Alcanzar el cielo con las agujas de una catedral
El templo, construido en 1211, es la insignia de Burgos, que puede verse con todo detalle desde sus diez mil metros cuadrados de tejados

Ochenta metros por encima de la plaza de Santa María, las agujas de la catedral de Burgos dejan pasar los rayos del primer sol de la mañana. No son aún las diez, pero ya los peregrinos entran y salen del templo con sus mochilas ... a cuestas. Desde el campanario de la torre oeste, tienen el aspecto de las piedrecillas del camino que los conducirá a Santiago. Son habitantes de un mundo diminuto y remoto, muy distinto al que se despliega en los diez mil metros cuadrados de tejado que cubre esta basílica construida hace ya ocho siglos.
Más que una iglesia, la catedral de Burgos es un libro. Uno que lleva ochocientos años escribiéndose. Encuadernada en sus 19 capillas y sus tres naves, contiene la vida de todos los que han atravesado sus puertas, desde el Cid Campeador, cuyos restos descansan bajo una lápida espartana dispuesta en 1921, hasta Santa Teresa de Jesús, que oró ante su Cristo. A ella acudieron Edmundo de Amicis, Benito Pérez Galdós y Víctor Hugo, los tres fascinados por su 'Papamoscas'. Hasta Rafael Alberti, aprovechando sus viajes como representante de las bodegas Osborne, le dedicó varios poemas de su libro 'La amante'.
Para subir a su tejado, es preciso deslizarse por una pequeña puerta junto al órgano. Una estrecha escalera de caracol hecha de piedra desnuda que conduce a las torres de la fachada oeste, desde donde se despliega la vista sobre el arco de Santa María. A diferencia de otras iglesias de su tiempo, a la Catedral de Burgos la resguardan ángeles y en el pórtico central, en lugar de santos, son músicos quienes llaman a los fieles a la oración.
Coronada por sus agujas de piedra y sus pináculos recubiertos con bulbos y frondas, el edificio ofrece un recorrido de gárgolas y santos, también una sucesión de cabezas imposibles de contar, ya sea porque en una pueden estar talladas hasta dos y tres, o porque muchas permanecen apartadas y escondidas del ojo humano.
Turbación por lo bello
El vértigo seguirá siendo vértigo, con o sin nombres o fechas, pero a alguien ha de pertenecer la turbación que produce lo bello a casi ochenta metros de altura. Cuando el obispo Alonso de Cartagena regresó a Burgos tras el concilio de Basilea, lo hizo acompañado por un grupo de arquitectos, carpinteros, escultores y herreros. Los contrató con la finalidad de rematar la fachada occidental de la catedral, que había quedado inacabada en el siglo XIII.
Entre el grupo se encontraba el alemán Juan de Colonia, designado maestro mayor. Durante sus años al frente de las obras, introdujo novedades en la fachada occidental del siglo XIII, la más importante de todas, las dos agujas caladas que rematan las torres. Inspiradas en el modelo de la catedral de Colonia, con ellas se introdujo en Castilla un detalle que hasta entonces se había visto en Friburgo y Basilea y que marcaron la renovación del edificio. Hoy, ambas se alzan y pueden verse a lo lejos como símbolo de la ciudad.
A 75 metros de altura, los antepechos y aristas burgalesas diseñadas por Juan de Colonia invitan a mirar al cielo, pero también a las siglas inscritas en la piedra. Una de las que más se repite es SM, que aluden a Santa María, el nombre de la catedral, aunque también se corresponden con el apellido de la familia de Alonso de Cartagena, el promotor de la obra. No hay guano ni lluvia suficiente para borrar algunos patrocinios.
Como toda criatura viva, la catedral de Burgos adelgazó o se robusteció por la acción de otros y en la mayoría de sus piedras hay un detalle que lo confirma y atestigua, desde la firma de los canteros en cada bloque de Hontoria que mantiene en pie el edificio, hasta la profusa estatuaria de los cortesanos de Castilla que contribuyeron con su construcción.
El cimborrio
Sobre el tramo central del crucero de la catedral se alzó un cimborrio de ocho torres y chapiteles, en sustitución de una sencilla bóveda de crucería. En el siglo XV, Luis de Acuña ordenó derribarla para sustituirla por un nuevo cuerpo de luces. No duró ni cincuenta años, pues se cuartearon sus columnas y se desplomó, con gran estrépito, la noche del 3 al 4 de marzo de 1539. Al poco tiempo, se alzó una nueva estructura que se mantiene en pie hasta la actualidad engarzada en el crucero como una auténtica joya bajo la que se hallan depositados, desde 1921, los restos del Cid, Rodrigo Díaz de Vivar y de su esposa, doña Jimena.
Para acceder hasta su interior desde el tejado, es preciso recorrer la nave central, desde donde pueden verse los arbotantes del ábside, y subir por una escalera del siglo XVI con motivos tallados, muy distinta de la piedra desnuda por la que se accede a las torres. Una vez dentro, el visitante confirma cómo todas las galas del Gótico y todos los lujos del Renacimiento se dan cita allí. Bajo su bóveda, una estrella de ocho puntas hace pensar a quien la mira que, en verdad, se encuentra en el cielo. La linterna de cristaleras de colores está precedida de una fastuosa ornamentación plateresca, que confirma lo que Felipe II dijo al conocerla: «más parecía obra de ángeles que de hombres».
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