Viaje al fin del mundo

Los romanos creían que más allá del horizonte de Finisterre no había nada. El verano del coronavirus viajamos a esta tierra mítica en busca de respuestas o aire fresco

Cuando el sol se hunde del todo en el mar de Fnisterre la gente aplaude a rabiar, como dando las gracias por el espectáculo B. P.
Bruno Pardo Porto

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Durante muchos días creímos que el fin del mundo era un bicho invisible, y que el cataclismo nos iba a pillar encerrados en casa o en el supermercado, aferrados al gel hidroalcohólico y con las gafas empañadas, de tanto suspirar con la mascarilla puesta. En los peores momentos temimos que no habría esperanza más allá de la cuarentena, y nuestro horizonte se fue achicando hasta encajarse en el marco de la ventana: un drama muy de nuestro tiempo. Pero el fin del mundo solía ser otra cosa. Los romanos lo situaron en Finisterre , una península privilegiada abierta al océano, donde dicen que el sol no se pone, sino que se hunde en el mar en un ocaso perfecto, como si la vida, al cabo, terminara con un último acto de belleza y no con una pandemia global. El verano del coronavirus visitamos esta tierra mítica en busca de respuestas o aire fresco.

Este viaje comienza en Santiago . Es domingo 26 de julio y la niebla cubre y moja una ciudad semivacía que más que dormir espera el sonido del despertador. A falta de señales claras, los vecinos madrugadores corrigen el rumbo de los despistados. «¡Es por ahí!», grita una señora desde su ventana a una pareja de caminantes que duda en una encrucijada de la Carballeira de San Lourenzo, muy cerca aún de la catedral. Debe ser algo rutinario.

La peregrinación al fin del mundo es un vicio antiguo, porque en el fondo siempre hemos tenido cierta curiosidad por el apocalipsis. Las crónicas del siglo XII ya hablan de peregrinos que, después de llegar a la tumba del apóstol, seguramente sin ampollas en los pies, decidían continuar el viaje hasta Finisterre, el punto más occidental, o eso repetían, del planeta. Entre los dos lugares, noventa kilómetros de distancia: dos días para los que tienen prisa, tres para los caminantes estrictos, cuatro para los que comen bien.

Al principio el camino es árido, por carretera y sin vistas, y poco a poco se adentra en el verde hasta llegar a Ponte Maceira . Allí, el río Tambre, que es la única posibilidad de bañarse en Galicia sin demostrar valor o insensibilidad al frío. Un lujo. Thoreau aseguraba que los hombres libres solían viajar hacia el oeste, porque allí estaban los paisajes más espectaculares: no se equivocaba, pero él no probó las playas del Atlántico.

En Negreira , el primer destino, hay un mesón que se llama Rosalía de Castro y un camarero, un tal Milucho, que tiene claras sus prioridades: «Hay que pensar en cosas productivas: hacer el amor, viajar...». Ana, una mujer de unos setenta años (hay una edad, por lo visto, que son los casisetenta ), se agarra al gin-tonic y responde: «El placer de la pareja es el antes, no lo otro, que dura un momento, unas décimas de segundo. Te habla una veterana de guerra». Ni rastro del clavo clavado en el corazón, pero sí de Kavafis : «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo».

Se ven pocos peregrinos, poquísimos. Apenas una pareja que camina desde Roncesvalles, y que ha tardado solo veinte días en llegar aquí, cuando lo normal es dedicarle un mes. «Hacemos etapas de hasta cincuenta kilómetros», presume él. Ni que esto fuera una huida. O peor, una carrera.

Ellos también se quedan en el albergue San José, que está prácticamente vacío. Las habitaciones, de más de veinte camas, son ahora aposentos palaciegos para un puñado (se cuentan con una mano) de jóvenes cansados. La pandemia se nota, pero también hay menos posibilidades de escuchar ronquidos.

Lo que dicen los pies

Desde Negreira, en un acto de crueldad divina, casi de hybris griega, la ruta se alarga hasta Olveiroa en una subida constante (así se recuerda) de más de treinta kilómetros. Es en esas pendientes cuando uno empieza a notar el verdadero peso de la mochila, y se pregunta qué demonios hace en medio de un campo de maíz un veintisiete de julio habiendo en este mundo playas y cervezas suficientes para todos. Camus escribió que llevamos un verano dentro, pero le faltó avisarnos de que no siempre tenemos un chiringuito a mano. La culpa, aun así, es de Décimo Junio Bruto . Fue él quien, después de conquistar Galicia, no quiso marcharse de aquí sin ir a ver el ocaso a Finisterre, y esto lo contó el historiador Lucio Floro y ahora hay forajidos sin mascarilla protestando en latín vulgar en medio de otra cuesta. El efecto mariposa. En fin, ya no tengo claro si el Quijote salió a ver mundo porque estaba loco o perdió la cordura por el camino. Lo mejor es no pensar. Solo caminar.

