Recordando a Beckett, pero esperando a Godot
Se cumplen treinta años de la muerte del dramaturgo, Nobel de Literatura en 1969, y su gran obra todavía sigue vigente y viva, llenando teatros y ofreciéndonos un reflejo irónico del sinsentido de la vida humana
En Foxrock, un barrio residencial al sur de Dublín, no había ningún teatro, pero sí pasaba el circo, con todo su encanto decadente y esos personajes como sacados de un chiste perpetuo. Al menos así era en 1906, cuando nació Samuel Beckett , y los años siguientes: el tiempo suficiente para que los payasos le entraran por la retina y se instalaran en su mollera, que entonces aún no estaba coronada por ese pelo plata que tanto gustaba a los fotógrafos...
Beckett siguió yendo al circo cuando estudiaba filología moderna en el refinado Trinity College de Dublín, y nunca dejó de declarar, ni convertido ya en uno de los grandes nombres de la literatura occidental, su admiración por aquel mundo, así como por el del music hall , el vodevil y el cine mudo. Tenía todo eso rondándole la cabeza, en equilibrio de malabarista, el 9 octubre de 1948. Ese día comenzó a escribir febrilmente en un cuaderno escolar una obra de teatro que marcaría la historia del género y, por qué no, de la literatura. La última página la fechó el 29 de enero de 1949. Había nacido « Esperando a Godot ».
Aquella era una pieza extraña, que pronto se clasificó como teatro del absurdo , tal vez por la perplejidad inicial de la crítica y el público, pero que el tiempo ha terminado por colocar en el parnaso de las tablas, si es que tal cosa existe. El argumento es bien sencillo: hay un árbol, y dos personajes de nombres peculiares, Vladimir y Estragon, que esperan a un tal Godot, que no llega. También se cuelan en escena el cruel Pozzo, su esclavo Lucky y un muchacho que dice que Godot no podrá acudir a la cita ese día, pero sí al siguiente. Con tan pocos elementos, pero con sobredosis de genio e ingenio, Beckett retrata la condición humana, esa gran tragedia de estar buscando siempre un sentido que nunca aparece, o que se escurre. Es la espera. La esperanza.
«Si “El Rey Lear” es el Vaticano, “Esperando a Godot” sería la Sixtina», asevera al otro lado del teléfono el director teatral Lluís Pascual . Él comenzó a ensayar la obra con 17 años, a finales de los sesenta, pero no pudo representarla porque siempre se la censuraban, «por fortuna o por desgracia». Entonces todavía no había descubierto su peculiar gracia, de la que sí hizo gala cuando pudo representarla con el teatro Lliure a finales de siglo, y en el resto de sus funciones por España y el extranjero.
El payaso negro
«Él inventa el payaso negro, que es una cosa que no existía antes. La suya es una poesía absolutamente existencial, pero al mismo tiempo tiene algo que no tienen los existencialistas: un profundo sentido del humor , una gran ironía», explica. No deja de tener su guasa que, precisamente el día que pudo conocerlo, Beckett tuviera un cabreo monumental con un amigo y ni siquiera llegase a esbozar un principio de sonrisa. «Es que estaba tremendamente enfadado. Me impresionó su altura. Era muy delgado, como una escultura de Giacometti : por eso eran tan amigos», bromea.
Para Pasqual esta sigue siendo una obra terriblemente vigente aún hoy, treinta años después de la muerte de Beckett. «Yo no sé si podemos estar más desolados o más perdidos en la nada. Nosotros y nuestros dirigentes. Estamos ante una obra que no tiene fecha. Hay muy buenas obras que de repente tienen fecha, que uno les ve la fecha de caducidad como si estuviera marcada en el texto. “Esperando a Godot” no pasa en ningún sitio y en todos los sitios, no pasa en ningún momento y en todos los momentos», zanja.
