Rodrigo Cortés

El virus democrático

«Quizá -me digo a mí mismo- sean días propicios para el silencio. Para recordar que no sabemos mucho de lo poco que sabemos. Para dejar los pulgares bien quietos. Para ser invisibles, sentenciar menos, tener la elemental prudencia de hacerle más fácil decidir a quien deba hacerlo, a quien tenga esa responsabilidad»

RODRIGO CORTÉS

Este es uno de esos artículos que corren el riesgo de quedar obsoletos en cuarenta y ocho horas, barrido por los acontecimientos cambiantes, barrido por la realidad. Es decir: es un artículo normal. Nadie que escriba estos días sobre el ángel exterminador sin ser virólogo, epidemiólogo o exorcista tiene mucho que decir; tampoco yo. Prometo, a cambio, no dar consejos, no indignarme, no inventarme que ya hubiera dicho nada ni suspirar que qué sabía yo. Son tiempos de incertidumbre, de fragilidad recién despabilada, y con la incertidumbre -para la que el ser humano no parece preparado- llega el miedo, que es como el desconcierto, pero haciéndose daño uno y haciendo daño a los demás.

Decían los políticos de Yes, minister , la sátira británica de los 80, que toda solución debe abordarse en cuatro fases. En la primera se niega que nada vaya a pasar; en la segunda se dice que, aunque algo podría pasar, no deberíamos hacer nada al respecto; en la tercera se admite que tal vez debería hacerse algo, pero que no hay nada que hacer; llegada la cuarta fase, basta con aceptar que tal vez podríamos haber hecho más, pero que ya es demasiado tarde. Y vuelta a empezar.

Estrenamos pantalla nueva, una que esta generación no había visitado, y no sabemos bien aún cómo movernos en ella; lo echamos todo a la coctelera: un poco de sensatez, un poco de sobreactuación, un poco de videojuego, un poco de ilusión (casi), un poco de temor imitativo, un punto de egocentrismo, un poco de indiferencia, un poco de voracidad, dos o tres pocos de miedo, un poco de sentimentalismo, un poco de solidaridad. Hablamos más de la cuenta (más o menos como siempre, pero de una sola cosa), como cuando empezamos a ver la Fórmula 1 por Fernando Alonso y a la segunda carrera ya sabíamos de neumáticos, paradas, estrategias, les explicábamos a los demás lo osado de frenar tarde y dejábamos a la mitad el depósito del propio coche para ganarle unas décimas al crono, camino a casa. Ahora sabemos de toses, fiebres, mascarillas con y sin filtro, conocemos las mejores técnicas de lavado de manos (no os olvidéis de los pulgares, les decimos a los recién llegados, que han llegado a la vez que nosotros), de distancias reglamentarias, de vías respiratorias, de períodos de incubación. Nos corregimos en cuanto podemos, sorprendidos de la ignorancia del otro, somos esos profesores principiantes que tratan de ir, resoplando, una página por delante de los alumnos. Vamos aprendiendo sobre la marcha, mezclando mitologías al azar, uno hace como que el virus es radiactivo (¿has tocado el pomo?), mientras otro se pone guantes y se los lleva, confiado, a la cara, persuadido de haber encontrado un vacío legal. Hacemos lo que podemos…

Salimos a cantar a los balcones -por los demás-, a tocar la guitarra o dar las palmas -por los demás-, a contar chistes. Hacemos vídeos de la hazaña, los compartimos. Nos hacemos selfis con el virus, el virus y yo, contagiados, al fin, de viralidad. Hablamos del triunfo del espíritu humano después de dos días viendo series, asaltamos el supermercado por si se acaba el papel higiénico -que por lo visto coleccionamos-, abrimos hilos, elegimos el televisor que nos vamos a llevar en los disturbios, metemos comida en el carro como si la meta fuera aumentar sin sobresaltos el nivel habitual de colesterol. Nos sentimos Mad Max en el desierto, el Mortensen de The road , el Rick de The walking dead (que es como el de Casablanca , pero con la gabardina sucia). Somos, fundamentalmente, felices. Hasta que llegue el aburrimiento -que no se cura con papel higiénico- y con él la indignación. Hasta que los números empiecen a cantar: los pedestres (que no son números, sino gente) y los de quienes (gente también) se marchan antes de hora porque no hay país en el mundo preparado para enfermar a la vez.

Casi todo se explica desde el miedo, la historia, el amor, el fracaso, el éxito. El miedo es una fuerza poderosa. Somos frágiles, nos consumimos con el uso y a veces de golpe, somos delicados, quebradizos. Nos sabemos sobrantes. Los medios de información, alerta siempre, nos informan de todo y nada, nos aterran primero y recuerdan que no debemos estar aterrados después, alimentan (unos con gráficos, otros con titulares, otros con frases bien escogidas de una entrevista tres veces hecha, otros ante una mesa brillante con seis cámaras y cien invitados y música de fondo de película de Michael Bay), alimentan, decía, ese miedo que tanto encoge y vivifica, que tanto sacude y expone, no sea que alguien decida estar bien...

Nadie sabe, en realidad, qué nos espera, que es lo que sucede siempre, aunque la historia nos los recuerde a veces: países mirando a otros países por encima del hombro hasta que su propia curva les alcanza. Lo que ahora pasa, lo que ahora sea, ha pasado y sido ya, de forma más asoladora y grave, cuando la vida valía menos, cuando nadie llevaba las cuentas. La naturaleza es, por definición, implacable. Porque es impersonal.

No sé de qué es ahora momento, no se me ocurriría aconsejar a nadie nada, y menos ahora que cierran los cines. Estoy tan perplejo como cualquiera. Compadezco a quien tenga que tomar decisiones, aunque a algunos se les ponga cara de Morgan Freeman y otros crean que el virus, por fin democrático, será más sensible a la ideología que al alcohol. Compadezco a quien quiera señalar a nadie, compadezco a quien quiera meter ahora el codo y ganar metros. Compadezco a cualquiera que elija este tiempo para brillar. Lamento cada palabra de más.

Quizá -me digo a mí mismo- sean días propicios para el silencio. Para recordar que no sabemos mucho de lo poco que sabemos. Para dejar los pulgares bien quietos. Para ser invisibles, sentenciar menos, tener la elemental prudencia de hacerle más fácil decidir a quien deba hacerlo, a quien tenga esa responsabilidad. Quizá sea también buen momento para ser menos pueriles (un poco basta), para guardarnos el hashtag solidario, para hacer algún vídeo menos, para aplaudir algo menos, emocionarse algo menos, para no inventarse héroes a cada rato, para no sentirnos tan buenos por ser normales, para comprar con tranquilidad los tomates, la leche y el jamón de york.

Rodrigo cortés es cineasta y escritor

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