Niño sobre fondo azul radiante

En este relato, el escritor y cineasta Rodrigo Cortés maneja todos los tópicos del verano: la playa, el sol, los juegos sobre la arena, la imaginación infantil... hasta que la realidad se quiebra delante de nuestros ojos

Nieto
Rodrigo Cortés

Rodrigo Cortés

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Niño cavaba en la arena con su pala amarilla, bajo la atenta mirada de Madre, que descansaba bajo una sombrilla en su silla plegable y floreada y desconfiaba de cualquiera que se divirtiera. Padre hablaba con un marroquí de pantalones huecos y le daba unas monedas a cambio de una lata de cerveza que se abrió allí mismo, chsss. Luego Padre miró el mar , y luego alrededor, a nada en concreto, mientras la brisa revolvía su pelo negro y ensortijado, y miró al mar de nuevo, con el ceño fruncido por el sol; no parecía tener muchas ganas de volver a la sombrilla, Padre. Madre llevaba un biquini de un rojo gastado, casi rosa, que nunca en la vida había tocado el mar, ni siquiera sin querer, bien pegado a su piel de apache, y el pelo muy corto, y unas gafas muy grandes, como de plástico, que parecían aclararse un poco cuando miraba a Padre, también con desconfianza. Hermana, un año mayor que Niño, leía, lejos de la sombra, un libro de enigmas en un internado de chicas, con el rostro enfadado, como siempre. A veces enroscaba los dedos en la tela blanca de la camiseta y la estiraba un poco, y luego la soltaba, y luego pasaba una página, resoplando como si tuviera mejores cosas que hacer, y volvía a enredar los dedos en la tela, y así todo el rato. Niño miraba , aburrido; lo miraba todo; no quería estar allí ni quería estar en ninguna parte, así que miraba también el mar, por si una ballena emergía del agua y se merendaba un patín o una lancha. O miraba al sol, haciendo visera con la mano, por si una nave bajaba del cielo y aterrizaba en la playa y, entre ofertas de paz y disparos apresurados, hacía más corta la mañana.

Niño excavaba un poco, sin mucha convicción, una palada o dos cada vez, que luego rellenaba. Madre lo había untado de Nivea, así que la arena se le pegaba a las piernas y a la espalda, bien mezclada con el sudor, sobre todo donde se doblaba la piel. A su lado pasó corriendo un niño aún más pequeño que él, con camiseta y sin bañador, con la pirula al viento, tan contento: chapoteó un rato junto al agua con la conciencia de un ratón y regresó por donde había venido, con igual discernimiento y al mismo ritmo. Los niños no saben andar, y mucho menos en la playa; los niños corren o se están quietos, no tienen más posiciones: un niño se levanta y echa a correr, hacia donde sea, y, si ve a otro niño, se echa a correr hacia él, y, si se hacen amigos, se sabe porque van los dos corriendo al agua y se tiran con la tripa por delante en la arena húmeda, que parece un espejo, y se ríen como si tuvieran un televisor por dentro, y regresan, también a la carrera, cada vez más desnortados, hasta que sus padres los separan como a los gallos para que puedan seguir con sus vidas familiares, en las que no caben intrusos. Entonces los niños se miran en la distancia desde sus jaulas invisibles , mientras sus madres les dan un yogur o un plátano, y se prometen con ojos serios un mañana mejor, todo carreras, al otro lado de la infancia.

Extraña decisión

Niño, decía, hacía como que cavaba, alisaba los bordes del agujero mientras la arena se escurría por las paredes dentro del hueco, como la de un reloj. Hasta que clavó, a saber por qué y en qué ángulo, la pala en el fondo del hoyo , con extraña decisión, y, ¡clac! Tocó algo que no quería tocar. Y el suelo empezó a temblar.

Niño había oído hablar de un punto exacto que tienen algunos sitios que es como el botón del pánico , un botón muy difícil de encontrar, le había dicho un mayor: «Hay uno por provincia, macho, y a veces se mueve, nunca está en el mismo sitio, y a veces está muy profundo y, si pasa eso, pues nada, como si saltas encima, pero a veces, no se sabe por qué, está más a la vista, como más por fuera, y, si te tropiezas con él, aunque sea sin querer, ¡zas!, le das al botón, macho, y, ¡zas!, se lía parda». «¿Por qué?, ¿qué pasa entonces?», le preguntó Niño. «No lo sé, macho», contestó el mayor. «Seguro no lo sé, macho, seguro no se sabe nada. Pero una vez un abuelo dio con el punto ese, un abuelete del pueblo, en 1941 o así, o en 1950, después de pescar un pulpo, y se ve que dejó el arpón en la arena, como cansado, y, ¡zas!, el arpón cayó donde el botón o algo, y, ¡zas!, pues que se lio parda. No sé muy bien cómo fue, macho, pero le tuvieron que cambiar el nombre al pueblo, con eso te lo digo todo. Antes se llamaba Valle Sereno. Se lio parda».

Niño no se lo había creído del todo, pero le gustaba imaginar un botón porque simplificaba mucho su idea del mundo, aunque fuera un botón mágico que a lo mejor era también una especie de costura que mantenía la realidad cosida, o a lo mejor era como una palanca de esas que se usan para hacer estallar los puentes , o a lo mejor era un desagüe mal tapado, porque Niño se maliciaba que, igual que el universo terminaba, de eso estaba seguro, en una pared de tablones, el planeta entero estaría lleno de desagües, y que era mejor no ir por ahí escarbando, aunque él acabara de hacerlo, porque siempre puede darse sin querer con un desagüe y entonces el bosque entero, por ejemplo, o la carretera, o el campo de fútbol del colegio, o lo que sea, pueden acabar convertidos en remolinos de tierra o de hierba o de agua y hacer que el mundo se escurra dentro de sí mismo y desaparezca, no sé, Soria, o desaparezca Asia, o el planeta entero se dé la vuelta como un guante, hacia dentro, por culpa del desagüe, y, si pasa eso, ¡zas!, entonces hay que cambiarle el nombre al planeta.