Quizás por esa indeterminación espacio-temporal, además de por su encanto y calidad, seguimos asomándonos a su abismo (en las profundidades siempre hallamos algo nuevo), y los teatros se siguen llenando con este celebérrimo título. Antonio Simón dirige ahora una nueva producción de «Esperando a Godot» en el Teatro de Bellas Artes de Madrid, protagonizada por Pepe Viyuela y Alberto Jiménez, que ha tenido una buena acogida entre la crítica y el público.
Incertidumbre
«Beckett cuando escribe la obra está dentro de un contexto determinado –después de la Segunda Guerra Mundial, después de los exterminios nazis, después de todos los horrores– en el que el humano se siente exiliado, perdido. Y hoy en día la sensación de precariedad e incertidumbre con la que vivimos conecta a nivel humano al público y la obra. O por lo menos a uno de los temas de la obra: esa incertidumbre que describe Zygmunt Bauman en “Modernidad líquida”», sostiene el director teatral.
Como Pasqual, Simón entiende esta tragedia desde el humor. «Las cosas más terribles necesitan decirse desde el humor», sentencia. También opina lo mismo el filósofo Fernando Savater , fiel admirador de Beckett, que le ha arrancado carcajadas hasta dejarlo en el suelo. «La risa es una forma de comprender, y Beckett es uno de los grandes humoristas del siglo XX. “Esperando a Godot” plantea algo el enigma que supone siempre la vida humana, pero lo hace con gracia, sin pretenciosidad, sin querer dar lecciones, sin explicar cuál es el secreto de la humanidad», celebra.
Pepe Viyuela rechaza que estemos ante una obra absurda en la que las situaciones se sucedan sin solución de continuidad. Para él, todo tiene un sentido. «Lo que ocurre es que se suceden situaciones de emergencia, que los personajes van inventándose para llenar ese silencio que les resulta insoportable. Llevamos toda la historia de la humanidad intentando rellenar esos silencios... Cada una de las veces que abrimos la boca sobre el escenario vamos a algún sitio. Es como una brazada desesperada en medio del mar para no ahogarse. Tiene un sentido: el sentido de los seres que todavía no se han rendido y buscan desesperadamente algo a lo que agarrarse. Inventan conversaciones, inventan situaciones, inventan juegos, hasta su propio afecto, su propio amor», aclara.
Popularidad
La primera vez que la obra se representó en Madrid, una parte del público se marchó al final del primer acto, porque pensaban que había terminado. No la acababan de entender, era tremendamente rompedora. El gran logro de Beckett ha sido que, habiendo pensado a Godot desde la experimentación, lo convirtió en tremendamente popular. «Cuando la hice por primera vez en Sarajevo , sin decorados ni nada, vino gente de todo tipo, en una lengua que no entendían, pero que sabían más o menos de qué iba, se reían muchísimo –recuerda Pasqual–. Si uno no le pone el filtro intelectual, si lo trata de tú a tú, salen unas situaciones que son graciosas, que son cotidianas para todo el mundo. Se ha convertido en popular una obra que estaba destinada completamente a no serlo».
El dramaturgo y académico Juan Mayorga opina lo mismo. «El desafío beckettiano ha sido asimilado. Becket ha ganado la partida. Lo que pudo parecer una dramaturgia para élites, una dramaturgia complicada y solo apreciable por unos pocos, se ha convertido en un clásico en el mejor sentido de la palabra. Es una obra para cualquier futuro. Godot es injuzgable, porque ya es parte de nosotros: ha conformado nuestro modo de ver el mundo», zanja.
Al final de «Esperando a Godot», Vladimir dice: «Entonces, ¿nos vamos?». Estragon responde sin dudar: «Vámonos». Pero ninguno de los dos se mueve, y se cae el telón. Y aunque no los veamos siguen ahí, esperando a Godot. Nosotros hacemos lo mismo, y mientras tanto, por ejemplo, recordamos a Beckett, ese payaso negro. Y nos reímos con él.