El Whitney se va a pescar turistas al río Hudson
Su nuevo edificio, diseñado por Renzo Piano, coloca al museo en posición de competir con el Met o el MoMA
El Meatpacking District -el barrio de los desolladeros y los procesadores de carne- es el mejor ejemplo de la velocidad a la que Nueva York se reinventa. A comienzos de este siglo todavía era una esquina semiabandonada de Manhattan, con apenas dos docenas de negocios de la industria cárnica, jalonada por una autopista que la separaba de la orilla descuidada del Hudson y una vía elevada de tren sin uso. Hoy es una de las zonas más exclusivas de la ciudad y un caramelo que los turistas devoran. En la última década han surgido como setas tiendas de moda -Diane von Furstenberg, Christian Louboutin-, restaurantes adorados por los visitantes y poco considerados por los neoyorquinos -Spice Market, Budakkan, Morimoto- y hoteles, como el Standard, donde se aloja la élite creativa internacional. La vía de tren abandonada es ahora el High Line, un parque elevado que ha sentado cátedra en paisajismo desde su inauguración en 2009 y que atrae a cerca de cinco millones de visitantes por año.
Justo aquí, entre el punto en el que arranca el High Line y el río Hudson, se ha venido el museo Whitney a pescar turistas. Esta semana, las calles de este barrio estaban repletas de banderolas con el mensaje «En casa en el Meatpacking desde el 1 de mayo». Ese es el día de la apertura al público de su nueva sede, un espectacular edificio con la firma del arquitecto italiano Renzo Piano. Esta semana, sin embargo, el museo abrió sus puertas a la prensa para presentar el proyecto y la exposición con la que lo inaugura, un repaso a su extraordinaria colección de arte moderno y contemporáneo estadounidense. Esa es una de las claves de la mudanza del Whitney. El museo no solo ha buscado atraer a más público, sino también ganar en posibilidades expositivas. La mayor parte de sus fondos han vivido en la sombra de los depósitos de arte, incapaces de encontrar un hueco en las paredes abarrotadas de su anterior edificio, en la avenida Madison.
La antigua sede del Whitney -un diseño elogiado de Marcel Breuer- encorsetaba al museo. Se sufría en ocasiones como su bienal, un evento muy celebrado y seguido en el mundo del arte neoyorquino, o en grandes exposiciones como la retrospectiva del año pasado de Jeff Koons , la muestra con la que el Whitney dijo adiós a su anterior edificio: salas atiborradas de público, colas en la calle y limitaciones expositivas para los comisarios. El museo se había quedado pequeño. «No era posible hacer una ampliación del edificio en la avenida Madison», explicó el copresidente del Whitney, el inversor Robert Hurst. Ya se había intentado antes: en 1985, bajo la dirección de Thomas Armstrong, se planteó adherirle un edificio de diez pisos; más tarde, en 1998, el entonces director, Maxwell Anderson, quiso que lo ampliara el arquitecto Rem Koolhaas, pero el proyecto no salió adelante. Ha sido Adam Weinberg, director desde 2003, quien ha conseguido maniobrar un cambio de sede.
Una apuesta millonaria
No ha sido fácil. Muchas voces del mundo del arte se posicionaron en contra de abandonar el edificio de Breuer- ni barato: la nueva sede ha costado 422 millones de dólares, para lo que se emprendió una campaña de recaudación de fondos que consiguió 760 millones, que soportará los costes del edificio y ampliará el colchón financiero del museo. «Representa una nueva era y una garantía de futuro para el Whitney», dijo Weinberg sobre el edificio. Con 4.600 metros cuadrados, duplica el área expositiva de su antecesor e incluye una impresionante sala de 1.675 metros cuadrados en el quinto piso, el mayor espacio museístico sin columnas de Nueva York. El espacio total -20.500 metros cuadrados- permite que las oficinas estén centralizadas en el museo y añade un centro educativo y un auditorio.
Desde fuera, el nuevo Whitney parece una fortaleza de hormigón y acero, casi un tanque industrial desproporcionado. Dentro del edificio, la sensación es muy distinta. El museo no se cierra en sí mismo, empeñado, como muchos otros, en preservar la caja blanca que permita una observación del arte sin interferencias. Al contrario, dialoga todo el tiempo con su entorno. «Hacia este lado, le habla a la ciudad», explicaba el arquitecto Renzo Piano, apuntando hacia el este, donde se desparrama la amalgama de rascacielos, casas bajas y bloques industriales de Nueva York. «En la otra parte, mira al mundo», decía en relación a los grandes ventanales con vistas al río Hudson y la orilla de Nueva Jersey. «Está entre la ciudad y el agua, entre la ciudad y el mundo», aseguraba.
La parte que mira a Nueva York es una cascada de terrazas y espacios al aire libre que será el favorito para el recuerdo fotográfico de los turistas. Pero que también disparará las oportunidades expositivas del museo, con parques de esculturas, proyecciones o «performances». La exposición inaugural, con el título «America Is Hard to See» , es tan ambiciosa como el nuevo edificio: un recorrido por el arte de EE.UU. desde 1900 hasta la actualidad, con más de 600 obras de casi 400 artistas de la colección del Whitney. Están todos los grandes nombres -O’Keeffe, Hopper, Pollock, De Kooning, Rothko, Rauschenberg, Warhol, LeWitt, Basquiat, Koons- y muchas piezas apenas expuestas antes en el museo por falta de espacio.
«La idea es que aquí no haya un límite claro entre la calle y el edificio», dijo Piano desde el vestíbulo, un espacio enorme acristalado y abierto al público. «Arriba, las galerías son para el mundo del arte y de la libertad. Espero que sintáis que el edificio está diseñado para que haya esa libertad».