Luis Alberto de Cuenca - En la muerte de Rodríguez Adrados
Príncipe de los helenistas españoles
«No hubo helenistas de verdad en nuestro país hasta que Adrados y compañía irrumpieron en escena con un ímpetu y una calidad científica inigualable»
Allá por los primeros años cuarenta del siglo XX surgió en España un grupo de helenistas que iba a transformar por completo el panorama de desatención general del mundo académico a la lengua y cultura de la antigua Grecia. Lo formaban gentes como mi maestro Manuel Fernández-Galiano, Martín Ruipérez, José S. Lasso de la Vega, Luis Gil y el gran Francisco Rodríguez Adrados, por citar solo cinco nombres señeros en ese nacimiento del helenismo en el panorama filológico nacional. Y digo «nacimiento» y no «resurrección», porque no hubo helenistas de verdad en nuestro país hasta que Adrados y compañía irrumpieron en escena con un ímpetu y una calidad científica que igualaba, si no superaba, la conspicua labor de los estudiosos extranjeros en ese área de conocimiento. El helenismo quedaba, pues, implantado en España para siempre jamás por obra y gracia de esa generación de pioneros a la que pertenecía don Francisco, que se ha ido a vivir al otro lado del espejo un malhadado 21 de julio de 2020 a los noventa y ocho años de edad.
Académico de número de la RAE y de la RAH, autor infatigable de infinitas monografías sobre temas tan alejados entre sí como la lingüística indoeuropea, la lírica griega arcaica, la democracia helénica o, lisa y llanamente, la historia y la literatura universales, F. R. Adrados tenía una personalidad arrolladora e inmersa de continuo en la parcela de lo genial. Dotado de un sentido del humor peculiarísimo, guardaba en su cerebro tanta capacidad de transmitir saberes, tanta competencia analítica, tanta curiosidad -satisfecha a partir de su dedicación cotidiana al estudio y de una actividad frenética como viajero impenitente por todo el orbe-, que pudiera definirse su vida como un Grand Tour de la mente y del cuerpo consagrado a la hermeneusis de todo aquello que tuviese que ver con los antiguos griegos. En «El reloj de la Historia» y en «El río de la Literatura», dos de sus más recientes monumenta , escritos de memoria y sin otra bibliografía que la acumulada durante décadas en su privilegiada cabeza, alcanza el maestro Adrados, a mi juicio, unos niveles de excelencia supremos, y ello en un humanista que practicó siempre la excelencia en sus publicaciones, desde las más puramente científicas hasta las encendidas y bien argumentadas Terceras de ABC defendiendo a machamartillo la presencia del griego y del latín en los planes de estudios.
Al margen de todo eso, debo decir que en lo personal la muerte del Prof. Adrados me hiere en lo más íntimo. La honda amistad que me profesó y le profesé en los últimos años de su vida, su generosa contestación a mi discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, la magistral charla sobre Homero con que finalizaron sus intervenciones en la RAH, los viajes compartidos al Festival de Mérida, los innumerables recuerdos de mi paso por la secretaría de «Emerita» y de la colección Alma Mater, la carpeta llena de poemas de su autoría que un día no lejano me regaló... Todo ello junto me ha inoculado el vértigo de ausencia con que escribo estas líneas de homenaje, dictadas por la pena y el desamparo.