Manuel Lucena Giraldo
El fantasma de Edward Colston
«El vandalismo urbano no devolverá la vida a George Floyd y, por el contrario, como señaló su hermano Philonise, la violencia envilece su memoria»
Muere Pau Donés, líder de Jarabe de Palo

Las imágenes, tan oportunamente grabadas, no dejan lugar a dudas. Es un hombre blanco, de pelo rubio e inequívoco aspecto perroflauta, el primero en saltar una y otra vez hecho un energúmeno sobre la estatua del prócer Edward Colston (1636-1721) , recién derribada al suelo. El golpe seco contrasta con el griterío de la concurrencia, feliz de haber practicado la barbarie iconoclasta y anónima –por tanto, cobarde– contra una pieza catalogada del patrimonio cultural británico . La estatua, fabricada en bronce por John Cassidy en 1893 y pagada por los ciudadanos de Bristol mediante colecta popular, reconocía la pasión filantrópica de su antiguo vecino, que además de proveer un futuro a huérfanos locales, tuvo empresas textiles, fábrica de ron y ejerció como prestamista. No fue él, sino su hermano Thomas, el fabricante de cuentas de collar de las que se utilizaban para adquirir esclavos de los intermediarios africanos de la trata negrera. Consta que Colston tuvo negocios con Portugal, España, la isla de San Cristóbal en el Caribe, repúblicas italianas y la propia costa africana, así que su rastro será abundante. ¿Van a buscarlo por el ancho mundo para continuar la orgía iconoclasta?
Sin duda, la figura evoca el comercio triangular practicado entre el Caribe inglés, la metrópoli insular y las costas africanas, de las que partió hacia el Atlántico quizás el 40% de los esclavos arrancados de sus casas, ya que el otro 60%, del que se habla tan poco, se repartió entre el interior africano y las rutas que iban hacia el próximo Oriente, Arabia y el resto de Asia. Como Colston lleva tres siglos muerto y enterrado , por cierto, muy cerca de donde estaba su estatua, resulta dudoso que se haya «revuelto en su tumba».
Superviviente del agitado y doblemente revolucionario siglo XVII, tuvo abundante ocasión de conocer la furia destructiva de la multitud contra cuadros, palacios, estatuas y también iglesias, destruidas o enajenadas en la época del puritano Oliver Cromwell , que gobernó Inglaterra a sangre y fuego, guerra civil por medio, a mediados de siglo. La barbarie reapareció en 1793, cuando los revolucionarios saquearon y destruyeron las tumbas de los reyes franceses en Saint-Denis.
El desprecio a la tradición y la fundación de un nuevo tiempo político se había manifestado con el establecimiento de una república y la abolición de la nobleza, pero ese acto de furia contra los cuerpos de antiguos monarcas, cuyas sepulturas fueron demolidas con metódica crueldad, equivalía a un canibalismo ritual.
Si consideramos el siglo XX un tiempo de genocidio y holocausto , diferente tan solo por la escala industrial de los crímenes cometidos, el estudio de las políticas de la muerte resulta particularmente pertinente. A mediados de los años treinta, el arquitecto y urbanista del régimen nazi, Albert Speer , formuló la «teoría del valor de la ruina», según la cual estas poseían un poder evocador del esplendor del pasado, susceptible de ser utilizado en la propaganda de masas. La ira, real o impostada, no justifica nada. El vandalismo urbano no devolverá la vida a George Floyd y, por el contrario, como señaló su hermano Philonise, la violencia envilece su memoria.