Rodrigo Blanco Calderón
El humo de las castañas en invierno
Pocas cosas temen más los escritores contemporáneos que esos eventos de humillación pública que son las firmas de libros
Pocas cosas temen más los escritores contemporáneos que esos eventos de humillación pública que son las firmas de libros. En la reciente feria del libro de Málaga me tocó pasar por ese calvario. La última vez que había participado en una fue en el año 2011, en Caracas, cuando publiqué 'Las rayas', mi tercer conjunto de cuentos. Firmé bastantes ejemplares, creo. Estaba en mi ciudad, en medio de la efervescencia que inundaba la plaza Altamira de Chacao cada vez que se organizaba aquella hermosa feria, rodeado de amigos, de conocidos y de gente que por una u otra razón le interesaba mi trabajo.
El tiempo transcurrido y el buen recuerdo que guardaba de esa ocasión me hicieron perder el roce. Esto lo sentí desde el primer día de feria en la Plaza de la Marina de Málaga, cuando me acercaba a alguna de las casetas y notaba de repente una mirada ansiosa. Dentro de la caseta, sentado, alguien me taladraba con la vista, como si me conociera. Al primero de ellos le pregunté, más por disolver la tensión que por verdadero interés, el precio de un libro cualquiera. Y fue entonces, con su respuesta, que caí en cuenta de mi error:
– No sé, no trabajo aquí .
Se acercó una librera y aclaró el malentendido:
–El señor X está firmando ejemplares de su libro Y.
Lo que debí haber hecho entonces fue poner una de esas sonrisitas tipo Opus Dei y continuar mi camino. Pero no. Le pregunté al autor de qué iba su libro. Después de eso era una canallada no comprarlo. Total que salí de ahí con un ejemplar autografiado de un ensayo sobre el impacto del Carnaval de Cádiz en el resto de los carnavales de España, o algo por el estilo. Esto me volvió a ocurrir un par de veces más. Y juro que no me daba cuenta hasta cuando ya era demasiado tarde. Primero la mirada lejana pero hipnotizadora, luego mi discurrir negligente sobre esos libros repetidos que rodeaban al escritor encasetado como un babero de proporciones absurdas, mi sonrisita de «opuso» cuando me percataba de que no era un librero sino un escritor y finalmente el desembolso dadivoso de mis pírricos dineros en libros pergeñados con mucha voluntad y que no voy a leer.
Cuando me tocó el turno de firmar libros, pensé que iba a ser mi venganza. Mi oportunidad de encasquetarle ejemplares de 'Simpatía', mi más reciente novela, a cualquier incauto que pescara con mi mirada de Sandokán.
La primera de mi dos sesiones de firmas fue el primer domingo de feria. El día anterior había visto la larga fila de lectores que durante más de cuatro horas tuvieron al súper ventas malagueño Javier Castillo estampando su rúbrica. Yo, más discreto, me conformaba con cinco lectores.
Fue una sola persona.
El viernes siguiente, durante mi segunda sesión de firmas, la afluencia aumentó un cien por ciento. Es decir, fueron dos personas. Una de las cuales era un hombre muy mayor, que me pareció que no estaba muy bien de la cabeza y que tenía a una señora atrás que lo acompañaba, con una paciencia digna de una sobrina o una enfermera vestida de civil.
En cada ocasión me salvó la llegada de una compatriota. Fue un alivio escuchar mi propio acento en boca de alguien más y compartir esa complicidad súbita de los venezolanos en el extranjero. Mis compatriotas, dos mujeres encantadoras, aprovecharon la ocasión para poder conversar conmigo con holgura. Por más mala prensa que los escritores nos hacemos unos a otros, siempre es una grata experiencia tener la posibilidad de hablar con el autor de una obra que nos ha gustado. Al menos, así es para mí cuando busco que otro autor me firme su libro. Es en esos minutos en los que el autor agradece en silencio que al menos una persona se haya acercado. Por su parte, esa persona agradece que no hayan llegado otras más. Este acuerdo tácito dura, o debe durar, poco tiempo. El suficiente para que la persona no se percate de que ella ha sido la única en responder a la convocatoria.
En mis firmas, las conversaciones se prolongaron el tiempo total de la penitencia. Mis compatriotas comprendieron perfectamente su papel. Es lo que Jung llama comunicación de inconsciente a inconsciente. Y hasta se prestaron para la foto respectiva, esa que hace parecer que la actividad fue todo un éxito. Foto para la que sonreí con gusto y que colgué en mis redes sociales. Porque yo, como diría Michel Houellebecq , juego el juego. Yo soy un escritor normal.
Hablando entre colegas, confirmamos que a casi todos nos sucedió más o menos lo mismo: firmas con uno o dos lectores. Presentaciones de libros frente un público de cuatro o cinco beduinos en un Sahara de butacas vacías. «Clérigos en una época posterior a la religión», como dice Coetzee . Dicho esto, aprovecho de aclarar que, si me vuelven a invitar a una firma de libros, por supuesto pienso asistir. Iré a encontrarme con al menos un lector y conversar cara a cara con él y guardar esa cara y esa conversación como una moneda con un rostro y un nombre propios.
De hecho, yo recomendaría a los escritores, en especial si son jóvenes, que se sometan a esta Pasión de la indiferencia y del desierto. Ese Memento mori que son las firmas famélicas de libros forjan el carácter. Son como un auriga que en mejores tiempos nos repetirá al oído eso que dice un personaje de una novela de Isabel Bono : «Soy imbécil, somos imbéciles, todo esto es imbécil».
La novela se titula 'Una casa en Bleturge' y fue uno de los ocho libros de Isabel Bono que compré durante esos días. El último sábado, la autora malagueña estaba firmando sus libros. Había unas cinco personas a su alrededor. Yo le pedí que me firmara uno de sus poemarios, Cahier, en el que los poemas están construidos con frases recortadas de periódicos.
–Fue en una época en la que me había quedado sin palabras –me dijo.
Lo firmó con lápiz, pues hacerlo con un bolígrafo le parecía un poco violento. Me regresé contento a mi casa, mudo entre el frío de aquella época del año, con el poemario contra mi pecho, sabiendo que su dedicatoria un día se borrará. Palabras olvidadas o jamás dichas que persistirán en la punta de la lengua, como el humo de las castañas en invierno.