«¿Te puedo ver los pies?», pregunta Bri, que es monitora de campamento y estudiante de Filosofía. Van Gogh pintó unas botas ajadas para demostrar que había vivido mucho y que ya tenía historias que contar. Aquí lo que importan son los pies. Los que hablan por nosotros son los pies. Y nunca mienten. «Jo, qué bien están. Yo los llevo vendados, que tengo una infección en la cutícula», añade.

Ella forma parte de un grupo de once monitores que, sin campamentos estivales que monitorear este año, ha decidido echarse a andar para pasar el rato. «No sabíamos que veníamos a sufrir tanto», lamenta. Luego dispara mil anécdotas que se han encontrado en el trayecto. Como la de los dos chavales que se conocieron en una rave y que a la mañana siguiente empezaron el camino con la tienda de campaña al hombro. O la de la belga que, después de mil kilómetros, lloraba desconsolada diciendo que quería volver a casa porque su amor del camino se había marchado… «Sí, sí, es que han pasado mil cosas», resume.

Es un hecho: se viaja, se vive, para tener tema de conversación, para charlar. Pobres los nietos de esta generación, que tendrán que escuchar las batallitas del confinamiento.

Las guías insisten en que los hórreos de Olveiroa son famosos, y efectivamente lo son. Están por todas partes. Hay más hórreos que bares, más hórreos que albergues, más hórreos que peregrinos. Y menos hórreos que cansancios.

Un rollo surrealista

Entre Olveiroa y Finisterre hay 35 kilómetros que suelen hacerse del tirón, aunque algunos caminantes se paran antes, nada más ver el azul. Con el mar no se puede negociar, y menos tan cerca de la Costa da Morte : hay que entregarse a él, seguir sus mandatos. Toca pararse, por tanto, en Cee , que es un pueblo con un hospital con vistas a una playa en la que nadie se baña, porque «es mejor la de Corcubión », que está al lado. En algún lugar cercano tienen una fábrica de viento montada, y desde allí lo exportan al resto de España. No se ve gente por la calle y hace fresco. Es la una de la tarde del 28 de julio.

«La gente tiene miedo… No hay nadie, nadie», afirma la dueña de la cafetería Express. «Es una lata, un rollo. Esto es surrealista», remata. Tiene razón. No muy lejos, en el mesón O Galego, ofrecen un menú del peregrino que incluye caldo gallego de primero. Caldo. Gallego. En verano. Y sí, es lo suyo.

Cuando el sol se hunde

Apenas faltan quince kilómetros para llegar a Finisterre, y el camino es un festival de playas blancas y bosques atlánticos. Está todo muy bien pensado: una primera parte de silencio y recogimiento, introspectiva, que invita a buscar algo de belleza interior para seguir caminando, que obliga a recordar, que resucita a los abuelos y a los días de la infancia, y un final desbordante, lleno de paisajes que dejan a uno al borde del Stendhal . Hay que rendirse. «¿Y si le llaman Costa da Morte para espantar turistas?», se pregunta Yago ante la playa de Estorde, un tesoro oculto por los pinos que parece traído de un mundo mejor.

El sendero ya no se volverá a apartar de la costa hasta llegar a Finisterre. Allí esperan la arena fina y kilométrica de Langosteira , la corriente hipnótica y peligrosa de Mar de Fora , la música de las gaviotas y, sobre todo, el faro. Quién fuera farero en Finisterre... Hay que subir tres kilómetros por un arcén estrecho para llegar al kilómetro cero del camino, y de repente todo cobra sentido. El mar ancho, anchísimo, inmenso y panorámico se abre a los ojos. Todo es mar: el infinito es el mar, el cielo es el mar, la memoria es el mar. La tierra firme es una isla.

Contaba Cunqueiro que Décimo Junio Bruto llegó aquí y vio «con religioso terror hundirse el sol en el mar, allá donde los abismos del Tenebroso se poblaban de enormes bestias». Era el año 127 antes de Cristo. Han pasado más de dos mil veranos desde entonces y los hombres siguen subiendo a este mirador para ver el mismo mar, el mismo espectáculo. Ya no queda nada del terror del romano, pero sí toda su fascinación. Cuando el sol se hunde del todo, la gente aplaude a rabiar. Claro, ellos saben que los monstruos marinos murieron hace mucho y que la Tierra es redonda. El fin del mundo no existe, por ahora.

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