Oti Rodríguez Marchante

El idilio de Juan Marsé con el cine

Las películas fueron el pozo del que sacaba, y al que llevaba, el agua de su caudal narrativo

No se puede leer ni una línea más sobre la mala relación de Juan Marsé con el cine. Es algo absurdo, ridículo, intolerable. Quien haya tenido ocasión de compartir un rato con Marsé sabe que el cine era todo para él y que las películas fueron el pozo del que sacaba, y al que llevaba, el agua de su caudal narrativo. Y fue precisamente su amor, su dependencia y su comprensión del cine lo que le llevó a despreciar a los directores que adaptaron su obra a la pantalla, y especialmente a Vicente Aranda, al que no le perdonó nunca lo que le hizo a sus obras «La muchacha de las bragas de oro», «Si te dicen que caí», «El amante bilingüe» y «Canciones de amor en Lolita’s Club». Demasiadas cuentas sin pagar, incluso para un amigo.

Marsé amaba las películas, narraba con pulsión cinematográfica y quería ver sus novelas en la pantalla . Luego, sí, también quería no haberlas visto. Pero no era arrebato o capricho de autor, pues cuando leyó el guion de Víctor Erice (y Antonio Drove) sobre «El embrujo de Shanghai» dijo que era mejor y más hermoso que su novela. El genio en frustraciones que fue Erice no lo pudo cuajar en película, y lo que recogieron Andrés Vicente Gómez y Fernando Trueba le pareció como autor, como cinéfilo y como espectador una completa basura.

No es inusual que una gran novela que describe maravillosamente una época y lugar se estrelle contra el cine, y la Barcelona del siglo XX dibujada con minuciosidad de paisaje y personajes por Marsé, como la detallada por Eduardo Mendoza en «La ciudad de los prodigios», pierden toda su fuerza evocadora y su magia en la pantalla. Curiosamente, Mario Camus , que machacó la obra de Mendoza, había ennoblecido la de Miguel Delibes en «Los santos inocentes». No es, pues, cuestión de inquina, ni siquiera de talento, sino de mirada y suerte, y Juan Marsé no la tuvo en sus préstamos al cine, o a ciertos productores y directores, que le devolvieron la cuenta de su obra sin el más mínimo interés. El caso de «Últimas tardes con Teresa» , su novela más pegada al hígado de aquella Barcelona, no es tan dramático, pues Gonzalo Herralde y sus protagonistas, Maribel Martín y Ángel Alcázar, supieron extraer al menos lo epidérmico de sus magníficos personajes y mundos.

Así, la relación de Marsé con el cine, magnífica y plena, no es la de su obra, ni la de su labor de guionista y adaptador, sino un vínculo y un idilio del que hemos podido disfrutar con sus escritos, artículos, críticas, comentarios, con sus «Momentos inolvidables del cine» , con «El fantasma del cine Roxy» o con ese impagable «Un paseo por las estrellas» que hallaba nexos entre Pepe Isbert y Marilyn Monroe o Nuria Espert y la mona Chita.

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