspera. En 2011 llegan los 81 días incomunicado , con dos guardias que no le hablan plantados a 80 centímetros de su cara las 24 horas. Luego vendrá una inspección fiscal y la retirada del pasaporte durante cuatro años, hasta que le fue devuelto en julio, lo que le ha permitido viajar a Berlín, donde ha refugiado a su hijo de seis años, y a Londres.
Su «broma» más directa
«Lo mío no es valor, es responsabilidad, es mi deber», ha dicho en Londres. La última sala de la exposición alberga su «broma» más directa: seis grandes cubos de metal gastado , en cuyo interior se reproduce su vida en prisión con esculturas policromadas hiperrealistas: los interrogatorios, las comidas, hasta las visitas al baño con los dos guardias. Pequeños ventanucos dejan ver las escenas al visitante, con el ruido de un ventilador contra la cara. Es más que arte. Poco importa si Weiwei lo ha hecho con sus manos o es obra del equipo de artesanos que le ayuda a plasmar sus sueños. El ingenio es suyo. Y el miedo también: « El encierro nos afectó profundamente a mi familia y a mí ».
Weiwei recorre Londres haciendo f otos con su iPhone de manera compulsiva. Un niño grande. Un valiente, o un bendito inconsciente, que un día se atrevió a decir «no».