DOMINGOS CON HISTORIA

Luis Cernuda, en la distancia abierta

El poeta, en el exilio londinense, puso las bases de un inmenso giro en nuestra lírica

Luis Cernuda, leyendo a orilla del río Sil ABC

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

En su «Historial de un libro» («La realidad y el deseo»), Luis Cernuda recordó la forma ingenua y apasionada con que se enfrentó a la guerra civil. «Al principio de la guerra, mi convicción antigua de que las injusticias sociales que había conocido en España pedían reparación, y de que ésta estaba próxima, me hicieron ver en el conflicto no tanto sus horrores , que aún no conocía, como las esperanzas que parecían traer para lo futuro». Su desprecio de la violencia acabó por mostrarle, en las horas amargas del exilio , el conocimiento de una España querida y odiada al mismo tiempo, una nación vivida con el amor profundo que exige lealtad y perfección, padeciendo el tormento de los celos y los desengaños . «Afortunadamente mi deseo de servir no sirvió para nada y para nada me utilizaron. La marcha de los sucesos me hizo ver poco a poco que no había allí posibilidad de vida para aquella España con que me había engañado».

Finalmente, consiguió marcharse, a comienzos de 1938, tras renunciar a la impresión de que «trabajando en lo que siempre fuera mi trabajo, la poesía , estaba al menos al lado de mi tierra y en mi tierra». El desatino de aquella cólera extendida, de aquel regusto de violencia impune y de odio tribal habrían de agriar su carácter desde entonces, proporcionándole un recuerdo de España enturbiado y áspero. «Los españoles no han podido deshacerse de una obsesión secular : que dentro del territorio nacional hay enemigos a los que deben exterminar o echar del mismo».

Esta era la imagen que arrastró en su exilio londinense, al que llegó provisto de los poemas iniciales de « Las nubes ». Se sintió incómodo, con clara conciencia de desterrado. Ni siquiera deseaba acostumbrarse a Inglaterra ni tomarle gusto al poderoso sentido de civilización, de educada exigencia cívica que poseía, convencido de que todo ello le iría convirtiendo en una suerte de extranjero para su propia patria. En el destierro aprendió a depurar su quehacer literario, descubriendo algo que rebasa en mucho lo que constituye un estilo, porque en el fondo es el compromiso de un escritor con la poesía. Quienes no se hayan dedicado a una atenta lectura de la palabra lírica poco pueden imaginar lo que supone despojarse de un tono adquirido, buscar nuevas fuentes de inspiración, arriesgarse a transformar un lenguaje poético que ya se ha dominado. Es una labor colmada de inseguridad, de jugarse la vida en cada verso, de apreciar la fuerza expresiva de cada palabra y el error acechante en cada elección.

Cernuda dijo haberse liberado, en contacto con la poesía inglesa, de dos problemas básicos de la lírica española: la « falacia patética » y el «impacto de la frase». El primer vicio consiste en mantenerse en una actitud subjetiva, empeñada en manifestar solo la perspectiva del poeta sin permitir la necesaria objetivación de su trabajo y, por tanto, su conversión en algo compartido por el lector. El segundo se revela con la veneración de un hallazgo brillante, una metáfora que ni siquiera siente el poeta y que sacrifica el sentido entero del poema a un fogonazo verbal que busca impresionar por su belleza íntima.

Estaba poniendo Cernuda las bases de un inmenso giro en la lírica española que nos proporcionaría algunos de los mejores versos de la posguerra madura y el final del franquismo. La poesía española de los años sesenta y setenta tiene en él no solo un referente como escritor, sino un ejemplo como trabajador eficaz y abnegado, capaz de poner en peligro su reputación ya consolidada para salvar la palabra viva, la contención emotiva, la autenticidad sobria y la comunicación. Todo ello hace de cada poema una experiencia lírica que disfruta el lector, sin sufrir la confesión no solicitada de la peripecia sentimental de su autor, que puede ser pretexto, pero nunca sustancia de un poema.

Cernuda escapó de este modo -y nos ayudó a escapar a todos- de la épica de circunstancias que, entre vencedores y vencidos , sembró el país de palabras sebáceas y versos con sobrepeso. Cernuda hizo posible, con su constante labor desterrada, que España se incorporara a un modo de quehacer poético que impulsaría la explosión lírica de las generaciones del 27 y del 36. Los jóvenes poetas de la posguerra reconocerían de una forma abrumadora su magisterio: a uno y otro lado del Atlántico , los críticos y los escritores no dejarían de hacer constar el esfuerzo de aquel hombre poco accesible, que tras sufrir marginación por sus orientaciones afectivas, experimentaría la condición devastadora de quien se alejó de España siendo un oficiante riguroso , tenaz e insobornable de la palabra poética escrita en español.

De España habló siempre Cernuda, desde el momento inicial de su exilio, cuando pudo decir, resignado : «Ya la distancia entre los dos abierta…», refiriéndose a esa patria que se alejaba, en el espacio y en el tiempo. «Si nunca más pudieran estos ojos / enamorados reflejar tu imagen / tú nada más, fuerte torre en ruinas / puedes poblar mi soledad humana / y esta ausencia de todo en ti se duerme». España fue objeto de su rencor , de su nostalgia inacabable, de su evocación sin descanso, de su reproche, de su búsqueda de amante afligido, de su elogio contenido que emociona especialmente por el uso del material poético sin retóricas vanas ni oropeles. De España recordó, ya al final, a quienes nunca entenderían sus versos, a quienes ni siquiera consideraba patriotas, a los vencedores que le habían echado de su tierra. Y de España recuperó, con una ternura que nos invade, los personajes de los Episodios nacionales, aquel Salvador Monsalud liberal de la época fernandina, en quien veía reflejarse la imbatible dignidad de la tolerancia, del patriotismo abierto, de la confianza en el futuro de una España consciente.

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