Visto y no visto
Un Madrid de sombras
La bicicleta de Luisito no fue para el verano ni para recorrer el Retiro, sino para hacer de chico de los recados
![Una de las imágenes de la película (a la derecha, el actor Gabino Diego, Luisito en la cinta)](https://s2.abcstatics.com/media/cultura/2019/07/29/bicicletas-kRdB--1248x698@abc.jpg)
Luisito siempre recordaría aquella mañana de abril, con su padre, sentados en un descampado junto a la Basílica de San Francisco, mientras un desvencijado tiovivo daba vueltas, como ellos mismos, sin ir a ninguna parte, cuando don Luis, sereno, apesadumbrado, sin miedo, le recordó: «que no, Luisito, que no, tu madre no tenía razón, lo que ha llegado no es la paz, es la victoria». Luisito había escuchado a su madre, ante el viejo aparato de radio, decir: «por fin, por fin, ha llegado la paz». ¿Qué fue de ellos después de esa conversación en la que don Luis le confesaba a su hijo que lo más seguro es que le detuvieran por haber formado parte de los que se incautaron de las bodegas? Sí, don Luis no se equivocaba, fue detenido. Le condenaron y pasó unos años en el penal de Ocaña.
Luisito dejó los estudios y se puso a trabajar de chico de los recados en una tienda de ultramarinos en la rebautizada Plaza de Tirso de Molina (antes Plaza del Progreso). Qué rara es la vida, por fin consiguió una bicicleta, pero no para pasear en verano por el Retiro o ir a la Casa de Campo los domingos con su pandilla, sino para repartir los encargos de ultramarinos. Luisito había quedado como el señor de la casa. Hacía falta el dinero. Ahora ya no vivían en la Plaza de la Paja, ni tenían muchacha. ¿Qué fue del primo Anselmo, el que aquella noche de 1938 en el Palace les gritó con júbilo que cuando ganaran la guerra habría «una paz cojonuda, amor libre, las gachís con los gachises». Manolita, que tenía que criar a su hijo, viuda, como quien dice, dos veces, buscaba algún trabajo con la desesperación de quien siente que en cualquier momento los días en el Madrid asediado, sus representaciones en un grupo de teatro de la CNT, alguien inconveniente los recordara.
El olvido también es una parte de la memoria. Ella tenía que salir adelante, y menuda era Manolita. Madrid era una inmensa sombra. Las conversaciones familiares se convertían en un desasosegador relato de los que ya no estaban. Muertos, presos, fuera de España. A veces Don Simón, tan alegre cuando entonces, se acercaba por el lúgubre piso de la calle de la Magdalena, de paso a la farmacia, El Globo, que había sobrevivido a los bombardeos sobre Antón Martín, y con Dolores recordaban a los antiguos vecinos de la Plaza de la Paja, ahora ya sin anís, con un vaso de vino aguado y el dolor en cada palabra. Algunos domingos, Luisito, con un compañero de los ultramarinos pasaba la tarde en el cine Doré de la calle de Santa Isabel, el primer cine que hubo en Madrid, en la sesión doble. De aquel Madrid de los días antes de la maldita guerra qué poco quedaba. Sombras y sombras que se reflejaban en los espejos cóncavos de una sociedad partida, rota, asustada.
Cuando don Luis salió en libertad , buscó los libros que guardaba en el desván, todo se había perdido en los días de la mudanza. Qué mudanza, si habían vendido parte de los muebles y enseres, y los libros a un chatarrero. Don Luis estaba marcado, pero encontró trabajo en una fábrica de Vallecas como contable. Buena gente. Manolita volvió a la mecanografía, y gracias. La familia se iba recomponiendo, entre silencios. Luisito terminó el bachillerato en una academia de la calle de Atocha y comenzó a trabajar en un banco, de botones. Eso a lo que llamaban paz era cualquier cosa menos cojonuda.