Retumbo, rugido y clamor

El caso es que la playa empezó a estremecerse con un temblor que primero movió la arena, como si la compusieran un millón de piedrecitas, y luego el suelo mismo, ¡brrrmmm…! Y el retumbo se hizo rugido y el rugido, clamor. Y luego fue como si empezaran a sonar trompetas en el cielo. Y de la arena se elevaron columnas de agua salada, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, que perforaron la arena sin pedir permiso a nadie, desafiantes, airadas, y a veces levantaban a los veraneantes en volandas y los lanzaban a cientos de metros, con sus telas de colores y sus sombreros graciosos; y del cielo cayeron mil pilares de luz, ¡fium!, ¡fium!, ¡fium!, haces de luz blanquiazul , casi sólida, que nunca coincidían con las columnas de agua, sino que ocupaban sus huecos, y, si caían sobre alguien o sobre algo, lo congelaban en el acto, lo mismo daba que fuera un inglés que una pelota de playa, lo hacía añicos al instante, como si estuviera lleno de cubitos, aunque hacía mucho calor, porque el mar empezó a chapotear, chup, chup, como una enorme sopa, y la gente, claro, chillaba, unos por la sorpresa, otros por el mismo desacuerdo y otros por el calor de la sopa, que por lo visto escaldaba, y entonces, de un punto oscuro y cada vez más grande en mitad del agua, justo donde dos nubes blancas se tocaban, emergió un látigo lento, un tentáculo enorme y gris lleno de ventosas grises, y luego, otro, y luego, otro, que a lo mejor eran del hijo del pulpo al que mató aquel señor en 1941, o en 1955, o de uno de los padres, o del mismo dios de las aguas, que a lo mejor resulta que tiene forma de pulpo, pero igual no, porque el pulpo que salió del mar no era un pulpo, sino un calamar gigantísimo (enorme incluso para ser gigante) que avanzaba de una forma muy extraña, como a rastras y luego, ¡bam!, una sacudida; a rastras y luego, ¡bam!, una sacudida; e iba dejando detrás un millón de surcos, por los tentáculos, que a veces meneaba un poco dejando rizada la arena; y a veces la gente se quedaba ahí mismo, tiesa, medio enterrada boca abajo o boca arriba, según, pero a veces salía corriendo y escapaba por muy poco, y luego tenía que esquivar las columnas de agua y las de luz , así que le costaba mucho llegar al paseo marítimo, donde la multitud se agolpaba, unos para ver mejor, bien pegados al muro, otros para intentar escapar de la playa, formando una especie de muro ondulante, todos contra todos, que le iba muy bien al cuadro general, pero que contribuía poco al orden (así son los apocalipsis, desordenados), y Niño, que de tonto tenía lo justo y que veía que el calamar se acercaba directo a él, y que antes de él venía su madre, desclavó la pala de la arena con un gesto seco y, ¡pam! Todo se paró de golpe.

Bombas de mano

Padre, que llevaba uno de esos bañadores a cuadros que sólo llevan los padres y una camisa de algodón blanco con más botones desabrochados de la cuenta, apuró el último trago de cerveza y buscó, sin encontrarla, una papelera donde tirar la lata. Al final regresó a la sombrilla con la lata en la mano, resignado a continuar con sus deberes de padre. Madre guardaba ya sus cosas dentro del capazo: las cremas, un termo, dos manzanas , una botella de agua medio caliente, el pareo, un libro de Isabel Allende, servilletas, el móvil…). Hermana cerraba el libro y se estiraba sin bostezar, enfadada, y se sacudía la arena de las manos, y miraba a Niño, enfadaba sin descanso, como diciéndole «tú, qué miras», y se puso de pie con un impulso de lo más diestro y sacudió la toalla, y se la colocó, doblada, al hombro, como un chicazo, con el libro bien sujeto de la mano. Así que Niño vació de arena el cubo con forma de castillo y metió en él la pala amarilla y se puso de pie y se sacudió también la arena del culo. Y, como se moría de hambre y le parecía bien levantar el campamento, sacudió también la toalla sin que nadie se lo pidiera y recogió la gorra de Hermana, porque igual había macarrones en la nevera y le iba entrando la prisa (los macarrones se calientan enseguida), o ensaladilla rusa . O gazpacho. Y miró la enorme pared de cristal donde estaba el apartamento, que sabía reconocer por la toalla roja del balcón, la que tenía un león en el centro, mientras imaginaba que un huracán furioso arrancaba de cuajo los pinos del monte y los lanzaba contra los cristales como si fueran bolos, o bombas de mano, ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, ¡cras!, ¡cras!, ¡cras!, y los edificios, todos iguales, menos alguno, caían uno sobre el otro, y sobre el otro, y sobre el otro, ¡pumba!, ¡pumba!, ¡pumba!, y sobre el otro, y sobre el otro, recorriendo la costa entera, un dominó desmesurado paralelo al mar, muy bonito de mirar desde lo alto, que dejaba el litoral pisoteado y como a cuarenta y cinco grados del suelo, para devolverle al mundo el sentido de la trascendencia, el respeto por el misterio y el temor a los dioses antiguos. Aunque lo que de verdad le apetecía a Niño era el gazpacho. Y, como Madre había preparado dos litros por la mañana (Niño lo recordaba perfectamente), a esas horas seguro que ya había reposado y estaba en su punto justo, con su sabor a vinagre y a cebolla, sin nada de comino. Muy fresquito.

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