Poetas y publicistas, expertos en saltarse las normas de la RAE
La Academia debate sobre los límites del idioma en el lenguaje comercial y literario
Lo más lejos que llegó García Márquez en el mundo de la publicidad se resume en una frase: «Yo, sin Kleenex, no puedo vivir». El Nobel, está claro, se lo dieron por otras cosas. Su colega Fernando del Paso , premio Cervantes, tampoco tuvo fortuna. «Estaban los tomatitos muy contentitos, cuando llegó el verdugo a hacerlos jugo», escribió el mexicano para un anuncio de la salsa Del Fuerte . ¿Conclusión? No es lo mismo hacer literatura que publicidad, aunque, al menos, sí hay puntos de conexión entre la poesía y el arte del eslogan.
De eso se habló ayer en la Real Academia Española (RAE), donde se celebró un debate que reunió a publicistas y literatos para arrojar algo de luz sobre el asunto. «La poesía y la publicidad son formas de comunicación que parecen muy alejadas, pero son muchas las características que las unen: la brevedad, la intensidad, el uso de la retórica, la sinopsis, el intento de llegar al sentimiento, el juego metafórico o la habilidad para tomarse ciertas libertades con la lengua», subrayó el académico José María Merino , moderador del sarao. En fin, hay habilidades que se cotizan en las dos profesiones, aunque hay que saber dirigirlas, porque no siempre funcionan.
Xisela López , directora creativa de Sra. Rushmore, trufó de ejemplos su intervención. Fue ella la que recordó los escarceos fallidos de Gabo y Del Paso en esto de vender y convencer, pero también los «sacrilegios» de algunos colegas de profesión, que han tenido la osadía de utilizar unos versos de Lorca (aquello de «En la mañana verde, / quería ser corazón») para anunciar Cruzcampo o de versionar la «Canción del pirata» de Espronceda para promocionar la liga española de baloncesto, en ambos casos con resultados, como poco, sonrojantes. La palabra es un arma valiosa, pero en publicidad tienes que vestirla. Como dejó claro ella misma, cuidando la forma, tirando de buen gusto, se puede coger un texto de Walt Whitman para vender iPads. O uno de Bukowski para un spot de whisky, aunque en este caso todo estaba a favor para que saliera bien…
Para José Luis Moro , fundador de la agencia Pingüino Torreblanca (y de Un pingüino en mi ascensor), la clave de un buen anuncio es el impacto. «La publicidad es el arte de seducir muy rápido. Estamos encajonados en formatos cortos. Tenemos veinte segundos para persuadir a alguien de que compre algo», explicó. Para conseguirlo, muchas veces hay que dejar de lado la gramática y el diccionario y tirarse a la piscina. «Una forma estupenda de sorprender es romper reglas. Es lícito romper las reglas del idioma siempre y cuando haya un punto de ingenio en ello. Es hasta bonito», sentenció. Para muestra, estos hallazgos añejos: «No compre un televisor sin Thom ni Son» o «El que sabe, Saba». Eso todavía vale hoy. Este lleva su firma: «Pienso luego Yoigo». «La ventaja es que Descartes , como falleció hace tiempo, no nos puede demandar», bromeó el creativo.
«¿Vuestras agencias hicieron algunos de los eslóganes de la campaña?», les preguntó a ambos la novelista Carme Riera . «No», respondieron. «Es que eran espantosos. No se rompieron ni un segundo la cabeza», aseveró. Lo mismo opinó Luis Mateo Díez , que agradeció que en un mundo dominado por «lenguajes verdaderamente precarios», aparezcan estos ingenios, pues son una «vía de enriquecimiento». «Es un intento de llegar a ese otro ámbito expresivo, a un espacio de singularidad. Es ahí donde se encuentran la poesía y la publicidad», remató.
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