Sin David es peor
En el club de mis amigos odiosos, David era el más joven. Pero sabía tanto como los demás. Quise odiarle por eso. Por dejarme solo en el pelotón de los torpes. Por ser más brillante que yo. Por escribir mejor y más rápido. Por amar el periodismo tanto como yo lo amaba. Por ser más simpático. Y más culto. Y más extravagante.
Ya empezaba a estar de él hasta las narices, lo reconozco. Se había convertido en uno de esos amigos enciclopédicos con respuestas para casi todo. Daba igual de qué asunto se tratara. Siempre había visto la última película del director que se colaba en la conversación. Y la primera. Lo mismo pasaba con las novelas y los escritores –de ahora o de siempre–, o con los goles de la Bombonera , o del Bernabéu, o de cualquier otro estadio de su memoria omnívora y precisa, casi infalible, tan abominable como el espejo que siempre devuelve la imagen de tu propia inconsistencia. Amigos así acaban con la autoestima de cualquiera. Las conversaciones entre ellos –hablo de José Luis Garci, Eduardo Torres Dulce, Pedro García Cuartango, Luis Enríquez, Ventura Anciones o Luis Alberto de Cuenca– siempre acaban convirtiéndose en apabullantes partidas de pim-pón donde el dato concreto y el detalle oportuno vuelan de un lado a otro de la mesa como destellos inalcanzables.
En el club de mis amigos odiosos , David era el más joven. Pero sabía tanto como los demás. Quise odiarle por eso. Por dejarme solo en el pelotón de los torpes. Por ser más brillante que yo. Por escribir mejor y más rápido. Por amar el periodismo tanto como yo lo amaba. Por ser más simpático. Y más culto. Y más extravagante. Cuando lo veías venir con su aspecto inconfundible de motero vikingo no sabías si venía de tomarse unas cervezas o de escribir una columna. A veces llegaba a la tertulia de la radio en patinete eléctrico. Le gustaba el peligro . No le asustaban las bombas cuando fue reportero de guerra. Pero, gracias a Dios, le horrorizaban los insectos.
Durante los bombardeos no se metía debajo de la cama por miedo a encontrarse con una cucaracha. En una ocasión, en Buenos Aires , la chica rubia por la que bebía los vientos salió dando gritos del cuarto de baño porque había visto una araña en la cortina de la bañera. Él no tuvo más remedio que dar la talla y, con más miedo que vergüenza, la persiguió con un mechero como si fuera un lanzallamas. La cortina quedó chamuscada, la araña se escapó, pero la rubia acabó en sus brazos. Se llamaba Romi . Se casaron, fueron felices y tuvieron cuatro hijos maravillosos.
Tener envidia de un amigo no es algo de lo que sentirse orgulloso. ¿Pero qué podía hacer? Él vino al periodismo después que yo y enseguida se hizo el amo del cotarro . Miraba alternativamente arriba y abajo, a los de la vieja y la nueva ola, y se juntaba con unos y con otros como si tuviera un salvoconducto para cambiar de generación a su antojo. Siempre se codeaba con los mejores. Cuando me hablaba de las comidas que pastorea Arturo Pérez-Reverte con los columnistas más talentosos de la nueva hornada yo tenía que disimular mis ganas de asesinarle. Y cuando venía a las que yo frecuento y robaba el show con su erudición de falso poligonero, todavía más.
Fui a verle cuando estuvo en la UVI. Entré con Jabo. Parecía un luchador dormido. Un boxeador tomando aliento en su esquina para el próximo asalto. Le pedí que se quedara con nosotros. Que mi vida, sin su insultante capacidad para hacerme sentir un pobre paria, perdería mucho sentido. Que me dejara explicarle en qué consiste la fe. Que no se le ocurriera irse a ese mundo donde ya no es necesaria. Que habíamos dejado muchas conversaciones a medias. Que ya son muy pocos los que cuentan lo que está pasando en España con su independencia de criterio. Que sin su luz nos quedaríamos a oscuras.
Pero no me hizo caso. David era tan libre que siempre hacía lo que le daba la gana. Esa libertad llenó de esperanza a miles de lectores que hoy se despiden de él, en los comentarios a los obituarios que han publicado todos los periódicos –los de una orilla y la otra– como verdaderos amigos. Ha escrito Rubén Amón que él siempre quiso ser Gistau. Yo confieso que a mí me pasa lo mismo.